Una vez más volvemos al día
trágico. El paso del tiempo cronológico se despega del psicológico. Los
fantasmas disfrazados de recuerdos oscurecen un tiempo que ya parecía perdido.
Es mentira que el olvido siempre triunfa. En la mente todo resuena, todo se
esconde detrás de un manto tenue de cenizas. Entonces aparecen los testimonios,
las hojas olvidadas sin destino o el eco de las palabras pronunciadas. Uno
revuelve los papeles y sencillamente se detiene ante una foto, ante una frase
que lo golpea. Esto me ha pasado. Estaba reorganizando mi archivo y sin pedir
permiso me pega un cachetazo: “Ernest murió de cáncer de espíritu”…qué duro,
además del cáncer, el espíritu doblegado. Lo expresa Mary Hemingway y ya saben
ustedes mis diferencias con ella, sobre todo con aquello que sigo pensando del
“abandono de persona”. Listo, lo dije. Les puede gustar o no pero es lo que
pienso.
Tal vez sea más fiel la
entrevista que Ramón Sánchez Ocaña realizara a una Mary, recién llegada a Madrid, el
20 de marzo de 1977. Pasaron unos cuántos años, sin embargo, los fantasmas
disfrazados siguen cruzando el cielo.
Mary Hemingway ha llegado a España con sus ojos claros y su
maleta de recuerdos. Mary Hemingway, viuda del Premio Nobel, escritora ella
también,corresponsal de guerra en la segunda contienda mundial,
pequeñita, con un pelo blanco ensortijado y unas manos grandes que hablan solas, ha
vuelto a Madrid; y ha vuelto a ocupar la habitación del hotel donde, no hace
muchos años, ella y Ernest festejaban
San Isidro.
Y cuando le hablas de
recuerdos, ella se vuelve a Cuba, a aquel barco que Ernest tenía para pasar sus horas frente al mar. «No tenía
comodidades. Era una máquina para
pescar», comenta ella. Se sitúa allí, en Cuba,
leyendo, pescando, escribiendo, con los únicos testigos del mar y las estrellas. Ella recuerda sin gesto de
dolor, pero la nostalgia se asoma a sus
ojos. Y entonces enciende un cigarrillo, y bebe una ginebra. No se pueden desgranar recuerdos con
esta mujer, que es ella un puro
recuerdo. Aquel barco, en Cuba, durmiendo en la popa, al aire, viendo como las estrellas iluminaban
la panza de las agujas, aquellos peces
largos, narigudos y brillantes. Todo es un recuerdo en esta tarde madrileña; un recuerdo en el
que flota la sombra continua de esa
especie de ídolo de periodistas que se llamó Ernest Hemingway. Cuando le hablas de Ernest
Hemingway, así, con todas las letras,
ella tiene sensación de que se está hablando de un extraño. Un extraño que ahora define como «un niño bien educado,
a veces violento, de buen humor, a veces
ángel, cambiante ... » Eterno Hemingway,
este Ernest sin barbas de chivo, recio él, varonil, al que uno se imagino siempre junto a una bota de
buen riojano, y ante una vida llena y
plena, cargada de sensibilidad y de vitalidad. Deja volar la memoria y nos
cuenta cómo estando en Londres conoció a
un escritor de renombre, Hemingway, «que llegaba ahora a escribir sobre la guerra». Para los que la
llevaban viviendo y viendo desde hace
años, como era el caso de Mary, el hecho de
que llamaran después a los escritores conocidos les resultaba un tanto molesto. Yo estaba comiendo en un
restaurante con Irwin Show. Y enfrente
estaba él. Se acercó y le dijo a Irwin: «¿Por qué no me presentas a esta mujer?». Nos presentó. Y solamente
comentó: «Espero que podamos almorzar
juntos alguna vez. » Corría el mes de mayo de
1944.
