Literariamente se mataron. Los
disparos no dieron en el blanco pero las heridas quedaron y las cicatrices
muestran que hubo refriega. Dicen los que saben que este puterío los enaltece,
pero yo no estoy tan seguro de ello. Hemingway era un cabrón a quien lo hacía
feliz denigrar a sus colegas, salvo que estos le endulzaran los oídos con
palabras bonitas. Borges con su ironía, dejaba mal parado a quien se le
antojara transformando su voz en polémica. Nacieron el mismo año, uno en el
Imperio, el otro en el Fin del Mundo. Hemingway, un mujeriego indomable.
Borges, un enamoradizo melancólico. El norteamericano, un enfermo por los
placeres, el argentino, en eterno displacer. Nunca se cruzaron, salvo en las
páginas de algún suplemento literario. Hemingway cargó con el Nobel, Borges
nunca lo atrapó. El borracho de Norte se suicidó, el ciego de Sur jamás pensó
en ese desenlace.
Ahora que están en el otro mundo,
tal vez charlando amigablemente, este cronista que acaba de participar en el
Festival Azabache Negro y Blanco de Mar del Plata, con su exposición sobre el
cuento Los Asesinos, quiere
reconstruir un concepto que no es nada
inoportuno: la relación entre ese texto del norteamericano, con La espera, el cuento maravilloso de
Jorge Luis Borges. Nada raro ni novedoso porque ya otros tiraron la línea de
pesca y el pez picó sin carnada.
Ustedes recordarán que Borges consideraba a Hemingway un autor menor, “un periodista con destreza pero poca cabeza”, según sus palabras, y como era un amante de la obra de Faulkner, todo aquello que oliera a león en la selva o a mojito cubano, era una porquería. Recuerden que el autor de Fervor de Buenos Aires refiriéndose a su colega dijo: “Hemingway terminó matándose porque se dio cuenta de que no era un gran escritor. Esto lo salva, en parte”. Palabras envenenadas que el tiempo las estrujó y que lograron catapultar aún más la mística hemingwayana.
Ustedes recordarán que Borges consideraba a Hemingway un autor menor, “un periodista con destreza pero poca cabeza”, según sus palabras, y como era un amante de la obra de Faulkner, todo aquello que oliera a león en la selva o a mojito cubano, era una porquería. Recuerden que el autor de Fervor de Buenos Aires refiriéndose a su colega dijo: “Hemingway terminó matándose porque se dio cuenta de que no era un gran escritor. Esto lo salva, en parte”. Palabras envenenadas que el tiempo las estrujó y que lograron catapultar aún más la mística hemingwayana.
Vayamos a los cuentos.
Hemingway escribió su relato en 1926 con
el nombre de The Matadors, basándose en la vida de un boxeador de
Chicago que había vendido su pelea a un par de mafiosos que manejaban las
apuestas clandestinas. El resultado de los otros malhechores que participaban
del juego, fue darle un escarmiento y lo mataron sin piedad. Cuando la revista Scribner´s lo publica, recién pasó a
llamarse Los asesinos y al año
siguiente el autor lo incluye en su libro Hombres
sin mujeres.
El cuento es un concreto segmento de vida con la filosofía del relato corto. La violencia tratada por su autor adquiere todo un inequívoco signo de su tiempo, cuando la Ley Seca dominaba el escenario y muerte no tenia precio. Hemingway sabía de la crónica policial más que cualquiera de sus contemporáneos, su andamiaje literario venía demostrado con el ejercicio físico y mental desarrollado en el Kansas City Star, donde partía las teclas de su máquina de escribir después de haber pasado por el Hospital Central, la Estación del Ferrocarril y el Departamento de Policía, donde se nutría del morbo periodístico. Queda claro entonces su gimnasia y la mirada crítica sobre ciertos ambientes del bajo mundo ciudadano.
El cuento es un concreto segmento de vida con la filosofía del relato corto. La violencia tratada por su autor adquiere todo un inequívoco signo de su tiempo, cuando la Ley Seca dominaba el escenario y muerte no tenia precio. Hemingway sabía de la crónica policial más que cualquiera de sus contemporáneos, su andamiaje literario venía demostrado con el ejercicio físico y mental desarrollado en el Kansas City Star, donde partía las teclas de su máquina de escribir después de haber pasado por el Hospital Central, la Estación del Ferrocarril y el Departamento de Policía, donde se nutría del morbo periodístico. Queda claro entonces su gimnasia y la mirada crítica sobre ciertos ambientes del bajo mundo ciudadano.
Los asesinos es una historia que busca detenerse, uno como lector
espera más, necesita saber si en verdad ese boxeador partido en su soledad
quiere aguardar a la muerte o bien desafiarla y en ese fatalismo asoma el rigor
del silencio y la riqueza de los diálogos.
Borges publica La Espera en el suplemento del diario La Nación en 1950 y dos años después
incluye el cuento en su libro El Aleph.
No se puede decir que este relato sea una respuesta a Los Asesinos. Sin embargo ese clima pesado, de angustia, de
claudicación, de desasosiego, está muy cerca de la obra de Hemingway. En este
caso Alejandro Villari sólo quiere
perdurar, no concluir y eso demuestra su alejamiento, su distancia.
El protagonista es un ser oscuro,
medroso, nada sociable. No le llega jamás
una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las
secciones del diario. La trama acude al sueño, al mundo velado de la
imaginación y la realidad, a ese terreno donde Borges circula en su laberinto.
Villari espera y en su letargo imagina y proyecta su final. No sabemos qué
culpa debe pagar, cuál fue su acto
inapropiado, a quién no le rindió cuenta de los hechos, pero queda precisado
que en
esa magia estaba cuando lo borró la descarga. Así termina la historia, en
medio de las dudas y el desaliento.
Ernest Borges y Jorge Luis
Hemingway tienen la irremediable certeza de que el tiempo es el relato mágico
donde aún hoy la distancia no tiene medida y la muerte no logra instalarse.