Tuesday, December 20, 2011

SHAKESPEARE AND COMPANY: LA LIBRERÍA QUE "LIBERÓ" HEMINGWAY.



Uno sabe que París no se termina nunca. Uno admite que a París no se la olvida fácilmente. Lo entiende después de caminarla y sorprenderse a cada paso. La experiencia es un rito personal que no se puede verbalizar fácilmente. Los amigos te dilatan el cerebro con el recuerdo de sus propias emociones y, seguramente, con la buena voluntad de que tú repitan esos momentos. Sin embargo, nada se iguala a ese transitar por sus veredas, al placer de detenerse en un café o al sublime mirar sin respeto al Arco del Triunfo.


En el mes de mayo, después de haber pasado por Barcelona, Pamplona y Bilbao, me regalé una semana en París. Como un visitante más, me desplacé hasta la mítica librería Shakespeare and Company. Sin temor a equivocarme, son muy pocos los turistas que recalan en París sin sacarse una foto frente al local de esta casa que se convirtió, a lo largo del siglo XX, en un santuario de los artistas anglófonos y de todo aquel que conoce un poco de literatura.

La primera Shakespeare and Company fue fundada por Sylvia Beach, en el 8 rue Dupuytren, antes de mudarse al 12 de la rue Odeón, en el sexto distrito. La librería y biblioteca circulante, era uno de los lugares de reunión de los escritores expatriados en París, un hogar acogedor, con una gran estufa en invierno, mesas y estantes, libros nuevos en los escaparates y en las paredes fotos de escritores tanto muertos como vivos.


La librería funcionó entre los años 1919 y 1941, cuando fue cerrada por la ocupación nazi. La leyenda dice que la clausura se debió a la negativa de Sylvia Beach a venderle a un oficial alemán el último ejemplar de Finnegans’s Wake de Joyce.
La primera vez que Hemingway entró a la librería fue en diciembre de 1921, estaba un tanto intimidado, ya que no llevaba mucho dinero, además del temor que siente un joven aspirante a escritor cuando ingresa en una librería y se encuentra con una mujer que ha leído muchísimo.


Sylvia le extendió una tarjeta de suscriptor, a pesar de no tener lo suficiente para pagar. Y lo mejor del caso, le dijo que podía llevarse todos los libros que quisiera. Sylvia a pesar de lo mal que se sentía Hemingway al principio, lo trató muy bien, estuvo encantadora, sonriente, cordial y comprensiva. Tan avergonzado estaba Ernest que hasta su dirección en el 74 de la rue Cardinal Lemoine, conspiraba para acentuar su pobreza.
Hemingway había encontrado un tesoro maravilloso, sobre todo para un joven aprendiz de escritor, que necesita leer muchísimo y conocer las técnicas de otros escritores. Comenzó leyendo a Turguenev, los dos tomos de los Apuntes de un cazador, Hijos y amantes de D.H. Lawrence, La Guerra y la paz de Tolstoi y El jugador de Dostoievski.

Así describe Hemingway a Sylvia Beach: "Sylvia tenía una cara vivaz de modelado anguloso, ojos pardos tan vivos como los de una bestezuela y tan alegres como los de una niña, y un ondulado cabello castaño que peinaba hacia atrás partiendo de su hermosa frente y cortaba a ras de sus orejas y siguiendo la misma curva del cuello de las chaquetas de terciopelo que llevaba. Tenía las piernas bonitas y era amable y alegre y se interesaba en las conversaciones, y le gustaba bromear y contar chismes."

Sabemos que Hemingway siempre sintió un gran afecto por Sylvia Beach. Encontró en ella desde el principio la admiración constante y sin reservas que siempre necesitó y de la que Hemingway se sintió ávido, aún en la cumbre de su gloría. La veneración hacia Sylvia Beach era total. Gracias a Sylvia conoció a Adrienne Monnier quien tenía una librería frente a Shakespeare and Company, una mujer que fue su guía y lo puso a leer obras francesas modernas.


Sylvia nos describe la primera visita de Hemingway en 1921: “Al levantar la cabeza vi un gran joven de pelo castaño, con bigote, y le escuché decir con voz muy profunda que era Ernest Hemingway. Le dije que se sentara y supe, preguntándole, que era oriundo de Chicago. Me enteré también que había pasado dos años (sic!) en un hospital militar para recuperar el uso de su pierna. Dijo: ¿Quiere ver? Sí… claro, por supuesto, respondí. El trabajo del negocio Shakespeare and Company fue por lo tanto interrumpido mientras él se sacaba el zapato y el calcetín para mostrarme las terribles cicatrices que le cubrían la pierna y el pie”.

El recuerdo de Sylvia Beach en su libro nos acerca más a este mundo maravilloso:

“En lugar de fijar una fecha para la apertura de mi librería, decidí simplemente abrirla tan pronto como estuviera apunto.

