De pronto se cruza el relámpago en mi memoria. Son las últimas horas de esta madrugada que despidió a mi sueño. Me levanto y voy camino hasta la cocina a beber un vaso de agua fresca. Estoy perdido en el Malecón junto a Guillermo Cabrera Infante y Manolo y Amparo, en el Madrid de 1976. Parece que el ron y el jerez se unieron para devolverme una historia que ya no me sirve de recuerdo. Acaso Cabrera Infante con su mirada penetrante detrás de esos cristales que confunden, me está diciendo: “Todavía sostenía la botella de vodka, pero no podría decir si la protegía del viento, de sí mismo o si se protegía de ella, porque estaba bien vacía”. Eso es. Hemingway y Cabrera Infante; en el medio yo caminando por el Malecón entre jineteras y dos extraños muchachos que parecen ser una pareja prohibida. Me siento a la mesa y miro el plato vacío con restos de huesos de pollo. Entonces aparece Manolo con el libro de Orwell y me vuelvo a confundir porque Hemingway lo está echando del cuarto y otra vez el relámpago me pone en tema. Y ya no sé si es Erik Blair o George Orwell y su Homenaje a Cataluña o aquella tarde de mil novecientos treinta y tantos cuando en el hotel madrileño ese hombre alto y desgarbado de ojos claros subió las escaleras, golpeó la puerta de la habitación de Ernest Hemingway y desde adentro una voz de borracho gritó:
-¿Quién carajo llama?
-Erik Blair- respondió el sujeto
-¡A mí qué mierda me importa… déjeme de joder puto asqueroso!
-Soy Orwell…George Orwell…
-¿Orwell?...Por qué no me lo dijo antes?
Se abrió la puerta y apareció el gigante barbudo con una botella de whisky en la mano.
-¡¡¡Orwell…Orwell…Tenemos mucho de qué hablar.
Trato de despertarme. Sigo confundido. Tal vez de recuperar el sueño. Acaso la tormenta que pasó dejando ese olor a tierra mojada me ayude a entender si Cabrera Infante y Orwell están en mi interior jugando a las escondidas con ese viejo tramposo.
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