Un
libro desvela en Estados Unidos la errática colaboración de Ernest
Hemingway con los servicios secretos de la Unión Soviética, sus
fantasías de espía y hombre de acción durante la Guerra Mundial y el pánico que sintió cuando la Caza de Brujas cayó sobre sus
colegas en los años 50.
Writer,
sailor, soldier, spyes
el título que Nicholas Reynolds le ha puesto a su libro sobre la
carrera de espía de Ernest Hemingway al servicio de la Unión
Soviética. Y vaya frase tan buena: su melodía sincopada remite
a Tinker,
taylor, soldier, spy, el
nombre en inglés deEl
topo,
de John Le Carré.
Así,
Reynolds parece decir que Smiley, el agente inglés de la novela, es
el reflejo en negativo de este Papa espía.
En las novelas de Le Carré, Smiley intercambiaba golpes a ciegas
contra Karla, su némesis soviética: cada uno estaba empeñado en
encontrar la única debilidad de su rival (la esposa huidiza de
Smiley, la hija neurótica de Karla). En cambio, en el libro de
Reynolds la gracia es descubrir que Hemingway
era todo debilidades: sentimentalismo, fanfarronería, cambios de
humor, impaciencia, locuacidad alcohólica...
Y,
sin embargo, medio mundo pensó en el escritor como agente de
información secreta.Menudo malentendido.
Durante
336 páginas (no hay aún edición española), Writer,
sailor, soldier, spy se
lee en clave de casi-comedia.
Luego,
termina en suicidio. El pobre Hem no sabía que la vida de los espías
era algo más complicada que una novela de Ian Fleming.
La
noticia de la colaboración entre Hemingway y el NKVD (la posterior
KGB) apareció en Rusia en 2009 y después cayó en el olvido de las
anécdotas... Hasta que llegó a las manos de Reynolds, un investigador
empleado hasta entonces en contar la historia de la CIA. Acopló los
archivos moscovitas sobre el escritor (a menudo elusivos) con sus
escritos y sus biografías y... ¿Por dónde empezar? Por España,
claro. A España a
la Guerra Civil, llegó Hemingway quizá secretamente becado por la
Unión Soviética.
¿Quizá? No hay datos concluyentes pero se sabe que los informadores soviéticos habían puesto a Hemingway en su rádar a partir de un artículo escrito en una revista de izquierdas, New Masses. Allí, Hemingway documentaba las consecuencias del enésimo ciclón que cruzaba Florida, el estado en el que se vivía. Los pobres se habían arruinado. A los ricos ni siquiera se les había movido el sombrero.A partir de ahí, Hemingway elevaba la crítica a una enmienda a la totalidad. El New Deal le parecía un engaño. Roosevelt, un estafador.
¿Quizá? No hay datos concluyentes pero se sabe que los informadores soviéticos habían puesto a Hemingway en su rádar a partir de un artículo escrito en una revista de izquierdas, New Masses. Allí, Hemingway documentaba las consecuencias del enésimo ciclón que cruzaba Florida, el estado en el que se vivía. Los pobres se habían arruinado. A los ricos ni siquiera se les había movido el sombrero.A partir de ahí, Hemingway elevaba la crítica a una enmienda a la totalidad. El New Deal le parecía un engaño. Roosevelt, un estafador.
En
el Partido Comunista de los Estados Unidos (CPUSA) se entusiasmaron.
Los libros de Hemingway aparecieron en ruso y su traductor en Moscú
le invitó a viajar a la URSS.Nunca
fue posible ese viaje, pero en 1937 sí que hubo ocasión de partir
hacia Madrid, donde el estado paralelo soviético, instalado en el
Hotel Gaylord de la calle Alfonso XI (los periodistas estaban en el
Florida de Gran Vía), convirtió a Hemingway en su preferido.
Estuvieron
listos los soviéticos.Como
lazarillo eligieron a un cineasta holandés y comunista, Joris Ivers,
que lo primero que hizo fue acompañarle al frente y, en medio del
fuego, demostrarle que «tenía un par de pelotas».
Aquella
era la medida definitiva del respeto que podía merecerle un hombre.
Hemingway admiraba a la corte rusa que encontró en Madrid. Sólo
entre ellos había un plan claro por ganar la guerra.
Además,
estaba la vanidad. Hemingway se moría por estar en el ajo. Por
comer con el legendario Orlov. Por sentirse uno más en el equipo de
los más hombres. Sus crónicas de la guerra, espléndidamente
pagadas (un dólar por palabra), fueron quizá su primer servicio
inconsciente como agente de la URSS. Lo mismo puede decirse de su
famoso enfrentamiento con John Dos Passos, que buscaba a su traductor
español, José Robles, desaparecido por los soviéticos.
Hemingway
le dijo a su colega y antiguo amigo que dejara de molestar a sus
anfitriones. No fue amable: «Te voy a destruir».