Finalmente, llegó un día en que todos los libros que fui capaz de conseguir estuvieron en sus estantes y que se pudo caminar por toda la tienda sin tropezar con escaleras y tarros de pintura. Shakespeare and Company abrió sus puertas. La fecha fue el 19 de noviembre de 1919”.

Sylvia al referirse a Ernest, agrega:

“Aún me parece que los veo a los dos, padre e hijo, caminando hacia la tienda tomados de la mano. Bumby, subido en un alto taburete, observaba muy serio a su padre, sin mostrar ninguna impaciencia, esperando a que le suba en sus brazos; supongo que a veces debía de parecerle una larga espera. Luego los veía marcharse a los dos, pero aún no iban a la casa, pues tenían que esperar que Hadley terminara con la limpieza. Se marchaban al café de la esquina, se sentaban en una mesa y, con sus bebidas frente a ellos -la de Bumby era un refresco de granada- hablaban de los asuntos del día”.

Inexorablemente viene a mi memoria, aquel pasaje único escrito por Ernest en París era una fiesta:

"Si eres lo suficientemente afortunado como para haber vivido en París cuando joven, entonces vayas adonde vayas durante el resto de tu vida, eso permanecerá contigo porque París es una fiesta móvil".

Ernest, quien supo esconderse entre las paredes de libros de esa capilla, en uno de sus tantos arrebatos, “liberó personalmente” la librería al final de la Segunda Guerra. Volvamos al libro de Sylvia:

“Un oficial alemán de alta graduación, que acababa de apearse en un enorme coche militar de color gris, se paró a mirar un ejemplar de Finnegans Wake que estaba en el escaparate. Luego entró y en un inglés perfecto me dijo que quería comprarlo. “No está en venta” ¿Por qué? Le expliqué que era el último ejemplar que tenía y que quería conservarlo. ¿Para quién? Para mí. Estaba cada vez más enfadado. Me dijo que sentía un gran interés por la obra de Joyce. A pesar de todo me mantuve firme. Salió dando grandes zancadas y en cuanto se fue, saqué el libro del escaparate y lo puse en un lugar más seguro”.

A partir de ahí, Sylvia tuvo que cerrar su librería. Pasó seis meses en un campo de concentración. Al final de la ocupación aún permanecían en el barrio latino nazis que, apostados en los tejados, tenían a la población asustada. Un día vieron llegar unos militares…

“Todavía había tiroteos en la calle l´Odeon, y ya empezábamos a estar hartos de los alemanes, cuando un día subió por la calle una hilera de jeeps y se detuvieron frente a mi casa. Oí una voz grave que gritaba. ¡Sylvia!.

¡Es Hemingway! gritó Adrienne. Bajé corriendo y chocamos. Me agarró, me hizo dar vueltas en el aire y me besó, mientras la gente que estaba en la calle y en las ventanas nos vitoreaba.

Subimos al apartamento de Adrienne e hicimos sentar a Hemingway. Llevaba el uniforme de campaña sucio y ensangrentado. Dejó su metralleta en el suelo con un sonido seco y metálico. Le pidió a Adrienne un poco de jabón y ella le dio el último trozo que nos quedaba”.

Hubo que esperar hasta 1951 para que un estadounidense enfermizo, George Whitman, abriera otro “bookshop” en el 37 de la rue de la Bûcherie, en el quinto distrito de París. Whitman, apasionado viajero quien le contaba a todos sus clientes que había sido curado por los mayas en Latinoamérica y había tenido una novia esquimal en Groenlandia, decidió bautizar el lugar como Le Mistral, antes de retomar en 1962 con el nombre de Shakespeare and Company, tras la muerte de Sylvia Beach. Entre otros comentarios se apunta que el homónimo de Walt, decidió este nombre en homenaje a Gabriela Mistral.
 

George Whitman nació en New Jersey en 1923, se crió en Massachusetts, viajó desde niño con su familia por varias ciudades y estudió periodismo en Boston University. Luego recorrió, a veces a pie, EUA y partes de América Latina.



Se radicó después de la Segunda Guerra Mundial en París, donde organizó una biblioteca de libros en inglés, primero desde una habitación sin ventanas en el Hotel Suez, cerca de la Sorbona, y luego en un quiosco. En 1958, Sylvia Beach, le dio autorización para usar el nombre Shakespeare and Company.



En 1964, año que se celebró el 400 aniversario del nacimiento de Shakespeare, la librería Le Mistral se convirtió en Shakespeare and Company.



No obstante ese santuario con el nombre a cuestas cayó en desgracia. George Whitman tuvo problemas a lo largo de los años. En 1967 la librería se vio obligada a cerrar por un año.



George Whitman, quien en diferentes épocas de su vida se llamó comunista, utópico y humanitario, fue en realidad un romántico, amante de libros, poetas y escritores.



