Friday, December 24, 2010

LOS OVNIS DE HILARY HEMINGWAY


Hilary Hemingway, sobrina de Ernest Hemingway, nunca llegó a conocer a su célebre tío. Como varios de sus parientes, tal vez apasionada por la letra impresa, Hilary decidió ser escritora, tarea nada fácil por llevar un apellido con demasiada carga. Sin embargo, la literatura de Hilary nada tiene que ver con fusiles, guerras, toros, pendencieros, rufianes, borrachos, pescadores, elefantes, mujeres fatales y suicidios. En verdad, los familiares del ilustre novelista fueron más prácticos y en lugar de comprometerse con una literatura de guerra se conformaron con una de batalla. Hilary está desde hace años buscando ovnis y no sería de extrañar que en su viaje se tope con el borrachín de su tío. Para que todo no sea una crítica, los invito a leer el artículo que sigue. Es posible que este narrador sea el equivocado.



Hilary Hemingway y su Dreamchild

por  Sean Casteel

El fenómeno ovni y los secuestros alienígenos parecen tener una capacidad infinita para sorprender y generar nuevas relaciones extrañas al “mundo real”. Por ejemplo, puede que los sorprenda saber que Hilary Hemingway, sobrina de Ernest Hemingway, a menudo considerado el más grande escritor del siglo 20, actualmente se gane la vida escribiendo novelas que hacen uso de la investigación sobre el secuestro y otras relaciones con los fenómenos OVNI.

“No estoy del lado de la familia que heredó el dinero de la finca de Hemingway”, dijo Hilary. ”Tengo que ganarme la vida. Y eso es bueno. Te mantiene escribiendo y trabajando duro”.

Hilary dijo que ella y su marido el coautor, Jeffry P. Lindsay, tienen que producir por lo menos uno o dos libros al año para tener una vida digna. El lanzamiento de su novela Dreamchild (Forge Books, 1998), que es la segunda parte de una trilogía de “la verdad encubierta como ficción”, novelas que tejen los últimos hallazgos de la investigación OVNI en una historia llena de suspenso, donde héroes y villanos luchan para hacerse con el control de, o al menos entender, el surgimiento acelerado de una presencia extraña que se remonta al incidente de Roswell en 1947.

Fue el padre de Hilary, Leicester Hemingway, el hermano menor, dieciocho años menos que Ernest, el primero que plantó la semilla en su mente, que más tarde se transformó en su gran pasión por el tema de los ovnis. Leicester fue uno de los primeros miembros de la Oficina de Investigaciones Especiales, un precursor de la CIA, y estuvo involucrado en el espionaje durante la guerra contra los alemanes en la década de 1940. Leicester mantuvo conexiones con el gobierno de oficiales de inteligencia de EE.UU. y le hizo carpetas de información secreta acerca de lo que más tarde Hilary se dio cuenta de lo que fue, posiblemente, el famoso incidente de Roswell.

“En cualquiera de Roswell u otra de las bases”, Hilary le dijo, “había partes de un disco que se estrelló, sobre el que estaban trabajando el equipo de ingenieros, tratando de averiguar cómo funcionaba”. Así que mi papá siempre decía: “Mira para arriba, al cielo. No siempre se pasa el tiempo mirando hacia abajo, porque nunca sabes lo que vas a ver”. “Él mismo había visto unas luces extrañas, a menudo al cruzar la Corriente del Golfo”.

Desde la infancia Hilary tenía interés en el tema ovni que continuó hasta bien entrada la edad adulta. Mantuvo una caja de recortes sobre ovnis que tenía la intención de mantenerla oculta incluso de su futuro esposo.

”Mi novio y yo fuimos a la casa donde crecí”, dijo, “y estábamos preparándonos para nuestra boda, cuando él descubrió la caja de recortes. Pensé, “¡Dios, no va a casarse conmigo ahora! Él va a pensar que soy una loca”. Pero para mi sorpresa él me dijo: “Sabes, yo también tengo una caja de recortes de cuando era un niño”.

La pareja ya habían escrito durante cuatro años varias notas. Cuando se dieron cuenta de su mutuo interés en el tema, surgió un guión llamado Dreamland, que luego llevaron a Hollywood y lo presentaron a quien quisiera escucharlo. La pareja tuvo la suerte de hablar delante de un público muy especial un día y así creció el interés.

