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Thursday, October 23, 2008

DE VUELTA AL ENGAÑO
¿Se acuerdan que tiempo atrás les hablé del escritor norteamericano Joe Haldeman? Bueno, finalmente logré conseguir la traducción al castellano de su novela El engaño Hemingway. Leí el texto. La ciencia-ficción no me enamora pero reconozco que la obra tiene dinamismo.¿ El juicio sueña liviano, de poco compromiso?. No, por el contrario. Me parece que este libro debe ser aconsejado a quienes conocen la vida de Ernest. No voy a cometer la torpeza de subirlo pero, al menos, los tentaré con un capítulo. Si hay consenso tal vez recurra a otro. Por ahora sólo un adelanto.

Capítulo 28
MUERTE EN LA TARDE / "EL ENGAÑO HEMINGWAY" Joe Haldeman


John despertó al mediodía tras un contenedor de basura en un callejón. El olor a basura podrida era nauseabundo. En cualquier caso, no se sentía bien; como si hubiera bebido demasiado y se hubiera desmayado tras un contenedor, que era exactamente lo que había ocurrido en ese universo. Se levantó lentamente en medio de un silencioso coro de crujidos y chasquidos, se limpió, y se alejó tambaleándose del maléfico olor. Tambaleándose, pero no cojeando: en ese presente volvía a tener los dos pies. Había un punto insensible del tamaño de una mano en la parte superior de su pierna izquierda, donde una bala de metralleta del calibre 51 no acertó a sus genitales por un par de centímetros, aunque puso fin a su carrera de soldado.
Y empezó la de escritor. Salió a la acera y se detuvo en seco. Éste era el primer universo donde no era profesor de universidad. Enseñaba ocasionalmente (a veces escritura creativa; a veces Hemingway), pero ahora era tan sólo una afición, y una tentativa para conseguir ser respetable. Se frotó la barba entrecana, que cubría la cicatriz de bala en su barbilla. Se pasó la lengua por los dientes de metal que el ejército le había colocado hacía treinta años. ¡Caramba! Tal vez sea cierto que esto empeora cada vez. ¿Qué era peor, perder un pie o que te rociaran el miembro de metralla, no sentir con los nervios cortados, más balas en la pierna, la cara y el brazo? Si supieras que había una Pansy en tu futuro, probablemente cambiarías un pie por todo tu miembro. Aunque ella había hecho maravillas con lo que quedaba, pensó.Recordando furiosamente, sin ver por dónde iba, dejó que sus pies le guiaran de vuelta al garito donde el Hemingway le había enseñado a tragarse un piano. Atravesó la puerta y el impacto del aire acondicionado le trajo de vuelta al presente. Perfume. Ropa interior de encaje. Un vendedor marica se bamboleó hacia él, consiguiendo parecer preocupado y decidido al mismo tiempo. Tenía la nariz taladrada, decorada con un diamantito.
—Señorrrr —dijo con una voz sorprendentemente grave—. ¿Puedo ayudarla?
Pantis sin entrepierna. Ayudas maritales. El bar se había convertido en un lugar llamado French Connection.
—Creo que me he equivocado. Lo siento.
Se dispuso a marcharse.El empleado sonrió.—No sea tímido. Todo el mundo necesita algo aquí.
