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Saturday, November 15, 2008

MI AMIGO Y EL AMIGO DE MI AMIGO

Mi amigo José Carvajal, que durante largo tiempo fue el director del portal Librusa.Com en Miami, me regaló este hermoso trabajo que con enorme placer lo quiero dar a conocer. Es una historia en donde se mezcla la realidad con la ficción. A medida que uno lee se va dando cuenta que el apasionamiento del ser humano a veces nos domina de forma que acaba con nuestra vida. Alguna vez, esos pobres tipos que siempre te aguijonean, me dijeron que no joda tanto con Hemingway porque ya me estaba pareciendo demasiado a él. Pensé:¡ Qué suerte!. Claro, del otro lado habrán imaginado un final infeliz. Malas noticias, no tengo armas y me da mucho fastidio el final sin suspenso.

MI AMIGO ERNEST HEMINGWAY

Se hizo llamar Hemingway hasta olvidar su nombre verdadero. De modo que aquello que comenzó como una broma, terminó costándole mucho más caro de lo que cualquiera pueda imaginarse. Primero fuimos cinco los involucrados en el inusitado juego de adoptar nombres de escritores famosos y de vivir como ellos, al menos una temporada. Mi amigo eligió Hemingway. —Ernest Hemingway —dijo, con mucha seriedad. Pero con el nombre vinieron muchas cosas más, propias del autor de El viejo y el mar. Vino, por ejemplo, la afición a la pesca, al boxeo, a las mujeres —que en el caso de mi amigo eran las muchachas con las que acostumbrábamos ir al cine o de paseo campestre—, la cacería, la pasión por las corridas de toros en Pamplona, el periodismo –que practicó para no dejarse morir de hambre—, la pipa y la barba. También aparecieron síntomas de una depresión crónica y la práctica del arte de la mentira que tanto se le atribuye al Hemingway verdadero. Por eso sin serlo realmente, se puede decir que la vida de mi amigo se convirtió en cuestión de meses en una extensión fidedigna de la del predilecto amigo de Gertrude Stein, la mujer voluminosa, pero alta, de arquitectura maciza como una labriega, que vivía en el 27 de la rue de Fleurus, con una compañera pequeña y muy morena, peinada como Juana de Arco en los dibujos de Boutet de Monvel, y de nariz muy ganchuda. Y así, ni siquiera se le escapó el detalle de la escopeta que marcaría igualmente su vida como la del Nobel de 1954. Recuerdo la noche que comenzamos el juego de los nombres. Uno de los del grupo adoptó el de Balzac; otro el de Kafka, el tercero el de Poe, mi amigo el de Hemingway y yo, después de pensarlo tanto, el de Scott Fitzgerald. De alguna manera quería sentirme contemporáneo de Hemingway. Pero nada de aquello debía de adoptarse tan en serio como lo tomó mi amigo. Debió ser simplemente un juego entre intelectuales que no pasara de las tertulias y las discusiones extraliterarias de un pequeño grupo de jóvenes que buscaba en el cambio de nombres sólo una inspiración y una motivación para desarrollar una obra propia y futura. Desde luego, en las reuniones la cosa era muy distinta. Por ejemplo, Balzac era Balzac, el de La comedia humana; Kafka, el autor de La metamorfosis y El castillo; Poe, el de Los crímenes de la calle Morgue y El corazón delator; Hemingway, el de Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar, y yo, el apuesto Fitzgerald, el de El gran Gatsby. —Has escrito una buena novela —me habría dicho Hemingway acerca de El gran Gatsby durante un viaje que hicimos juntos de París a Lyon—. Y ahora no debes escribir caca. Por reconocimientos como ese El gran Gatsby fue y seguía siendo mi salvación. Gracias a esa novela corta estaba yo allí sentado, conversando casi todas las tardes con mis amigos en lo alto de la bella Torre de Amsterdam en plena ciudad de Nueva York. Llegar allí y tratar de tú a los grandes como Balzac, Poe, Hemingway y Kafka era más que divertido. Ahora