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Wednesday, August 19, 2015

ERNEST MURIÓ DE CÁNCER DE ESPÍRITU





 Una vez más volvemos al día trágico. El paso del tiempo cronológico se despega del psicológico. Los fantasmas disfrazados de recuerdos oscurecen un tiempo que ya parecía perdido. Es mentira que el olvido siempre triunfa. En la mente todo resuena, todo se esconde detrás de un manto tenue de cenizas. Entonces aparecen los testimonios, las hojas olvidadas sin destino o el eco de las palabras pronunciadas. Uno revuelve los papeles y sencillamente se detiene ante una foto, ante una frase que lo golpea. Esto me ha pasado. Estaba reorganizando mi archivo y sin pedir permiso me pega un cachetazo: “Ernest murió de cáncer de espíritu”…qué duro, además del cáncer, el espíritu doblegado. Lo expresa Mary Hemingway y ya saben ustedes mis diferencias con ella, sobre todo con aquello que sigo pensando del “abandono de persona”. Listo, lo dije. Les puede gustar o no pero es lo que pienso.
  Tal vez sea más fiel la entrevista que Ramón Sánchez Ocaña realizara a una Mary, recién llegada a Madrid, el 20 de marzo de 1977. Pasaron unos cuántos años, sin embargo, los fantasmas disfrazados siguen cruzando el cielo.

Mary Hemingway ha llegado a España con sus ojos claros y su maleta de recuerdos. Mary Hemingway, viuda del Premio Nobel, escritora ella también,corresponsal de guerra en la segunda contienda mundial, pequeñita, con un pelo blanco ensortijado y unas manos grandes que hablan solas, ha vuelto a Madrid; y ha vuelto a ocupar la habitación del hotel donde, no hace muchos  años, ella y Ernest festejaban San Isidro.






 Y cuando le hablas de  recuerdos, ella se vuelve a Cuba, a aquel barco que Ernest tenía  para pasar sus horas frente al mar. «No tenía comodidades. Era  una máquina para pescar», comenta ella. Se sitúa allí, en Cuba,  leyendo, pescando, escribiendo, con los únicos testigos del mar y  las estrellas. Ella recuerda sin gesto de dolor, pero la nostalgia se  asoma a sus ojos. Y entonces enciende un cigarrillo, y bebe una  ginebra. No se pueden desgranar recuerdos con esta mujer, que es  ella un puro recuerdo. Aquel barco, en Cuba, durmiendo en la popa,  al aire, viendo como las estrellas iluminaban la panza de las agujas,  aquellos peces largos, narigudos y brillantes. Todo es un recuerdo  en esta tarde madrileña; un recuerdo en el que flota la sombra  continua de esa especie de ídolo de periodistas que se llamó Ernest  Hemingway. Cuando le hablas de Ernest Hemingway, así, con todas las letras,  ella tiene sensación de que se está hablando de un extraño. Un  extraño que ahora define como «un niño bien educado, a veces  violento, de buen humor, a veces ángel, cambiante ... » Eterno  Hemingway, este Ernest sin barbas de chivo, recio él, varonil, al que  uno se imagino siempre junto a una bota de buen riojano, y ante  una vida llena y plena, cargada de sensibilidad y de vitalidad. Deja volar la memoria y nos cuenta cómo estando en Londres  conoció a un escritor de renombre, Hemingway, «que llegaba ahora  a escribir sobre la guerra». Para los que la llevaban viviendo y  viendo desde hace años, como era el caso de Mary, el hecho de  que llamaran después a los escritores conocidos les resultaba un  tanto molesto. Yo estaba comiendo en un restaurante con Irwin Show. Y enfrente  estaba él. Se acercó y le dijo a Irwin: «¿Por qué no me presentas a  esta mujer?». Nos presentó. Y solamente comentó: «Espero que  podamos almorzar juntos alguna vez. » Corría el mes de mayo de  1944. 