El calor, en su densa familiaridad, fue casi agradable. John se detuvo en una tienda para comprar seis botellas de cerveza y regresó a casa. Un universo interesante; mucho más divergente que el anterior. Reagan, de algún modo, había sobrevivido al asesinato de Hinckley y disfrutó de un segundo mandato. Bush fue elegido, en vez de sucederle en la presidencia, y el país no había entrado en guerra con Nicaragua. El escándalo Irán-Contra coleaba en el fondo.Los Estados Unidos cooperaban con la Unión Soviética en un vuelo a Marte. No había De Sotos. ¿Podría haber una conexión?Y en ese universo había conocido de verdad a Ernest Hemingway.La Habana, 1952. John tenía ocho años. Su padre, doctor en ese universo, tomó unas vacaciones y llevó a su familia a pasar una semana en el trópico, lejos del invierno de Nueva Inglaterra. John pilló una buena insolación el primer día, por jugar en la playa mientras sus padres probaban suerte en los casinos. Al día siguiente le obligaron a quedarse dentro, lo que significaba acompañar a sus padres y mirar cosas que no fascinaban a los niños de ocho años.Fueron a almorzar a La Florida, por si conocían casualmente al famoso Ernest Hemingway, quien al parecer frecuentaba el lugar cuando estaba en La Habana.Para John resultó ser un lugar grande y cavernoso, lleno de olores a adultos. Humo de puros, ron, cerveza, orina rancia. Pero Hemingway estaba allí, al fondo de la oscura barra de madera, riéndose a mandíbula batiente en una mesa llena de cubanos. En realidad, eran vascos, jugadores de pelota, aunque eso no significó ninguna diferencia para John ni para sus padres.John era vagamente consciente de que su madre parecía una actriz de cine, pero no podría haber supuesto que eso cambiaría su vida. Hemingway la vio, se levantó y se quedó de pronto en silencio, con la boca abierta. Entonces se echó a reír y agitó un brazo enorme.—Ven aquí, hija.Los tres se acercaron tímidamente a la mesa. John fue plenamente consciente de la cuidadosa inspección que su madre recibía de los silenciosos cubanos.
—Echa un vistazo, Mary —dijo Hemingway a la pequeña mujer rubia que hacía punto en la mesa—.
La Kraut.La mujer asintió, sonriendo, y reconoció que la madre de John se parecía a Marlene Dietrich diez años antes. Hemingway los invitó a sentarse y a tomar una copa, y ellos aceptaron con aire de genuino asombro. Estrechó gravemente la mano de John, y le habló como a un adulto. Entonces gritó en español al camarero, y en un par de minutos sus padres estaban bebiendo grandes daiquiris y él una Coca-Cola con un trocito de lima, tropical y crecida. El camarero también trajo una bandeja de gambas cocidas. Hemingway incluso se comió las cabezas y las colas, haciendo mucho ruido, cosa que a John le pareció mucho más impresionante que ningún premio Nobel. Hemingway podría haber estado de acuerdo, ya que aún no había recibido ninguno, y Faulkner sí.Durante más de una hora, dos Coca-Colas, John vio a sus padres hipnotizados por el aura del famoso encanto de Hemingway. Los entretuvo con chistes e historias y preguntas (durante el resto de su vida, el padre de John relataría lo mucho que le impresionó la sofisticación de las preguntas de Hemingway sobre medicina cardíaca), pero quedó claro incluso para un niño que estaban asombrados, electrizados por la presencia del hombre.
Esa noche, más tarde, el padre de John le preguntó qué pensaba del señor Hemingway. Cuarenta y cuatro años más tarde, naturalmente, John recordaba su respuesta exacta.
—Se lo pasa bien todo el tiempo. Nunca he visto a un adulto que juegue tanto.Interesante.
Esa reunión era el punto donde empezaba su memoria eidética. Podía recordar un par de días anteriores bastante bien, porque estaban cerca de la superficie. En otros universos, podía recordar hasta antes de la escuela primaria. Eso le produjo una sensación extraña. Todos los universos eran diferentes, pero ése era el primero en que la diferencia estaba tan íntimamente conectada con Hemingway.
Era grueso en ese universo, gordo y con músculos cansados, como Hemingway a su edad, tal vez, y sentía una curiosa ansiedad que de repente advirtió era una auténtica necesidad de beber. No sólo deseo, no sólo sed. Si no tomaba una copa, sucedería algo muy malo. Sabía que era irracional, pero saberlo no servía de nada.
John subió cuidadosamente las escaleras hasta su apartamento, saltándose el quinto peldaño, también podrido en ese universo. Metió la cerveza en el frigorífico y sacó del congelador una botella de vodka helado (eso era distinto), se sirvió una ración doble y la bebió de un trago, como si fuera una medicina.Eso espolearía la resaca. Abrió una cerveza y se la llevó a la sala de estar, reflexivo,mientras a través de su cuerpo irradiaba el brillo alcohólico. Se sentó ante la máquina de escribir y cogió su pistola de aire comprimido, un cómodo modelo belga. La amartilló y cogiéndola con práctica con ambas manos apuntó a un blanco de papel situado al otro lado de la habitación. La bala se clavó a menos de un centímetro por debajo. Por toda la habitación, las paredes estaban picoteadas por haber disparado a las cucarachas y, una vez, a un escorpión. Muy estilo Hemingway, pensó; de hecho, la mayoría de las formas en que era distinto a encarnaciones anteriores de sí mismo iban en dirección hacia el estilo de Hemingway.