es grato el recuerdo de cómo nos criticábamos nuestras obras unos a otros; obras consideradas ya clásicas la llevamos al nivel de taller literario donde no faltaron confesiones muy íntimas; como la de un Balzac casi arrepentido, porque alguna de sus obras había llegado demasiado lejos, mucho más de lo que él jamás imaginó. —Novelas mediocre —dijo una tarde. Novelas que escribí con el único propósito de pagar el alquiler de mi casa. Así se defendía de nuestras críticas el Balzac que frecuentaba la Torre de Amsterdam. Y añadía: —¿Qué querían? La estaba pasando muy mal y de algo tenía que vivir. Una vez dada su explicación, Balzac se acomodaba en una poltrona donde arrellanaba su pesado cuerpo y comenzaba entonces el desquite. A Poe le dijo en una ocasión que había sido muy fantasioso y llegó hasta llamarlo psicópata. También le dijo que casi todos sus cuentos reflejaban los problemas emocionales de un hombre diabólicamente atormentado. Así se defendía Balzac. Al pobre Kafka le dio apenas mérito por La metamorfosis. —De tus libros me quedo sólo con La metamorfosis—, le dijo un Balzac sereno a un Kafka enfermizo y pálido . El resto es basura. Por supuesto, la respuesta de Kafka tampoco se hizo esperar. Sacó de la manga su defensa más valiosa ante el feroz ataque de Balzac. —Por eso antes de morir la primera vez le pedí a Brod que los quemara todos, incluyendo La metamorfosis. Todas mis obras, que veo ahora publicadas en editoriales importantes, no eran más que borradores, y la verdad es que en mi opinión no valían la pena. Basta de ejemplos para entender a fondo el tipo de diálogo que se derivaban de aquellos nombres durante un otoño citadino. Sabíamos que de no haber sido así jamás se hubieran visto cara a cara ninguno de los autores que escogimos representar, salvo Hemingway y Fitzgerald, que coincidieron en París cuando la Generación Perdida no era la Generación Perdida. Jamás, por ser de épocas distintas, habría un diálogo entre Balzac y Kafka. Lo mismo Poe, que aunque hubiera coincidido con Balzac en un steamer, nunca habría tenido la oportunidad de sostener un diálogo amistoso con el escritor francés como en aquellas tardes en la Torre de Amsterdam. Así que, disparatado o no el asunto, el juego de los nombres por lo menos tenía esa gracia. Ahora bien, cabe destacar que el juego no era adoptar solamente el nombre de un escritor, sino actuar también como lo hubieran hecho ellos en nuestro tiempo, algo que lo hacía mucho más divertido aún. Antes de asumir la personalidad de los ilustres, leímos sus biografías, a fin de conocerlos a fondo. Por eso en cuestión de semanas no fue ninguna sorpresa para el grupo encontrarse con Balzac en un tren subterráneo leyendo La hoguera de las vanidades, del norteamericano Tom Wolfe, o a Kafka sentado a un computador escribiendo una reseña acerca de Cien años de soledad, del Nobel colombiano Gabriel García Márquez. O a Edgar Allan Poe sentado frente a su casita decimonónica del condado del Bronx, en Nueva York —convertida ahora en un pequeño museo dedicado a su primera vida— queriendo analizar la composición de una canción de rap que le atrajo por su contenido diabólico. Por eso tampoco fue sorpresa que Hemingway saliera de pesca casi todos los días río Hudson abajo, para llegar luego a su casa con una cubeta repleta de anguilas. Y que yo, el Scott Fitzgerald de El gran Gatsby, gozara todavía de mi fama en una ciudad inhóspita y en la que no encajaba por la incomprensión de mis amigos. De los cinco, Hemingway y yo éramos los más cercanos; también compartíamos los recuerdos del París de los años veinte. Todo era válido con tal de parecernos más a los escritores que elegimos. Sin embargo, aquello que debió ser solamente un juego intelectual, a mi amigo le caló muy profundo porque no se conformó con