Friday, May 28, 2010

HEMINGWAY NO ERA UN PENSADOR (Última parte)

Nihilismo y tauromaquia



El camino recorrido es considerable. Hemingway ha cambiado. ¿Hemos olvidado la introducción de Muerte en la tarde? “El único lugar donde podía verse la vida y la muerte, entiendo la muerte violenta ahora que las guerras han terminado, era en las arenas del toreo, y yo deseaba mucho ir a España, donde podría observarlas” (el subrayado es nuestro). Aún en la paz Hemingway buscaba un sucedáneo de la guerra; ahora renegaba de ella. Más allá del río es la primera novela de Hemingway en la cual el fracaso no parece irremediable. Se confía casi en lo que él se grita: muerte donde hay victoria, él que tan bien había hacernos sentir el fracaso total de sus héroes, aún si los dejaba vivir (en Fiesta, por ejemplo). Otros, como Harry en Las nieves del Kilimanjaro, muere cuando todo se hunde y la descomposición física no es más que el reflejo de esta corrupción moral que ha vaciado a la mayoría de los personajes de Hemingway.



Esta nueva actitud está acompañada por cierto sentimentalismo. Siempre decepciona ver a un “duro” arrepentirse. Hemingway busca, se busca y aún no se ha encontrado. El nihilismo de sus comienzos le pesaba desde hacía mucho e intentaba evadirse ya en los años treinta, por la acción política. En 1935, en Tener y no tener, Harry Morgan comprende al morir que el mundo donde vivimos “de cualquier manera que se tome, un hombre solo está batido de antemano”. Pero el “compromiso” no salvó a Hemingway. La Quinta columna termina en la desesperación más absoluta.






La vejez de un cazador


Es en El viejo y el mar donde reencontramos, después de un intervalo de quince años, el eco de las palabras de Harry Morgan. Santiago, el viejo pescador, también comprende que su soledad era la razón de su fracaso. El pescado milagroso que logra atrapar, se le escapa devorado por los tiburones, pues él estaba solo en el océano infinito. Pero no vuelve al puerto como vencido: el esqueleto del pez espada da testimonio delante de sus camaradas, de su aventura extraordinaria. Esta camaradería que Hemingway siempre buscó, el viejo pescador la descubre, solo, en el mar. La extiende a todas las criaturas –“pez, tú eres mi hermano”- y aún a los astros que velan su combate solitario. Un poco de panteísmo fácil se mezcla en esta nueva solidaridad, pero Santiago –y Hemingway- sabe que la verdadera fraternidad lo espera a lo lejos, en tierra firme, entre los hombres, pues “un hombre, puede ser destruido, pero no vencido”.





             



              



La última obra de Hemingway me parece confirmar la evolución esbozada en Del otro lado del río y entre los árboles, que era mucho más que una simple historia de amor. Era la búsqueda de una nueva moral que constituye lo esencial de El viejo y el mar, y sería erróneo, a mi parecer, buscar en un simbolismo cualquiera, la verdadera significación de esta nouvelle. Los tiburones persiguiendo su presa representaría, se ha dicho, la jauría de críticos que se encarnizan con Hemingway. Puede ser que haya pensado en esta comparación, pero ¡qué importa! Nadie pensará en eso dentro de unos años. El rechazo a escribir un libro simbólico, una especie de Moby Dick, parece el primer cuidado del autor y su éxito en este momento me parece difícilmente controvertible.



Las ideas generales siempre han sido extrañas al genio de Hemingway. Las detestó desde sus comienzos y confiesa en Adiós a las armas: “Siempre me he sentido molesto con las palabras sagrado, glorioso, sacrificio…las palabras abstractas como gloria, honor, coraje o santidad eran indecentes, comparadas con los nombres concretos…”