Metió un papel en la máquina de escribir e hizo una lista:EH & yo: ambos padres médicos ambos obligados a lecciones de música en el instituto escribimos material poco prometedor. Nuestras heridas de guerra fueron evidentemente similares en gravedad y localización. Tal vez la de mi entrepierna fue peor; el médico del ejército dijo que en Corea (y presumiblemente en la I Guerra Mundial), sin la ayuda de los helicópteros, yo habría muerto en el campo de batalla. (Al haber sido herido también en la rodilla y el pie, que la historia de H de haber cargado a hombros al tipo herido es improbable. Pasó más de un mes antes de que yo pudiera hacer fuerza con la rodilla.) Él mencionó heridas genitales, posiblemente similares a las mías, en una carta a Bernard Baruch, pero no hay nada en el informe de la Cruz Roja al respecto. Pero en ambos casos, ser herido y sobrevivir fue la experiencia central de nuestra juventud. Tocar la muerte.Cada uno escribimos el primer borrador de nuestra primera novela en seis semanas (pero la suya era mejor y más ambiciosa). Ambos tuvimos un inusitado éxito de crítica desde el principio. Ambos fuimos tímidos de jóvenes y gregarios de adultos. Siempre amamos la pesca y las armas y pasear por el campo; me encantaron las corridas de toros desde que vi la primera, pero puede que estuviera influido por los libros deH.España en general ,tener mejores mujeres de las que merecemos, beber demasiado,hipocondría, tendencia a los accidentes,tendencia hacia lo morboso.Una diferencia. Yo nunca me meteré una pistola en la boca y apretaré el gatillo. Lo deja todo demasiado revuelto. Alzó la cabeza ante el sonido del bastón golpeando. El Hemingway tenía el aspecto del viejo sabio de Karsh, pero era casi transparente a la luz que entraba por la puerta abierta.
—¿Qué tengo que hacer para conseguir tu atención? —preguntó—.
¿Provocarte otro cáncer?—Eso fue muy desagradable.
—Tal vez ésta será la última.
—Se sentó en el brazo del sofá e hizo girar el bastón dos veces—.
Hoy es un gran día. ¿Vamos a París?
—¿Qué quieres decir?—
Hoy sucede algo grande. En todos los universos donde estás vivo, este día brilla de importancia. Supongo que significa que has decidido venir conmigo. Dejas de escribir a cambio de la verdad acerca de los manuscritos.De hecho, él estaba pensando justo eso. La vida era ya lo bastante confusa, dividido entre su amor erótico por Pansy y el sentimiento más doméstico, pero aún profundo, hacia Lena... Escribir el pastiche era divertido, pero tenía cosas más importantes que hacer. Además, había llegado a desconfiar por completo de Castle, incluso antes de que Pansy le hablara de la trampa. Sería divertido decepcionarlo.
—Tienes razón. Vamos.
—Primero destruye la novela. —
En ese universo, había completado setenta páginas de Allá en Michigan.
—Claro.John cogió el fajo de papeles y lo arrojó a la pequeña chimenea. Lo prendió por varios sitios con una larga cerilla para barbacoas, y vio cómo un mes de trabajo se convertía en humo. De todas formas, era sólo un gesto simbólico; podría reescribirla entera de memoria si quería.
—¿Y ahora qué hago? ¿Golpeo los talones tres veces y digo «No hay nada como la Gare de Lyon»?
—Sólo acércate.John dio tres pasos hacia el Hemingway y de repente cayó de lado...Sabía lo que era morir; esto era peor. Fue despedazado y esparcido a través de espacio y tiempo, estando en ningún sitio y en todas partes, en todos los tiempos, un vacío que gritaba eternamente.
La grava crujió bajo sus pies y el humo del carbón en el aire era asfixiante. Hacía frío. Los grises cielos de París brillaban a través de las largas claraboyas, a través de la complicada geometría de las negras vigas de acero que sostenían el alto techo. La multitud hablaba en francés. Una mujer atravesó a John por detrás. Él se palpó con ambas manos y se sintió real.