Cuando
Hem volvió a América, publicó¿Por
quién doblan las campanas?, su
novela sobre la Guerra Civil. Sorprendentemente, el relato sólo era
en parte prosoviético. Los comunistas estadounidenses se sintieron decepcionados pero alguien en el NKDV decidió que ese sí-pero-no
podía ser la coartada perfecta para un agente secreto. La persona se
llamaba Jacob Golos y contactó con Hemingway en Nueva York para
sondearlo. Sí, el escritor seguía simpatizando con Moscú (pese a
que las noticias sobre las purgas de Stalin ya eran conocidas) y,
sobre todo, se guardaba su peor desdén para las democracias
liberales. Reino Unido, Francia, Estados Unidos... Nadie había
movido un dedo por su querida República Española. Y
sí: Hemingway estaba abierto a colaborar con Golos y sus
hombres. ¿Cómo?
Habría que pensarlo. Quizá podría transmitir la agenda de los
comunistas a través de sus textos. O quizá podría confiarles sus
opiniones como un contacto entre la gente de poder en Estados
Unidos... Ya se vería.
Hemingway
hubiera preferido algo de más acción. Por eso, cuando estalló la
II Guerra Mundial, no quiso esperar y se inventó un nuevo empleo
como agente secreto.
Papa,
por entonces, ya se había instalado en Cuba, así que se dirigió a
la Embajada de Estados Unidos en La Habana y se ofreció para crear
una agencia de espionaje independiente con la que vigilar a agentes
proalemanes en la isla. Sobre todo, entre los emigrantes españoles
de simpatías franquistas. La idea era bastante peregrina pero en la
Embajada no supieron decirle que no o quizá fueran igual de poco
profesionales que el escritor. Todos se pusieron a jugar a espías
durante meses... al servicio de Washington y no de Moscú.
Como
Hemingway no capturó a nadie, se aburrió y cambió de idea.
Consiguió que la Embajada le proporcionara armas y combustible para
el Pilar, su barco de pesca.
El
plan, esta vez, era vigilar y abatir submarinos alemanes que
navegaran por aguas cubanas. Y aquello fue como jugar a los barquitos
y no dar una.
Martha
Gellhorn, la mujer de Hemingway, le dijo que le parecía un modo
ridículo de conseguir gasóleo gratis para el barco y poder salir
con los amigos. Y Hem enloqueció. El mundo ardía y el hombre estaba
imposible como un león enjaulado. Así que Gellhorn maniobró para
conseguirle una plaza de corresponsal en el desembarco de Normandía
y el camino hacia París.
En
Francia, en la guerra, Hemingway fue feliz. Confraternizaba con las
tropas, mediaba con los partisanos, ayudaba con los mapas y la
traducción, dio algún que otro tiro y, por si fuera poco, empezó a
acostarse con Mary Welsh, una corresponsal pelirroja que sería su
última mujer...
Cuando
llegó a París, esperaba una medalla pero se encontró con una
sanción del Ejército por extralimitarse como corresponsal. Los
periodistas no podían ir por ahí haciendo el trabajo de los
soldados.
Conclusión:
cuando el escritor estadounidense volvió a casa, su irritación
contra el sistema había crecido. Y eso le hacía anhelar que los
rusos lo pusieran por fin en acción.
En
cada visita de los representantes de Moscú, que las hubo durante
todo ese tiempo, Hemingway insistió en su disponibilidad. Pero cada
reunión acabó en un «muy bien, espera tu momento» que ponía a
prueba su paciencia.
En
1947 puso dinero para Fidel Castro y dio su opinión sobre sus planes
para crear una guerrilla en la República Dominicana. Pero eso no era
entrar en acción; eso era, más bien, aceptar un sablazo.
Mientras,
en Estados Unidos, la Guerra Fría cayó sobre sus colegas
escritores. El senador McCarthy arrasó Hollywood y Hemingway recibió
alguna invitación para escribir una carta contra la Caza de
Brujas. Hemingway
la escribió en términos muy desafiantes... pero nunca llegó a
enviarla. Tenía pavor a que su amistad con Moscú trascendiera
aunque, en realidad, el FBI nunca lo tuvo en la lista negra.
Cuando
alguien le instó por segunda vez a dar un paso adelante, contestó
«I am not a fucking traitor». Moscú perdió el interés.
Su
siguiente libro fue el menos político de su carrera: El
viejo y el mar. En
Cuba, conspiró muy vagamente contra Batista.
La
policía le mató a un perro para asustarle y él se asustó.
Después le llegó la Revolución y también tuvo miedo de la
retórica antiyanqui. Habían llegado ya el Nobel, la depresión y la
decadencia física a raíz de un par de lesiones.
Ernest
Hemingway estaba ya en el camino de la paranoia y del suicidio. La
paranoia de los malos espías.
Luis Alemany para El Mundo(España)
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