Estos gestos concretos de la vida de todos los días, pocas veces los reencontré con tanta felicidad como El viejo y el mar. Su “clasicismo” puede ser que sea un poco querido, pero “la precisión barométrica” de su estilo -para emplear una palabra de Edmund Wilson- nunca fue tan sensible como en esta historia de pesca escrita con una maestría ensordecedora. ¿Qué otro escritor osaría revelar todo el curso ulterior de su relato con una de sus frases con sonido de gong – “una hora más tarde, el primer tiburón atacó”- que anuncia el drama sin desflorarlo? ¿Qué otro escritor podría presentar, como él lo hace en Del otro lado del río, a su heroína diciendo simplemente que tenía “un perfil que podía romper vuestro corazón” sin que esta frase sea de una insipidez descorazonante? Hay un estilo Hemingway, en el cual la agudeza de la percepción de lo real, reinventa la poesía. Ese tono es lo que hace tan difícil definir su obra. Hemingway es el burro de carga de todas las críticas, y no solamente de la crítica americana. Sus ideas generales, sin ideas aparentes, su poesía directamente aprehensible resiste el análisis. “La gran cosa, es permanecer, hacer su trabajo, ver, escuchar, aprender y comprender; y escribir cuando se sabe algo, y no antes, ni mucho después. Dejen hacer a los que quieren salvar el mundo si ustedes pueden llegar a verlo claramente y en su conjunto. Entonces, cada detalle que expresen representará el todo, si lo expresan de verdad. No, no es demasiado para hacer un libro, pero sin embargo tenía muchas cositas para decir. Tenía muchas cosas de orden práctico para decir”, escribió en Muerte en la tarde.



Monday, May 24, 2010

HEMINGWAY NO ERA UN PENSADOR
En 1968 el atrevido editor Carlos Pérez, en una edición de 60 páginas, reunió bajo el título de HEMINGWAY Y LA NOVELA DE GUERRA, dos trabajos que a lo largo del tiempo son de una enorme importancia para los hemingwayanos. El primero pertenece a Carlos Baker y el segundo a Francois Erval. De este último voy a reproducir todo su texto. Será en dos entregas. El ensayo de Erval se titula DEL OTRO LADO DEL RÍO: UN VIEJO.


Silencio y desafíos

Después de un silencio de diez años, Hemingway acaba de publicar, casi uno tras otro, dos nuevos títulos, como la mayoría de sus obras a mitad de camino entre la nouvelle y la novela. El segundo, El viejo y el mar, ha sido traducido al francés en un tiempo récord –apareció en los Estados Unidos hace apenas tres meses- pero todavía esperamos Del otro lado del río y entre las hojas, que necesitaría una rehabilitación después de haber sufrido en la prensa americana uno de los recibimientos más ruidosos de la historia literaria. Recibimiento ciertamente injusto que se explica, sin embargo, por algunas actitudes personales de Hemingway, cuyas declaraciones intempestivas lo indisponen con sus críticos más benévolos. Desde Por quién doblan las campanas (1940) Hemingway no había publicado nada pero estaba lejos de callarse. Durante años se había dicho que era un niño terrible, un eterno adolescente, un camorrero incorregible: un buen día, Hemingway se tomó en serio todos esos juicios y se esforzó lo mejor que pudo para parecerse a su retrato, esbozado con alguna ligereza. Entrevistas explosivas llevaban la consternación a sus amigos: Hemingway llegaba hasta a compararse con un boxeador, que debía defender su título mundial contra todos los “challengers” – léase: los autores jóvenes- y él mismo desafiaba al combate a los grandes escritores del pasado que antes habían sido sus modelos. Consideraba haber puesto knock-out o más o menos Maupassant, Turgeniev y muchos otros- únicamente quedaba Tolstoi-. Pero se preparaba a la lucha fina y anunciaba con gran estrépito su opus magnum que maduraba desde hacía una docena de años y que lo colocaría en su verdadero lugar.


Una decepción

Y eso fue Del otro lado del río y entre los árboles. Es necesario confesarlo, la crítica americana era excusable. Se le había anunciado una nueva La Guerra y la Paz de un millar de páginas, que trataba todos los grandes problemas de nuestra época y todo lo que se le dio a manera de alimento fue una novela de amor cuya extensión apenas era superior a la de una nouvelle. La historia era banal, de una banalidad calculada. Un coronel quincuagenario, atacado por una grave enfermedad al corazón, ama a una encantadora contessina italiana de diez y ocho primaveras. Va a morir, lo sabe, pero quiere terminar su vida con belleza: un último gran amor en Venecia. El diálogo de los enamorados llena el libro, diálogo banal, cierto, pero de esa banalidad suntuosa que es el secreto de Hemingway. Las pocas reflexiones militares y políticas no arreglan nada, pues el coronel maltrataba con una alegría salvaje a los más ilustres generales de la segunda guerra mundial. Hemingway estaba visiblemente encantado de haber encontrado este portavoz cómodo que le permitía expresar una opinión que había debido reprimir cuando su breve paso por las corresponsalías de guerra. Su propia competencia le parecía indiscutible: ¿acaso no había declarado, en 1949, a Malcolm Cowley, en una importante entrevista publicada en Life que la liberación de París era un poco su obra?