 No nos tratamos con calor, esa es la verdad. Nosotros, los  corresponsales, habíamos seguido la guerra desde el principio. Y  cuando se acercaba la noticia del final, llamaban a  los grandes. Pero bueno, la verdad es que resultó simpático.  Almorzamos dos o tres veces, y un día, que estaba yo con una  amiga, Ernest me dijo simplemente: «Mary, no conozco mucho de  tí, pero quiero casarme contigo.» El estaba casado, y yo también;  aquello me pareció un chiste, algo ridículo. Pero tenía razón Hemingway. Acaba la guerra, ella se divorcia y va  a Cuba a verle, a ver al potente Herningway jugar con sus gallos de  pelea y sus horas de mar. Y se casan. La vida entonces para ella y para él toma otro color. Allí aprende  ella el castellano, que aún hoy habla, después de dieciséis años. Y  allí vivieron juntos hasta el 2 de julio de 1961. Mary lo recuerda muy  bien. Cáncer de espíritu ¬Aquellos días estaba raro. Al revés de como había sido siempre:  silente, suspicaz, con temor a todo y de todo. Aquella alegría de  niño encantador que tenía, se había cambiado por una  preocupación constante. Lo estudiaron médicos de todos los  Estados. Pero no hubo solución. Tenía un cáncer de espíritu. Una  profunda depresión. Ninguna cura pudo salvarle. Sí, como un  cáncer del espíritu. Estábamos en la casita de Idaho. Era domingo.  Eran las ocho de la mañana. Yo sentí un ruido y me desperté. Creí  que alguien había cerrado un cajón demasiado fuerte, Bajé, y me lo  encontré tendido en el suelo, con su escopeta en las manos. Se  había disparado dos tiros. Hace una pausa. Enciende un nuevo  cigarro y comenta que nunca pudo aceptar la idea de esa muerte. Y  emprendió la huida. Allí se acababa el sosiego, la amistad («En mi  diario tengo anotado, un día que comimos solos, después de 54  días. Siempre había amigos en casa.») El viejo y el mar Y hablamos de libros.¬Es como cuando te preguntan: ¿De tus hijos,  a cuál quieres más? No se sabe, no se puede elegir. Cada uno de  los libros tiene su porqué. A mí me gusta mucho, porque creo que  comprendió perfectamente al pueblo español, Por quién doblan las  campanas. Y me gusta, porque he conocido a muchos hombres  como el viejo Santiago, El viejo y el mar. («Era un viejo que  pescaba solo en un bote en el Gulf Stream, y hacía 84 días que no  cogía un pez»). Ernest estaba muy contento cuando concluyó esta  novelita. La escribió sin parar. Yo leía cada noche los folios nuevos  que él iba escribiendo. La terminó en menos de dos meses. Y  cuando se estaba acercando al final comentamos un día: «Mi vida,  me parece que vas a dejar morir a este viejo tan simpático.  Supongo que no se te ocurrirá.» El hizo un gesto simplemente:  «Bueno, pero es que matarlo sería demasiado fácil ¬insistí¬ Matarlo  o dejarlo morir de viejo sería la solución más barata.» Por fin no lo  mató. Santiago vivió un poco gracias a mí. «Allá arriba ¬termina Hemingway la novela, junto a Camino, en su  cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el  muchacho estaba a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los  leones marinos.» Mary Hemingway fue la cuarta mujer en la vida de Ernest. «El fue  mi tercer marido. La vida a su lado fue muy tranquila. Sí, ¡claro que  nos peleamos! Muchas veces. Los dos éramos de carácter muy  violento. Pero le advierto una cosa: para nuestro¬ vocabulario fueron  muy buenas aquellas discusiones. Especialmente para saber cómo  podíamos decir cada uno una frase más fuerte. Discutíamos en  español. Pero si llegaba a más, empleábamos el inglés. De todas  formas, eran batallas que apenas duraban diez minutos. Bueno,  menos una vez, que duró hasta dos meses. Pero salvo eso, la vida  en común fue muy tranquila.» El testamento Dentro de un año, quizá dos, se publicará la que será posiblemente  ya la última obra de Ernest Hemingway. Mary y los editores trabajan  actualmente en ella.¬ Desde que murió se han publicado ya cuatro  libros, porque Ernest dejó escritas muchas cosas. Ahora estamos  preparando la edición de un libro de cuentos sobre la guerra  mundial. Ernest dejó mucho escrito. Entre otras cosas una novela  muy, muy larga, con partes bastante malas. 







 Dos principios dice ella que inspiran las ediciones posteriores a la  muerte del escritor. ¬En su testamento, que hizo siete años antes de matarse, Ernest  me dejó todo a mí, incluyendo su propiedad literaria. Las  condiciones que nos hemos impuesto fueron, por un lado no  publicar nada de calidad inferior a lo que se publicó en vida con su  aprobación; y por otro, que sólo esté firmado por Ernest, sin que  nadie le arregle nada. Habla de España, de los toros («Son como las películas. Cuando  una corrida es buena, es muy buena. Pero cuando es mala, no hay  quien la aguante»). Sonríe, sonríe siempre, levanta sus ojos  vivarachos, mira al techo del hotel, y después recuerda aquel San  Isidro de cualquier año.

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