Decir Pamplona es hablar de Hemingway. Acaso Ernest inventó las corridas y los españoles no lo sabían. Tal vez él no se dio cuenta que la fiesta comenzaba cuando llegaba a la ciudad de los Sanfermines y nadie pensaba que eso era una locura.
Mariano Barragán, otra vez nos trae una crónica que la podemos leer en castellano, gracias a su voluntad. Los dejo con el relato.
José María Gatti
LAS CORRIDAS DE JULIO EN PAMPLONA
Del Toronto Star Weekly, 27 de octubre de 1923
En Pamplona, ciudad asoleada de blancos muros, situada en las estribaciones de los Pirineos, se celebran todos los años durante la primera quincena de julio, las corridas de toros más importantes.
Allí concurren los aficionados a los toros de toda España. Los hoteles duplican sus precios y es difícil encontrar alojamiento. Los cafés tienen llenas de gente las mesas, puestas bajo los amplios portales que rodean la plaza de la Constitución, y en cada una de ellas se ven el típico sombrero cordobés, la oscura boina navarra y vasca y el sombrero de paja madrileño.
Jóvenes morenas de ojos negros, verdaderamente atractivas, lucen con gracia mantones y mantillas de encaje negro sobre sus hombros y se pasean con su acompañante por el angosto y siempre concurrido pasillo que forman las mesas que están bajo los portales y en la iluminada plaza. La gente baila durante las veinticuatro horas del día en las calles. Grupos de campesinos con camisa azul bailan detrás del tamboril, chistu, que es una especie de flauta, y toda suerte de instrumentos de viento que interpretan el riau riau, antiguo baile vasco. Y por la noche la gente baila al compás de la música de bandas militares en el amplio cuadrado que forma la plaza.
Llegamos de noche a Pamplona. Sus calles eran un hormiguero de parejas bailando. La música estallaba en todas partes. Fuegos artificiales se disparaban desde la plaza. Ningún carnaval de todos lo que he visto puede compararse con estas fiestas. Un cohete estalló sobre la plaza; su explosión produjo un gran resplandor, y su cola cayó silbando y dando vueltas. Las parejas de baile castañeteaban con sus dedos, hacían perfectas mudanzas con los pies y movían el cuerpo y los brazos al compás de la música. Algunas chocaban contra nosotros mientras esperábamos alcanzar nuestras maletas que estaban en la cubierta del autobús que nos llevó de la estación al hotel. Por fin no los entregaron y entramos en dicho establecimiento.
Con dos semanas de antelación habíamos pedido por telégrafo y por carta que nos reservasen dos habitaciones. Pero nos encontramos con que no las habían reservado. Nos ofrecieron un angosto cuarto con una cama que daba al patio de la cocina; teníamos que pagar siete dólares diarios por persona. Hubo la correspondiente discusión con la dueña, que, de pie ante el escritorio, apoyando las manos en sus caderas y sereno su aplanado rostro moreno, nos dijo en un lenguaje con más palabras vascas que francesas, que tenía que ganar dinero para todo el resto del año en aquellos diez días; que no le faltaba huéspedes y que pagarían lo que ella les pidiese. Nos ofreció una habitación mejor por diez dólares diarios por persona. Respondimos que era preferible dormir en una pocilga. Dijo que lo dudaba. Insistimos en que ello era preferible a hospedarse en su hotel. Los ánimos se calmaron, La dueña estuvo meditando un rato, y nosotros nos mantuvimos firmes. Hadley estaba sentada sobre el equipaje.
-Bueno, les buscaré habitación en una casa particular, y pueden comer aquí si lo desean.
-¿Qué nos costará?
-Cinco dólares.
Selección y traducción Mariano Barragán.