No nos tratamos con calor, esa es la verdad. Nosotros, los corresponsales, habíamos seguido la guerra desde el principio. Y cuando se acercaba la noticia del final, llamaban a los grandes. Pero bueno, la verdad es que resultó simpático. Almorzamos dos o tres veces, y un día, que estaba yo con una amiga, Ernest me dijo simplemente: «Mary, no conozco mucho de tí, pero quiero casarme contigo.» El estaba casado, y yo también; aquello me pareció un chiste, algo ridículo. Pero tenía razón Hemingway. Acaba la guerra, ella se divorcia y va a Cuba a verle, a ver al potente Herningway jugar con sus gallos de pelea y sus horas de mar. Y se casan. La vida entonces para ella y para él toma otro color. Allí aprende ella el castellano, que aún hoy habla, después de dieciséis años. Y allí vivieron juntos hasta el 2 de julio de 1961. Mary lo recuerda muy bien. Cáncer de espíritu ¬Aquellos días estaba raro. Al revés de como había sido siempre: silente, suspicaz, con temor a todo y de todo. Aquella alegría de niño encantador que tenía, se había cambiado por una preocupación constante. Lo estudiaron médicos de todos los Estados. Pero no hubo solución. Tenía un cáncer de espíritu. Una profunda depresión. Ninguna cura pudo salvarle. Sí, como un cáncer del espíritu. Estábamos en la casita de Idaho. Era domingo. Eran las ocho de la mañana. Yo sentí un ruido y me desperté. Creí que alguien había cerrado un cajón demasiado fuerte, Bajé, y me lo encontré tendido en el suelo, con su escopeta en las manos. Se había disparado dos tiros. Hace una pausa. Enciende un nuevo cigarro y comenta que nunca pudo aceptar la idea de esa muerte. Y emprendió la huida. Allí se acababa el sosiego, la amistad («En mi diario tengo anotado, un día que comimos solos, después de 54 días. Siempre había amigos en casa.») El viejo y el mar Y hablamos de libros.¬Es como cuando te preguntan: ¿De tus hijos, a cuál quieres más? No se sabe, no se puede elegir. Cada uno de los libros tiene su porqué. A mí me gusta mucho, porque creo que comprendió perfectamente al pueblo español, Por quién doblan las campanas. Y me gusta, porque he conocido a muchos hombres como el viejo Santiago, El viejo y el mar. («Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream, y hacía 84 días que no cogía un pez»). Ernest estaba muy contento cuando concluyó esta novelita. La escribió sin parar. Yo leía cada noche los folios nuevos que él iba escribiendo. La terminó en menos de dos meses. Y cuando se estaba acercando al final comentamos un día: «Mi vida, me parece que vas a dejar morir a este viejo tan simpático. Supongo que no se te ocurrirá.» El hizo un gesto simplemente: «Bueno, pero es que matarlo sería demasiado fácil ¬insistí¬ Matarlo o dejarlo morir de viejo sería la solución más barata.» Por fin no lo mató. Santiago vivió un poco gracias a mí. «Allá arriba ¬termina Hemingway la novela, junto a Camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.» Mary Hemingway fue la cuarta mujer en la vida de Ernest. «El fue mi tercer marido. La vida a su lado fue muy tranquila. Sí, ¡claro que nos peleamos! Muchas veces. Los dos éramos de carácter muy violento. Pero le advierto una cosa: para nuestro¬ vocabulario fueron muy buenas aquellas discusiones. Especialmente para saber cómo podíamos decir cada uno una frase más fuerte. Discutíamos en español. Pero si llegaba a más, empleábamos el inglés. De todas formas, eran batallas que apenas duraban diez minutos. Bueno, menos una vez, que duró hasta dos meses. Pero salvo eso, la vida en común fue muy tranquila.» El testamento Dentro de un año, quizá dos, se publicará la que será posiblemente ya la última obra de Ernest Hemingway. Mary y los editores trabajan actualmente en ella.¬ Desde que murió se han publicado ya cuatro libros, porque Ernest dejó escritas muchas cosas. Ahora estamos preparando la edición de un libro de cuentos sobre la guerra mundial. Ernest dejó mucho escrito. Entre otras cosas una novela muy, muy larga, con partes bastante malas.
Dos principios dice ella que inspiran las ediciones posteriores a la muerte del escritor. ¬En su testamento, que hizo siete años antes de matarse, Ernest me dejó todo a mí, incluyendo su propiedad literaria. Las condiciones que nos hemos impuesto fueron, por un lado no publicar nada de calidad inferior a lo que se publicó en vida con su aprobación; y por otro, que sólo esté firmado por Ernest, sin que nadie le arregle nada. Habla de España, de los toros («Son como las películas. Cuando una corrida es buena, es muy buena. Pero cuando es mala, no hay quien la aguante»). Sonríe, sonríe siempre, levanta sus ojos vivarachos, mira al techo del hotel, y después recuerda aquel San Isidro de cualquier año.