”Probablemente el punto más alto de mi carrera en Hollywood”, dijo Hilary, “fue cuando estábamos trabajando con el actor, productor y director Joe Dante y Steven Spielberg, éste se detuvo y escuchó nuestro relato sobre Dreamland. Al final, me estrechó la mano y dijo: “Tienes una gran historia. Creo que Joe debe hacerla. Siempre es bueno conocer a otro creyente. Así que he usado para firmar mis libros “Siempre es bueno conocer a otro creyente." Pensé que era lindo”.

Hilary y Jeffry lograron firmar un acuerdo con Orion Pictures para hacer el guión de una película basada en su Dreamland, pero la compañía se declaró en quiebra poco después y el reparto de la película fue cancelado. Hilary dijo que ella interpretó la decepción como producto de Dios y que debía dejar la pantalla y dedicar su tiempo a escribir libros. Aproximadamente al mismo tiempo, Los Ángeles, comenzó a perder parte de su atractivo para Hilary, quien debía criar a su niña recién nacido.

“Teníamos los Siete Signos en Los Ángeles”, dijo. ”Tuvimos motines, inundaciones y terremotos. Tuvimos insecticidas que llenaban los cubos en todo el mundo para librarse de la mosca de la fruta. Acababa de nacer mi niña, y yo quería salir de la ciudad. Así que encontramos la oportunidad de mudarnos a la Florida y escribir novelas para ganarnos la vida, y parecía que la decisión fue la correcta”.

La historia narrada en Dreamland, que fue reescrita después como novela y se convirtió en la primera parte de la trilogía escrita por la pareja, se inició cuando se tropezaron con un tablón de anuncios de la computadora que era operada por Bob Lazar y Lear Juan, quienes estaban empezando a hablar en público sobre los acontecimientos que poco después se conocieron sobre el desierto de Nevada, en el mapa OVNI.

“Ellos estuvieron escribiendo sobre esta base alienígena en el Área 51 llamada Dreamland”, dijo Hilary. “Pensamos que esto era lunático real. ¿Quién iba a creer algo así?”

Sin embargo, Hilary y Jeffry descargaron toneladas de material en la base secreta, a pesar de su continua sospecha de que había más involucrados en esta locura que el gobierno real estaba encubriendo. Un par de años más tarde, durante la Guerra del Golfo de 1991, la Radio Pública Nacional anunció que estaban viendo a un grupo de combatientes Stealth que venían de la Base de Dreamland en el Área 51, cerca de Groom Lake, Nevada. Hilary se dio cuenta: “Oh, Dios mío, todo lo que estos chicos han estado diciendo es verdad”.

Hilary y Jeffry más tarde hicieron lo que ellos llaman su “Odisea OVNI”, un viaje de vacaciones que incluyó paradas en Gulf Breeze, Florida, y Roswell, Nuevo México, así como una visita a Rachel, Nevada, el pequeño pueblo situado en los bordes exteriores de Dreamland.

“Hemos encontrado el buzón negro que marca el lugar de la Zona 51”, dijo. “Sólo se detuvo nuestro coche y miramos alrededor”


La pareja pudo ver algo por las colinas, a la distancia, que se suponía era la legendaria Área 51. Se decidió ir por el único camino en el área, y seguir el camino de tierra hasta donde pudimos, hasta que llegó el signo infame que dice: “Fuerza Mortal no autorizado Más allá de este punto." Había cámaras de vídeo pequeñas detrás de la cerca de los árboles Joshua.

”Estamos en medio del desierto y no hay nadie alrededor. Me dije, adelante. Nos dirigimos de nuevo por el camino de tierra. Fuimos detenidos por el oficial de Lincoln del Departamento del Sheriff, quien nos dijo que era un área restringida”.

Hilary sostiene que la verdadera razón por la que se detuvo fue porque su presencia era no deseada, cerca de la instalación de clasificados. El Sheriff al parecer no quería que se conozcan las imágenes de vídeo.

“No nos metieron en la cárcel”, dijo. Un año más tarde, con sorpresa vi a “Larry King Live” haciendo un show a partir de ahí. Ahora están incluso las publicaciones de mapas de carreteras que lo muestran como una atracción turística.