—No pueden vernos —dijo el Hemingway—.
No a menos que yo lo quiera.
—Eso ha sido horrible.—
Esperaba que lo odiaras. Ahora ya sabes cómo paso la mayor parte de mi cronoespacio. Vamos.Dejaron atrás a los vendedores que ofrecían cucuruchos de castañas asadas, botellas de vino, puestos de baguettes y quesos. Había extrañas resonancias, ya que John recordaba las diversas ocasiones en que había estado allí al cabo de más de medio siglo. No había cambiado mucho.
—Allí está ella —señaló el Hemingway. Hadley parecía demacrada, cansada, mareada. Se tambaleaba mientras intentaba mantener el ritmo del mozo que cargaba con sus dos bolsas. John recordó que acababa de recuperarse de un mal caso de gripe. Probablemente estaría todavía en casa, en cama, si Hemingway no le hubiera enviado el telegrama instándola a ir a Lausana porque se esquiaba muy bien en Chamby.
—¿Hay universos donde Hadley no pierde los manuscritos?—
Bastantes. En algunos de ellos Hemingway no vende «Mi viejo» el año que viene, ni nunca, y tira todos los relatos él mismo. Renuncia a la ficción y se convierte en redactor del Toronto Star. Hasta la Guerra Civil Española; entonces se une al Batallón Abraham Lincoln, a veces Brigada, y muere conduciendo una ambulancia. Su único efecto en la literatura americana es un párrafo en La autobiografía de Alice B. Toklas.
—¿Pero en algunos los relatos son publicados?—
Claro, incluida la novela, que a menudo se llama Con la juventud. Allí. Hadley subía los escalones del vagón de pasajeros. Hubo un microsegundo de agonizante vacío, y se materializaron en un pasillo delante del compartimiento de ella. Hadley y el mozo pasaron a través de ambos.
—Mera—dijo ella, y le tendió al hombre unas pocas monedas. Él hizo una mueca a su espalda.—¿Con la juventud? —preguntó John.
Era el mismo título que él había empleado.—Es un libro bastante bueno, una especie de preludio de Adiós a las armas, pero le va mucho mejor en universos donde no se publica. Fiesta llama más la atención entonces. Hadley guardó la maleta y la bolsa de viaje bajo el asiento. Entonces frunció el ceño, comprobó la hora en su reloj de pulsera y dejó el compartimiento, cerrando la puerta tras ella. Se volvió a comprobar que el equipaje no era visible desde el pasillo.
—Interesante —dijo el Hemingway—.
Así que no la dejó a la vista, pidiendo que la robaran.
—Qué extraño —dijo John—.
Esa novela, Con la juventud. ¿Trataba de la Primera Guerra Mundial?
—Las trincheras en Italia —contestó el Hemingway—.
¿Qué tiene eso de importancia? Un joven salió de las sombras del vestíbulo, mirando en la dirección que había seguido Hadley. Entonces se dio la vuelta y encaró a los dos viajeros del futuro.Era Ernest Hemingway. Sonrió.
—Cierra la boca, John. Pillarás moscas.
Abrió la puerta del compartimiento, recogió la bolsa de viaje y la llevó al vagón de al lado.John se recuperó lo suficiente para perseguirlo. Había desaparecido.El Hemingway le siguió, trasladándose instantáneamente.
—¿Qué es esto? —dijo John—. Pensé que no podías estar en dos cronoespacios a la vez.
—No era yo.—Pues seguro que no era el verdadero Hemingway. Está en Lausana con Lincoln Steffens.
—Tal vez lo sea y tal vez no.—¡Sabía mi nombre!
—Así es. —
El Hemingway se hizo más débil mientras John lo miraba.
—¿Era otro de vosotros? ¿Otro agente?
—No. No es posible.
—El Hemingway miró a John—. ¿Qué te ocurre?
—Sus rasgos adquirieron una expresión de incredulidad—.
Oh, no. Fuiste tú.
—¿Que fui yo?
—Ahora mismo.
—Hizo un gesto hacia el otro vagón—.