No nos tratamos con calor, esa es la verdad. Nosotros, los corresponsales, habíamos seguido la guerra desde el principio. Y cuando se acercaba la noticia del final, llamaban a los grandes. Pero bueno, la verdad es que resultó simpático. Almorzamos dos o tres veces, y un día, que estaba yo con una amiga, Ernest me dijo simplemente: «Mary, no conozco mucho de tí, pero quiero casarme contigo.» El estaba casado, y yo también; aquello me pareció un chiste, algo ridículo. Pero tenía razón Hemingway. Acaba la guerra, ella se divorcia y va a Cuba a verle, a ver al potente Herningway jugar con sus gallos de pelea y sus horas de mar. Y se casan. La vida entonces para ella y para él toma otro color. Allí aprende ella el castellano, que aún hoy habla, después de dieciséis años. Y allí vivieron juntos hasta el 2 de julio de 1961. Mary lo recuerda muy bien. Cáncer de espíritu ¬Aquellos días estaba raro. Al revés de como había sido siempre: silente, suspicaz, con temor a todo y de todo. Aquella alegría de niño encantador que tenía, se había cambiado por una preocupación constante. Lo estudiaron médicos de todos los Estados. Pero no hubo solución. Tenía un cáncer de espíritu. Una profunda depresión. Ninguna cura pudo salvarle. Sí, como un cáncer del espíritu. Estábamos en la casita de Idaho. Era domingo. Eran las ocho de la mañana. Yo sentí un ruido y me desperté. Creí que alguien había cerrado un cajón demasiado fuerte, Bajé, y me lo encontré tendido en el suelo, con su escopeta en las manos. Se había disparado dos tiros. Hace una pausa. Enciende un nuevo cigarro y comenta que nunca pudo aceptar la idea de esa muerte. Y emprendió la huida. Allí se acababa el sosiego, la amistad («En mi diario tengo anotado, un día que comimos solos, después de 54 días. Siempre había amigos en casa.») El viejo y el mar Y hablamos de libros.¬Es como cuando te preguntan: ¿De tus hijos, a cuál quieres más? No se sabe, no se puede elegir. Cada uno de los libros tiene su porqué. A mí me gusta mucho, porque creo que comprendió perfectamente al pueblo español, Por quién doblan las campanas. Y me gusta, porque he conocido a muchos hombres como el viejo Santiago, El viejo y el mar. («Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream, y hacía 84 días que no cogía un pez»). Ernest estaba muy contento cuando concluyó esta novelita. La escribió sin parar. Yo leía cada noche los folios nuevos que él iba escribiendo. La terminó en menos de dos meses. Y cuando se estaba acercando al final comentamos un día: «Mi vida, me parece que vas a dejar morir a este viejo tan simpático. Supongo que no se te ocurrirá.» El hizo un gesto simplemente: «Bueno, pero es que matarlo sería demasiado fácil ¬insistí¬ Matarlo o dejarlo morir de viejo sería la solución más barata.» Por fin no lo mató. Santiago vivió un poco gracias a mí. «Allá arriba ¬termina Hemingway la novela, junto a Camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.» Mary Hemingway fue la cuarta mujer en la vida de Ernest. «El fue mi tercer marido. La vida a su lado fue muy tranquila. Sí, ¡claro que nos peleamos! Muchas veces. Los dos éramos de carácter muy violento. Pero le advierto una cosa: para nuestro¬ vocabulario fueron muy buenas aquellas discusiones. Especialmente para saber cómo podíamos decir cada uno una frase más fuerte. Discutíamos en español. Pero si llegaba a más, empleábamos el inglés. De todas formas, eran batallas que apenas duraban diez minutos. Bueno, menos una vez, que duró hasta dos meses. Pero salvo eso, la vida en común fue muy tranquila.» El testamento Dentro de un año, quizá dos, se publicará la que será posiblemente ya la última obra de Ernest Hemingway. Mary y los editores trabajan actualmente en ella.¬ Desde que murió se han publicado ya cuatro libros, porque Ernest dejó escritas muchas cosas. Ahora estamos preparando la edición de un libro de cuentos sobre la guerra mundial. Ernest dejó mucho escrito. Entre otras cosas una novela muy, muy larga, con partes bastante malas.
Dos principios dice ella que inspiran las ediciones posteriores a la muerte del escritor. ¬En su testamento, que hizo siete años antes de matarse, Ernest me dejó todo a mí, incluyendo su propiedad literaria. Las condiciones que nos hemos impuesto fueron, por un lado no publicar nada de calidad inferior a lo que se publicó en vida con su aprobación; y por otro, que sólo esté firmado por Ernest, sin que nadie le arregle nada. Habla de España, de los toros («Son como las películas. Cuando una corrida es buena, es muy buena. Pero cuando es mala, no hay quien la aguante»). Sonríe, sonríe siempre, levanta sus ojos vivarachos, mira al techo del hotel, y después recuerda aquel San Isidro de cualquier año.
No comments:
Post a Comment