¿Qué magia se apodera de miles
de personas quienes aún hoy siguen admirando a Ernest Hemingway? En tiempos
donde todo es efímero e inmediato, en tiempos donde toda pasa y nada queda, en
tiempos donde las noticias no son primicia, en tiempos donde nadie sabe escribir
y cualquiera es escritor; hablar de Hemingway es una antigüedad. Digo Hemingway
para dar un ejemplo, porque yo soy parte de esa patología no resuelta, de esa
enfermedad que se une a la pasión y al amor por la lectura.
Descubrí a Ernest siendo casi
un niño, cuando un primo mayor me dijo que leyera El viejo y el mar. Mi pariente me preguntó si me había gustado y no
supe qué decirle. Con el tiempo aprendí a “leer”, tarea que no cumplen muchos
de los que escriben. Volví a las páginas de esa novela corta y recién entonces
comencé a conocer a un escritor maravilloso. El Santiago de ese cuento largo
era Hemingway, con toda su vanidad y sus temores, con el deseo triunfalista y
su desilusión, con la muerte al límite jugando en una barca a la deriva.
“Temía a la oscuridad, hasta
que vi la belleza de la luz en una estrella”, dijo mirando desde Cayo Hueso
hacia Cuba. Noventa millas separaban el continente de La Habana y esas
estrellas iluminaban su camino.
“Temía al pasado, hasta que
comprendí que es solo mi proyección mental y ya no puedo herirme más”, caviló
poco antes de dejar Finca Vigía sabiendo que no volvería más.
Hemingway no fue un autor cualquiera,
para escribir caminó mucho, se detuvo, observó el paisaje, se enamoró de las
pequeñas cosas y decidió vivir. No fue un académico, no sumó títulos para las
solapas de los libros, fue un perdedor de batallas y ganador de guerras. Todo
eso está en su literatura.
“Hay que vivir ligero -dijo-
porque el tiempo de vivir está fijado” y así fue, en medio de la locura y la
embriaguez se despidió en el silencio de una madrugada.
Todo es una línea de tiempo
que no responde a la realidad actual. Una parte de la biblioteca dice que
Hemingway hoy no puede ser leído porque su literatura machista pesa una
tonelada. La otra parte del librero se mantiene segura, atada a la pared,
resistiendo la humedad, los alacranes y el viento marino. Los críticos
literarios que antes cortaban las hojas de sus libros ya no están, los colegas
que por la espalda le clavaban los alfileres envenenados, menos aún, vagan
lejos de la fiesta del mal. Hasta William Faulkner espetó indignado: “no me
gusta un tipo que toma el camino más corto para volver a casa”. El miedo y la
ignorancia jugando su partida con naipes marcados.
La literatura hoy está en
crisis, los editores no buscan al autor revelación, las librerías dejaron de
ser un lugar de encuentro, el oficio se quedó sin artesanos, sin los obreros de
cuadernos manuscritos. La tecnología partió la mesa en dos y que cada uno se arregle
como pueda. No está mal, renegar atado a un tiempo pretérito no es sano. El
Hemingway tóxico forma parte de una época única e irrepetible. El público que
hoy se disponga a leer los cuentos de Ernest es tan escaso como las monedas de
oro. Los pasionarios tenemos memoria selectiva. Qué nadie se equivoque, la
enfermedad es crónica y el tratamiento conocido.
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