La bolsa, los manuscritos. ¡Por supuesto!John se echó a reír.
—Claro. Llámame Papá. Soy clavadito al tipo.El Hemingway era un fantasma que se desvanecía. El bastón apareció en su mano, y apuñaló a John una y otra vez, pero sin ningún efecto.
—Ya no funciona —dijo John.Hadley irrumpió en el vagón y los atravesó corriendo, mientras llamaba en francés al revisor. Llevaba una botella de agua Evian.
—Bueno —dijo John—, eso es lo que...El Hemingway había desaparecido. John apenas tuvo tiempo de pensar ¿Atrapado en 1922? cuando el vagón y la Gare de Lyon se disolvieron en una cascada de chispas negras y no fue más fácil esa segunda vez, extenderse imposiblemente delgado a través de todos aquellos años-luz y milenios, preguntándose si iba a durar eternamente esta vez, advirtiendo que así era de algún modo, y soldándose con un chasquido imposiblemente doloroso.
Miró la lista en la máquina de escribir. Extendió la mano hacia la Heineken. Todavía estaba fría. La soltó.—Dios —susurró—. Espero que se haya acabado.La situación demandaba una mayor graduación alcohólica. Fue al frigorífico y sacó el vodka. Bebió el helado mejunje directamente de la botella, y casi la dejó caer cuando por el rabillo del ojo vio la bolsa de viaje. Dejó la botella abierta en la encimera y caminó como un sonámbulo hasta la mesa del comedor. Era la misma bolsa, levemente ajada, con las siglas EHR, Elizabeth Hadley Richardson, grabadas. La abrió y dentro había un grueso fajo de sobres de papel manila. Cogió el de arriba y lo llevó a su silla junto con la botella de vodka. Le temblaban las manos. Abrió el sobre y contempló la letra familiar.ERNEST M. HEMINGWAY UN OJO POR EL MÍO Fever se levantó . A la luz de la luna pudo ver la sangre manando de sus manos . Tenía los pantalones rotos por las rodillas y sabia que también habría sangre . Vio las luces del último vagón desaparecer entre los árboles donde la vía se curvaba . Aquel asqueroso guardafrenos . Se las pagaría algún día. Fever el extremo de un travesano y se sentó a quitar piedrecitas de sus manos y rodillas . Le vendría bien un poco de agua . El guardafrenos tenía su cantimplora .Pudo oler una hoguera . Se preguntó si sería inteligentemano acercarse . Conocía a los lobos , los humanos que vivían cerca de las vías y las cosas repugnantes que les gustaban . No les tenía miedo pero no quería problemas .No tienes que buscar problemas , le diría su padre . Los problemas te encontrarán a ti . Pero su padre no le había hablado de los lobos .Hubo un ruido en los matorrales . Fever se levantó y cerró suen torno al mango de cuerno de la navaja Buck llevaba en el bolsillo .La puerta de tela metálica se abrió con un crujido, y él levantó la cabeza y vio entrar a Pansy con una expresión extraña en el rostro. Lena la siguió, con aspecto aún más extraño. Tenía el ojo izquierdo hinchado y cerrado y la mayor parte de su rostro estaba magullado, azul y marrón. Llevaba un vendaje sobre un corte en la frente. John se levantó, temblando por la súbita confrontación de emociones.-¿Qué...?—Castle —dijo Pansy—. Se ha desmandado.
—Llamaré a la policía.—
Ya hemos estado allí —dijo Lena, con la voz distorsionada—.
Se acabó.—Por supuesto.
No podemos trabajar con...
—No, quiero decir que es un criminal. Lo buscan en Mississippi por homicidio. Fueron a arrestarlo para extraditarlo. Así que se acabó el engaño Hemingway.
—¿Qué Hemingway? —preguntó Pansy—.
¿Engaño?
—Ya te lo contaremos —dijo Lena, y señaló la botella—.
Un poco temprano, ¿no crees? Al menos podrías traernos un par de vasos. John se levantó, obviamente aturdido. Miró a Lena, luego a Pansy, luego a Lena otra vez. Ella puso los ojos en blanco.
—Sé que tú sabes que ella sabe que él sabe. Lo que sea. Lamento todo el lío. Te amo. Creo que ella también. ¿Vale? ¿Un par de vasos?John entró en la cocina, casi flotando por los efectos del vodka y la ansiosa confusión.