“El primer libro fue sobre una mujer que quería tener un hijo con su esposo”, comenzó, “estaba embarazada y no estaba embarazada. Ella sufría de pesadillas y sentía que algo le había sucedido. Finalmente descubrió que el feto había sido tomado de ella. Al final del libro, se entera de que el feto se ha puesto de nuevo en ella por los extranjeros, pero ha sido modificado genéticamente. Nos quedamos con una especie de escenario donde todo el mundo inquieto de la familia ha sobrevivido a la terrible experiencia, pero ¿cómo ha cambiado el estado de este bebé? No lo sé”

“En el segundo libro el niño tiene cinco años”, continúa, “y aparentemente es muy diferente del resto de sus compañeros de escuela. Su necesidad es ser capaz de comunicarse. Lo hace con el tiempo y es el conducto entre la humanidad y los extraterrestres. ¿Tratar de entender lo que son extraterrestres y qué quieren? ¿Cuál es su agenda? Descubrimos que su necesidad es saber el tipo de la humanidad que se mueve a lo largo de toda la vida y como se han estado moviendo a lo largo de la humanidad.

La tercer etapa esta en conceptualización, se ocupará de la historia del niño a los quince años e incluirá la parte posterior de la ingeniería de una nave alienígena en Dreamland, el punto de partida de la historia.

Obviamente en la serie, hay muchos elementos familiares, los elementos que surgen de las décadas de la investigación OVNI realizados en el mundo no-ficción por todos, desde Budd Hopkins con Erik Van Daniken. Hilary dijo que ella y Jeffry son adelantados sobre el hecho pero tiene una deuda enorme para con algunos de los nombres conocidos.

Hilary solamente dio a conocer algunos casos específicos en los descubrimientos del investigador y autor de Budd Hopkins que se tradujeron en parcelas dispositivas de ciencia ficción de la trilogía.

Aparte de las piezas exóticas de la historia, “Dreamland” y “Dreamchild”, también se basan en una gran corriente de la ciencia. De hecho hay en la "ciencia dura" muchos descubrimientos que fueron hechos durante el proceso de escritura y que aparecen mágicamente sincronizados y tienen mucho que ver con el calentamiento global, y como Hilary comenzó a especular sobre la posibilidad de una abertura del agujero de ozono en América del Norte.

“Uno descubre que lo que está escribiendo está sucediendo actualmente”, dijo, “y entonces usted tiene que escribir de tal manera que todo sea tiempo pasado. Debido a que ya pasó el momento de la publicación del libro”.

Hilary dijo que sería posible ir capítulo por capítulo y describir tanto las cosas que son verdaderas o que ella cree que son verdad.

“Yo diría que el 99 por ciento de la ciencia es real”, dijo. “Yo también diría que el 99 por ciento de la información que digo en el extranjero no la creen. Aunque personalmente no puedo responder por ella como una investigadora, puedo decir que la gente que tomó la información de los investigadores es legítima. Por ejemplo, creo que hay una base de Dulce, en Nuevo México, donde el gobierno ha estado trabajando con los extranjeros. Creo que las mutilaciones de ganado más importantes que han estado ocurriendo en el área de Colorado tienen que ver con la presencia alienígena”.



























































Friday, December 10, 2010

LA CAPITAL DEL MUNDO



Hay en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura, imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde muy pequeño.


Se trataba de un muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente romántico.


Entre ocho y una docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.


También vivían en la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle San Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el alojamiento y la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes de que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor o más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la salida del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer a cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la pidieran cuando sabía que se trataba de un caso perdido.


Por entonces eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban mucho aquella temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos ganasen más que cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le otorgó como novedad; y el tercero era un cobarde.


En cierta época, hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito. Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.


El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.


El matador que en una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y serena inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y jamás logró conquistar el afecto del público.


De los picadores, uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo de los pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se detenía en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro era alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.


El banderillero era de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero hombre de negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para aquella temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de ella.


Aquella noche, todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán que bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado, por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en el precio del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del picador y, finalmente, a la de los dos curas.


Los tres camareros estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que asistir a una reunión de carácter anarco¬sindicalista, y Paco había aceptado reemplazarlo en sus tareas habituales.


Arriba, el matador enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café, y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.


-Ven, salvajilla.


-No -dijo la mujer.


-Por favor.


-Matador -dijo ella, cerrando la puerta-. Mi matador...


Dentro de la habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores de las primeras filas que sabían de qué se trataba.


-Y esto -estaba diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.


Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la serenidad.


Abajo, en el comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había ni mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias cuentas sin pagar en el Luarca.


Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:


-Hace diez días que estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere recibirme.


-¿Qué hay que hacer, entonces?


-Nada. ¿Qué puede hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.


-He estado aquí dos semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.


-Venimos de la tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.


-A la tierra abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.


-En Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.


-Si por lo menos atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa...


-No. Tiene que esperar hasta cansarse y desfallecer.


-Pues bien, ya veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.


En este momento, el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba con una sonrisa.


-Un torero -explicó uno de los curas al otro.


-¡Y qué torero! -dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.


Los curas salieron inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir que eran los últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la cocina.


En la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.


-Toma esto -dijo el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.


-¿Y por qué no? -y el joven tomó el vaso.


-¿Y tú, Paco?


-Gracias -dijo éste, y los tres se pusieron a beber.


-Bueno, yo me voy -dijo el mozo viejo.


-Buenas noches -le dijeron los jóvenes.


Salió y ellos se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los curas y, erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media verónica.


El muchacho que lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de desprecio.


-¿Qué tal es el toro? -preguntó.


-Muy bravo -dijo Paco-. Mira.


Y, deteniéndose, erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y graciosos.


-¿Y el toro? -preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y todavía no había terminado su vaso de vino.


-Tiene gasolina para rato -contestó el otro.


-Me das lástima -dijo Enrique.


--¿Por qué? ¿Está mal?


-Fíjate.


Enrique se quitó el delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.


-¿Qué te parece? -concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!


-¿Por qué?


-Por el miedo. El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.


-No -replicó Paco-. Yo no tendría miedo.


-¡Bah! Todos tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo. Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un muchacho del campo, te asustarías más que yo..


-No -dijo Paco.


En su imaginación lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con entusiasmo... No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.


-Yo no tendría miedo -repitió.


-¡Bah! -volvió a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?


-¿Cómo?


-Mira -explicó el lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.


-Préstame tu delantal. Lo haremos en el comedor.


-No -dijo Enrique, despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.


-Sí. No tengo miedo.


-Pero lo tendrás, cuando veas cómo se acercan las cuchillas...


-Ya veremos -concluyó Paco-. Dame el delantal.


Y Enrique empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.


Entretanto, las dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión, excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos obreros serios.


El picador canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.


Por su parte, el subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar de que hacia veinte años que había muerto. El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo, acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.


En el desierto comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas que ataban las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las afiladas cuchillas.


-Pesa mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.


Estaba sudando...


Frente a él, Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.


-Avanza en línea recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.


-¿Y cómo sabrás cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una media.


-Entendido. Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!


Con la cabeza gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:


-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo!


Paco cayó hacia adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco...


Por fin salió, y él se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.


-Ponte la servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico. Debes contener la hemorragia.


-Haría falta una ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.


-Yo atropellé en línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte el peligro...


-No te preocupes -la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.


En la arena, cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al sacerdote...


-Avisa a uno de los curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.


Pero Enrique ya estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente...»; se sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.


Mientras el médico del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía, que llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al matador que perdiera el coraje.


Y el joven Paco no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No había tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final, para completar un acto de contrición.


Tampoco tuvo tiempo para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una semana.
                                        ERNEST HEMINGWAY

Wednesday, December 01, 2010

PHOTOHEMINGWAY 18

La familia. Esa suerte de herencia recibida en un tiempo donde las decisiones son de los otros. Ese cofre escondido que de buenas a primeras uno debe sostenerlo en las manos y cuidarlo con el corazón abierto. La familia. Una tierra prometida o una isla desierta. Un candil encendido o una ciudad a oscuras. Un regalo en el árbol de navidad o una artesanía barata de feria comunitaria. La familia. Mi familia.

Acaso Hemingway supo de un lazo primario. No será mentira o ficción eso de las peleas, de los padres autoritarios. Ese Ernest que incansablemente tenía que demostrar su condición de ser independiente no era el necesitado de un abrazo fraternal. Y a lo largo de esa vida… los hermanos, los hijos, los sobrinos, los nietos. Esos tíos imponentes y esas tías gordas e inquisidoras. La familia. La deuda pendiente. La obra sin terminar. La novela sin publicar. La hora del suicidio. La última copa de un whisky amargo. La familia.