Carol
White es una empresaria exitosa. Su familia maneja uno de los casinos
más importantes de Panamá. Es Doctora en Economía y Master en
Harvard University. Tiene 64 años. La conocí en el desayunador del
hotel, estaba lista para iniciar su rutina aeróbica y yo para
estirarme en un camastro a leer uno de los cinco libros que había
llevado. La volví a ver al mediodía camino a la piscina, luciendo
una malla enteriza color salmón. Rutilante, hermosa, seductora. Uno
que viene de batallas perdidas y guerras interminables sabe que para
lograr su objetivo debe actuar con cautela. El tiempo es fundamental
al igual que la paciencia. No soy un Gatti de noche, me levanto al
amanecer para escribir mis 60 líneas diarias y detenerme aunque la
musa inspiradora siga dando vueltas. Es raro que me sume a bailes y
congas. Soy patéticamente aburrido. No me gusta el casino, sufro
cuando veo a esos enfermos que dilapidan sus ahorros y aparentan
disimular. Carol es todo lo contrario, ama las mesas de ruleta,
trasnocha a gusto, bebe con placer y baila siempre que puede. Al
menos, desde la lógica, no somos empáticos. Sin embargo cuando
observe que Carol llevaba bajo su brazo derecho la biografía de
Hemingway escrita por Mary V. Dearborn, cargué resuelto mi accionar
de zorro viejo.
Como buen hemingwayano tengo mis reservas sobre el
texto porque no agrega mucho más a lo ya dicho y tira de la cuerda
con la ya gastada idea de homosexualidad del escritor. Para el lector
novato todo puede resultarle cierto, y seguramente lo es, pero qué
cambia la literatura de un escritor si es borracho, homosexual o
drogradicto. El lector se tiene que comer 750 páginas para confirmar
la inseguridad de Hemingway sobre su vida sexual. Dearborn dice que
Ernest no es un homosexual reprimido sino una persona de género
ambiguo. “Eso fue parte de lo que lo destruyó al final de su
vida”, expresa la autora. Tal afirmación es torpe porque su
delirio final fue su imposibilidad para seguir escribiendo y el
desarraigo que le produjo salir de Cuba; ya para entonces el sexo era
una anécdota. Con esto no desacredito la obra, es una vuelta de
tuerca sobre este personaje tan rico en situaciones difíciles y
escenarios complejos; tampoco pretendo ser el dueño de la verdad,
pero aquello de que su madre lo vestía de mujer siendo un infante
porque soñaba con la idea de hijos mellizos, la sorpresa de Ernest
cuando vio que su madre acariciaba a una alumna en la clase de canto,
la historia con Scott Fitzgerald y el “pene corto” y las
fantasías sexuales de Hemingway con el corte de pelo corto en sus
parejas, son parte de las apostillas que armaron un relato ejemplar y
que Ernest se encargó en demostrar a cada paso con su personalidad
pública. Fue auténtico, sin vueltas, quería una gran vida, quería
ser el mejor, quería cagarse en todo y lo logró.
Me
fui de tema, me acerco a Carol y le pregunto que
le parece la obra...¿éste
tipo es un puto reprimido?...cuestiona,
clavando su mirada inquisidora. Le puedo preguntar si leyó alguna
obra de Hemingway, apunto. Responde: Este libro lo compré en el
aeropuerto antes de venir aquí porque mi padre siempre me hablaba de
Hemingway. Le recomiendo “El jardín del Eden” que la va a ayudar
para conocerlo más, agrego. Me sonrie y creo que es el principio de
una buena relación. Antes que despierte le explico que es un libro
erótico cargado de ambigüedad sexual donde Ernest golpea sobre su
fascinación por la androginia y la homosexualidad, y remato: Si
Hemingway hubiera publicado esta novela cuando la concibió, en 1946,
no solo se hubiera tenido que enfrentar a la censura, sino a la
destrucción de su propio mito.
Tomamos
un trago, me dice. Perfecto,respondo.
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