—¿Con qué lo queréis?Pansy dijo que con zumo de naranja, y Lena con hielo. Entonces Lena gritó.John se dio la vuelta y allí estaba Castle en la puerta, sonriendo. Tenía un revolver en la mano derecha y la escopeta de cañones recortados en la izquierda.
—Conos. Jodidos conos —dijo—. ¡
Acudisteis a la puñetera policía! Había un cuchillo de carnicero en el cajón junto al frigorífico, pero John no creía que Castle fuera a quedarse impasible y permitirle cogerlo. Ninguna otra cosa podría servir como arma, excepto la pistola de aire. Castle sabría que no podía hacer mucho daño.Miró a John.
—Los tres vais a ser mis rehenes. Vamos a salir de aquí y los despistaremos en los Everglades. Pero saben cuál es mi furgoneta.—
Nosotros no tenemos coche—dijo John.
—¡Eso ya lo sé, gilipollas! Hay un Hertz en la Uno. Ve y alquila un coche. Y no intentes hacerte el listo. Si huelo a un policía, volaré a estos dos conos. Se volvió hacia las mujeres e hizo una mueca maligna, hablando con dureza entre dientes.
—Como hice con esos dos que enviaron, el hispano y el negro. Hablaron de volver con una orden para buscar la escopeta y yo me porté con toda la amabilidad posible, les dije «diablos, vamos, entren, no necesitan ninguna orden, no tengo nada que ocultar», y cuandoentraron cogí la pistola del negro, le volé los sesos al hispano y le disparé al negro en las pelotas. Tendríais que haberlo oído. Vaya negro. Hicieron falta otras cuatro balas más para hacerlo callar.Me pregunto si eso significa que la pistola está vacía, pensó John. Era una anticuada Magnum 357 Smith & Wesson de seis tiros, pero desde ese ángulo no podía ver si había sido recargada. Tenía en la mano el zumo de naranja de Pansy. Podría intentar cegar a Castle con el zumo de naranja. Dio un paso hacia él.
— Qué clase de coche quieres?
—Sólo un coche, maldita sea. Lo bastante grande.
—Una sirena ululó a una manzana de distancia. Castle puso mala cara—.
Zorra. Les dijiste dónde estarías.
—No —suplicó Lena—.
No les dijimos nada.—
No hagas ninguna estupidez —dijo John.Otras dos sirenas, más cerca.
—¡Yo os enseñaré estupidez!
—Alzó la pistola hacia Lena. John le tiró el zumo de naranja a la cara.No fue realmente como en cámara lenta. Fue simplemente que John no se perdió ningún detalle. Castle rugió y se dio la vuelta y en los cilindros de la recámara John vio cinco balas con envoltura de cobre. Intentó coger la pistola y el primer tiro le destrozó la mano, volándole dos dedos, y golpeó el lado derecho de su pecho. La explosión fue ensordecedora y el impacto de la bala fue como ser golpeado simultáneamente en la mano y el pecho con bates de béisbol. Se tambaleó, todavía de pie, y tosió sangre en la cara de Castle, quien disparó otra vez. La segunda bala lo martilleó en el otro lado del pecho, haciendo que esta vez casi se diera media vuelta. ¿Había alguien gritando? Hemingway dijo que parecía una bola de nieve helada, y era muy similar, a excepción de la parte interna, con el cuerpo diciendo «Bueno, es hora de cerrar la tienda». Había un terrible dolor familiar irradiando en el centro de su pecho, un dolor más agudo que las dos balas, y John advirtió que sufría un ataque al corazón totalmente superfluo. Se apartó de la mesa y volvió a tambalearse hacia Castle. Intentó agarrar la recortada y Castle vació ambos cañones en su abdomen. Sonaron como puertas cerrándose. Cuando en el salón de Idaho Hemingway se metió los dos cañones en la boca y apretó los gatillos, Mary dijo que fue como oír cajones cerrándose. John siempre se había preguntado cómo demonios pudo apretar el segundo gatillo, con todos los sesos desparramados. Cayó de rodillas y luego se desplomó de costado. No podía sentir nada. Las cosas empezaron a volverse oscuras y rojas. ¿Iba a ser ésta la última vez?Castle abrió la escopeta y los dos casquillos volaron en semicírculo por encima de su hombro. Sacó otros dos cartuchos del bolsillo de su camisa y uno se le cayó. Cuando se inclinó a recogerlo, Pansy saltó