actuar como Hemingway sino que lo revivió ante nuestros ojos. Así siendo Hemingway visitó Oak Park, en Chicago, donde habría nacido el verdadero en 1899. De aquel viaje mi amigo regresó al círculo mucho más convencido de que si no lo era realmente, al menos debíamos aceptarlo y tratarlo como una extensión del verdadero. —Se imaginan, estuve en la casa donde nací en Oak Park —dijo Hemingway a su regreso de Chicago. Ahora es un museo visitado por turistas. También visité la escuela secundaria que abandoné para irme a la guerra como conductor de una ambulancia. Mi regreso a Oak Park me trajo muchas memorias de mi niñez y adolescencia; memorias buenas y malas de mis padres y de uno que otros amores platónicos contrariados. Eso dijo mi amigo a su regreso de Oak Park. Logró asumir tan bien la personalidad del autor norteamericano, que hasta terminó adoptando su apariencia física y achaques emocionales. Para mí aquello fue la primera señal de que la broma Hemingway había alcanzado rincones insospechados en la psiquis de mi amigo. Con él no ocurrió lo mismo que con el resto de nosotros, que salimos del juego cuando lo quisimos. Por ejemplo, después de unos meses, Balzac dejó de frecuentar los pomposos salones que habría visitado y evitó endeudarse mucho porque ya no podía escribir como un loco para saldar sus préstamos; Poe, menos avejentado que el de las fotografías que aparecen en los archivos de la Biblioteca del Congreso, dijo adiós al alcoholismo ingresando a un grupo de Alcohólicos Anónimos y escribió cuentos menos macabros, y un Kafka que se hizo pasar por moribundo dijo a su amigo Max Brod que por nada del mundo perdiera los originales de sus obras, porque a lo mejor corrían la suerte de ser editadas algún día en formato digital por un punto com o en el peor de los casos como libros electrónicos. —Es algo que no entiendo mucho—, habría dicho Kafka a un Brod imaginario refiriéndose a sus libros en formato electrónico. Pero déjalos ahí, guárdalos a ver qué pasa. En otras palabras, al final del afanoso juego intelectual que mantuvimos durante varios meses, todos hicimos lo que creímos hubieran hecho aquellos escritores en nuestro tiempo. Yo, Fitzgerald, seguí intentando escribir otra novela como El gran Gatsby, pero fracasé de nuevo después de otra Suave es la noche menos afortunada y uno que otro libro de relatos. No me valió buscarme otra mujer como Zelda ni superar mis complejos de tener el miembro pequeño como habría contado Hemingway en su minimemorias París era una fiesta. —Zelda me dijo que con mi conformación nunca podré dejar satisfecha a ninguna mujer, y que por esto tuvo ella si primer trauma. Dijo que era una cuestión de tamaño. Así habría dicho yo, según Hemingway. Después de reconocer que para mí eso podía convertirse en un problema emocional muy grave, que no iba a poder solucionar ni siquiera con la píldora Viagra, no me quedó otro remedio que recurrir a un préstamo bancario y abrir un casino en honor a mi novela, con el mismo nombre, y vivir de la famita que me ha dado con el pasar de los años y rodeado todo el tiempo de mujeres bellas. De modo que todos le encontramos una salida al juego de los nombres, menos mi amigo Hemingway. El vivió exactamente el trazo de la vida del Nobel norteamericano. Lo imitó tanto que ni siquiera le faltó el detalle del suicidio, también un dos de julio, pero treinta años después, y, como era de esperarse, con mucho menos notoriedad. Desde entonces vivo convencido de que nadie más que nosotros supo que Ernest Hemingway había muerto de nuevo, sólo que la segunda vez fue en Nueva York y no Idaho, como en 1961, y sin dejar a la posteridad ni siquiera una frase digna de recordar.
José Carvajal
LA PIPA DE HEMINGWAY EN LIBRERIAS CUSPIDE

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