Se le reprochaba a Hemingway haber escrito una remake de Adiós a las armas. El coronel cardíaco había sido herido en el curso de la primera guerra mundial en las mismas condiciones que Henry en su novela de juventud, y la historia de amor con la condesita sólo era una repetición de la aventura desdichada con Catherine. Si el retomar los temas mayores de una obra basta para que se hable de repetición, entonces Del otro lado del río y entre los árboles es una repetición de todos los libros precedentes de Hemingway. El amor y la muerte son el centro de todas sus novelas y de todas sus nouvelles y están otra vez en Del otro lado del río. Si esta vez estamos en presencia de una simple repetición, Hemingway no ha hecho más que repetirse desde hace un cuarto de siglo. Sin embargo en Del otro lado del río hay un elemento nuevo que atraviesa las palabras del coronel a pesar de todas sus fanfarronerías. Hemingway duda. La violencia, ese valor supremo de su juventud, le parece comprometida. Por supuesto, no tiene nada para colocar en su lugar –Hemingway no era un pensador- pero solo esta duda me parece dirigir una interpretación atenta de su evolución. El amor, siempre presente en su obra, nunca es victorioso. En Adiós a las armas y Por quién doblan las campanas, su fracaso se justifica por circunstancias exteriores. Pero generalmente Hemingway lo considera con ojo crítico: en Las nieves del Kilimanjaro y en La breve vida feliz de Francis Macomber, sus nouvelles más perfectas, el amor degenera y una de sus más bellas narraciones de amor, la de Una historia muy corta, termina con una frase cínica y brutal. En la Quinta columna, su única pieza de teatro, Hemingway precisa su pensamiento cuando le hace decir al héroe hablando de su amante: “No creas una palabra de lo que digo durante la noche. Es infernal como miento de noche.”

En Madrid sitiada – y el mundo de Hemingway siempre parece una fortaleza sitiada- el amor sólo es pasatiempo, una “comodidad” dice, una distracción tal vez exaltante que nos permite sospechar ese universo perfecto con el cual sueña, pero que siempre está subordinado a la violencia, pan cotidiano de los hombres. Sus heroínas son marimachos desequilibrados o la mayoría de las veces criaturas pasivas –“amebas” ha dicho uno de sus críticos- que sufren a su amante, pero lo dejan intacto. Renata, aunque parezca Catherine y María, es la única que triunfa. El coronel la deja para morir, pero antes se ha “purgado” –el término es de Hemingway- cerca de ella, de su violencia, de su exuberancia, de toda una vida de fracasos justificada solamente por este último amor.

Saturday, May 01, 2010

PHOTOHEMINGWAY 16

Las siluetas de plomo descargaron a la bestia con ayuda de poleas. En la balanza se registró con 915 libras. Alguien escribió el número con una tiza, sobre el lomo del animal. El pez, sujeto de la cola, se exhibió como lo que era, un trofeo único, algo envidiable para cualquier aficionado a la pesca de altura.

Jacinto y la tripulación de la Warner Brothers abandonaron el muelle después de las felicitaciones protocolares. Todos habían quedado agotados por la faena, el sol les había quemado la piel a destajo. Habían emprendido el camino que conducía al Fishing Club, deseosos de tomar cuanto antes una ducha bien fría, de aplicarse un ungüento para la piel lacerada, o de apostarse en la barra y ordenar un gin tonic o un whisky en las rocas. Toda la tripulación se había marchado, excepto Hemingway y Mary. Lástima, con aquel trofeo colgado de la aleta, sin alguien que lo reclame. ¿Qué pretende Jacinto?

-¡Benavente!, grito Hemingway al hombre de la cámara que trabajaba para el Fishing. Un momento – se colocó junto al lomo de casi mil libras y sonrió llenando los pulmones de aire -.

El de la cámara levantó su Leica.

-¡Dispara!, ordenó Hemingway.

Cuando bajaron el Merlín y lo extendieron en el muelle, los locales se tomaron unas fotos muy simpáticas. Mary y la tripulación rodearon al animal y sonreían mirando a la cámara.

Y Hemingway en el medio, acariciando su trofeo.

Moby Dick en Cabo Blanco- Segunda parte/Capítulo 5. Irma del Águila.