a su espalda, con un rápido movimiento que fue casi grácil (a John se le ocurrió que probablemente lo había ejecutado una y otra vez en sus fantasías). Él introdujo ambos cartuchos en sus recámaras y cerró la escopeta con un movimiento de muñeca. La puerta de tela metálica estaba atascada. Pansy tiraba del pomo con ambas manos. Castle alzó los dos cañones hasta la base de su cráneo y apretó un gatillo. La mayoría de los fragmentos de la cabeza cubrieron la puerta o salieron a través del agujero creado por el impacto. La coronilla de su cráneo, un cuenco ensangrentado, rebotó en dos paredes y llegó girando a la cocina, con el cabello largo y hermoso trazando una estela en forma de abanico. Su cuerpo danzó espasmódicamente y se dobló, chorreando vida.Lena se lanzó sobre la espalda de Castle, arañándole la cara. El giró y la lanzó contra la pared. Se debatió como una muñeca de trapo y él la golpeó fuertemente con la pistola mientras caía. Lena se enroscó en sus pies, vomitando en sus propias manos, y él, con la boca abierta, riendo en silencio, bajó la escopeta y le disparó a quemarropa en la entrepierna. El cuerpo de Lena se estremeció y John trató con todas sus fuerzas de no morirse. Pero laoscuridad lo cubrió y lo último que vio fue la sonrisa maligna de Castle mientras volvía a cargar el arma, asomado a la ventana, presumiblemente ante la policía.No sintió la terrible sensación de ser extendido infinitesimalmente sobre una infinitud de dolor y oscuridad; las cosas simplemente se volvieron negras, como si cerrara los ojos. Si esto es la muerte, pensó John, no es gran cosa.Pero cambió. Hubo un poco de luz pálida, algunas vagas figuras, y entonces los colores se concentraron en la escena; y tras un momento de desorientación advirtió que estaba aún en el apartamento, pero al parecer flotando junto al techo. Lena estaba apenas consciente, retorciéndose, contemplando aturdida el río de sangre que borboteaba entre sus piernas. Pansy parecía irreal, sin cabeza pero intacta del cuello para abajo, tendida en una postura imposible y relajada como un maniquí derribado, con la sangre que manaba de una arteria del cuello y atravesaba la puerta de tela metálica.John vio su propio cuerpo destrozado, con el abdomen completamente excavado por la metralla. Dentro de la enorme herida, tras los trozos retorcidos de intestino, los jirones de grasa y cartílago, la sangre y la mierda, pudo ver pedazos astillados de hueso. Tal vez no le había dolido tanto porque el impacto le había partido la espina dorsal.Tuvo tiempo de sentirse un poco sorprendido por no sentir más. Naturalmente, la mayoría de la gente que había conocido y había muerto lo había hecho de esta forma, con gran desparramamiento de sangre y sesos. Incluso treinta años después del ocasional ataque al corazón o del colapso de algún amigo o pariente, la mayoría de los muchos muertos que conocía habían caído en la jungla, en Technicolor.Había sido un héroe allí, en ese universo. Eso habría sorprendido a sus sargentos en el universo original. La Medalla de Honor del Congreso no le había venido mal a las ventas de su primer libro. Destruyó el emplazamiento de la ametralladora vietcong con sus propias granadas, luego dio la vuelta a la ametralladora y abatió el mortero y las tropas. Lo hizo con heridas de bala en el rostro y el tríceps. Por supuesto, sin las heridas no habría perdido los nervios y atacado la ametralladora, pero eso no se mencionaba en la citación.Era una lástima que no hubiera forma de cambiar las medallas, fundirlas en una bala grande y gorda y usarla para acabar con aquel loco hijo de puta que ignoraba a las tres personas que acababa de matar, riéndose como una hiena mientras gritaba obscenidades a los policías que se congregaban debajo. John había matado a más personas que él, pero por horrible necesidad, y había cumplido toda una vida de penitencia con la máquina de escribir y el talonario de cheques.Castle no era humano. Sería una grave afrenta a todo el orden de las criaturas llamarlo siquiera animal.Castle dispara un tiro a través de la ventana inferior y luego se agacha cuando una andanada de fuego de armas automáticas destroza la ventana superior, llenando el aire de un chorro de cristal; las balas y el cristal vuelan inanes a través de John, donde está flotando, y oye cómo se clavan en el techo, y de pronto todo es blanco por el polvo de yeso. Empieza a despejar y está mucho más cerca de su cuerpo, cada vez más y más bajo; se funde con él y en un instante de negrura vuelve a mirar otra vez con ojos humanos:Oyó un ruido sordo y vio los cientos de añicos de cristal saltando del suelo y volando hacia la ventana; el polvo de yeso de las andanadas se introdujo en los agujeros de bala del techo, que entonces desaparecieron.El panel superior de la ventana se reformó mientras Castle se incorporaba, apuntaba la escopeta, luego se inclinaba hacia delante mientras una flor de llamas amarillas y humo blanco volvía a entrar en el cañón.Su mano estaba entera, los dedos restaurados. Miró y vio cascadas de sangre regresando al agujero en su abdomen, luego las gotas individuales; entonces el agujero se cerró y las ropas se restauraron; luego uno de los agujeros de su pecho se cerró, y después el otro.La ropa era desconocida. ¿Una chaqueta de lana con este tiempo? Sus manos se habían vuelto viejas, y se formaron manchas de enfermedad renal mientras observaba. Lento como una planta al crecer, como la luna al girar, pensando también lentamente, extendió la mano y palpó la barba, y pudo ver por el rabillo del ojo que era larga y blanca. Estaba demasiado gordo, y la hebilla del cinturón se le clavaba dolorosamente en el vientre. Lo encogió y miró al cinturón, sí, era de latón viejo y decía GOTT MIT UNS, el cinturón que le había quitado a un alemán muerto hacía tanto tiempo. El cinturón que Hemingway se había llevado.John se apoyó en una rodilla. Contempló fascinado cómo el río de sangre volvía al vientre de Lena y desaparecía mientras Castle, sonriente, introducía los cañones entre sus piernas, daba un respingo, e iniciaba una complicada danza marcha atrás (mientras el cuerpo decapitado de Pansy se retorcía y se enderezaba); Lena, levantándose del suelo, saltaba entre la espalda del hombre y la pared, luego se alzaba y corría hacia atrás mientras él acercaba la escopeta a la nuca de Pansy y lo que parecían litros y litros de sangre y tejidos salían volando de todas direcciones para reunirse en la cabeza y en su hermoso rostro, distorsionado en una mueca de terror, mientras ella sacudía torpemente la puerta y luego corría hacia atrás, más allá de Castle mientras hacía una graciosa pirueta, descargaba el arma y colocaba en el suelo una bala, que saltó a su bolsillo mientras él se levantaba y metía allí la otra.John se incorporó y caminó hacia Castle a través de cierta densa resistencia. ¿Era el tiempo resistiéndosele? Todo lo demás seguía moviéndose en sentido contrario: Dos casquillos vacíos navegaron por la habitación hasta introducirse en las recámaras del arma; Castle la cerró y giró para enfrentarse a John...Pero John no estaba donde se suponía que debía estar, ni era quien se suponía debía ser; Castle apenas tuvo tiempo de sorprenderse. Mientras la escopeta giraba, John agarró los cañones (¡caliente!) y arrancó la pistola del cinturón de Castle. Perdió su tenaza sobre los cañones de la escopeta justo cuando amartillaba la pistola contra el corazón de Castle y disparaba.
Un chorro de sangre de toda la habitación convergió sobre la espalda de Castle y John sintió el retroceso de la Magnum cuando la boca de la escopeta chocaba con fuerza contra sus dientes, una bocanada de calor abrasador y luego la negrura eterna, de vuelta el infierno sin rasgos del cronoespacio infinito al que le había llevado el Hemingway, para siempre, pero en el siguiente instante, un nuevo tipo de estertor, un retortijón.

1 comment:

Anonymous said...

Me quedo con tus articulos.