Vivió 98 años. Hace dos meses sufrió un derrame cerebral. Hasta ese momento se lo veía transitar entre los libros y saludar a todos. Dormía en el piso superior de la biblioteca en compañía de su perro y un gato que cuidada todos los ejemplares. Solamente lo vi pasar a mi lado y como el tímido de Hemingway con Sylvia, no fui capaz de saludarlo. Su hija Sylvia Beach Whitman se ocupará de Shakespeare and Company de ahora en adelante. Hace ya unos años había cedido las riendas de la librería y su comuna de escritores ambulantes a su hija, la segunda Sylvia Beach de la literatura.



En la actualidad, en la planta baja de la librería existe un "wishing well", un pozo de los deseos donde los turistas arrojan monedas y un “poet’s corner”, un rincón dedicado a la poesía. Uno es humano y ante estas realidades también responde como tal. Este cronista hizo lo propio con su moneda y se dijo: “Hola, Hemingway”.




En el primer piso, al que se asciende por una estrecha escalera, pueden pernoctar viajeros a cambio de algunas horas de trabajo diario en la tienda. En ese camino necesariamente hay que detenerse y mirar los dibujos de las paredes, un placer adicional que no puede olvidarse. Fue allí donde durmieron algunos de los mejores escritores que se expresaron en la lengua de Shakespeare durante el siglo 20 y donde acaba de morir una de las históricas figuras del París literario.



George Whitman falleció a los 98 años en el legendario local del barrio latino, especializado en literatura anglosajona y lugar de peregrinación de autores como Ernest Hemingway, Ezra Pound, Francis Scott Fitzgerald o James Joyce. Whitman había retomado el legado de la estadounidense Sylvia Beach, que hizo de Shakespeare and Company el epicentro de la bohemia norteamericana en Francia.



Era una de las postales vivientes de París: la silueta delgada y el pelo plateado de George Whitman moviéndose entre turistas, literatos o lectores anglosajones que se abrían paso entre toneladas de libros que llenaban cada recovecos de las estanterías de la rue de la Bûcherie, frente a la catedral de Nôtre-Dame.



“George Whitman murió en paz en su casa, en el apartamento del piso de arriba de su librería”, anunció el negocio en su página de Facebook.



Los estadounidenses de la “generación perdida”, Ernest Hemingway, Ezra Pound, Francis Scott Fitzgerald, John Dos Passos, la legendaria Gertrude Stein o el irlandés James Joyce fueron algunos de los peregrinos que se reunían en el local.




Cuando este sudaca llegó a la puerta de Shaskespeare and Company, se quedó sin aliento. Miró ese ingreso donde otros desprejuiciados turistas documentaban con fotografías su paso y se sintió feliz. Qué podía pedir un escritor sin equipaje en medio de autores como los nombrados, solo recordar que más tarde a esa fundación, se sumaron los autores de la beat generation Allen Ginsberg y William Burroughs o Henry Miller, uno de los narradores norteamericanos que más escribió sobre las diferencias entre ser escritor en Estados Unidos y Francia.


Al salir de la librería me senté en el banco que rodea al árbol que saluda a todos desde la vereda. Me pareció que Hemingway me estaba mirando y giré mi cabeza a la izquierda. Un flaco de barba y una rubia insípida se besaban. Era otra historia. Nadie sabía que La pipa de Hemingway estaba esperando un milagro. Dejé un ejemplar “olvidado” sobre ese banco. Alguien, en este momento, estará preguntado quien es ese José María Gatti, yo también me lo pregunto.


































































Monday, December 05, 2011

UN VIEJO COMUNISTA, UNA RIÑA DE GALLOS, UN ESCRITOR OLVIDADO Y UN HEMINGWAY PERDIDO.



Todo en la vida de Hemingway es aventura. No hace falta recurrir al sinnúmero de anécdotas que circulan permanentemente para advertir que Ernest fue un hombre al límite. En verdad, ese estilo que lo caracterizó tenía su razón, nunca el escritor quiso ser un autor del montón y mucho menos un mediocre que estuviera mendigando a los editores para que le publicaran la obra. Nos guste o no, este prepotente supo que la “guerra” se libraba en todos los frentes y que ese desafío donde la vida y muerte conformaban un matrimonio perverso, era como el fino cordel que vibraba en su caña de pesca: resistía, pero en cualquier momento podía cortarse.

A Hemingway se lo critica por su pasión por los toros y, en menor medida, por la aficción a la pelea de gallos. Podemos llenar páginas enteras sobre este tema, cabe censurar, criticar, levantar la voz, pedir firmas en señal de protesta, solicitar que se prohíban todas las corridas y se persiga a esos inhumanos que lanzan al combate a dos gallos calientes, pero lo que debe quedar en claro es que Hemingway no es el causante de la muerte de toros y aves bravías.
Hace unas semanas, falleció un viejo militante comunista con el que supe mantener cierta amistad. Siempre el hombre soñó con la revolución y esa suerte de clase obrera combativa. En el velatorio, el hijo, a quien no veía desde la adolescencia, me comentó que su padre había sido amigo del poeta Luis Leopoldo Franco, un escritor terriblemente comprometido con lo social y muy cercano a la militancia de su padre. Luis Franco fue un rebelde no reconocido por sus pares porque tenía una conducta moral intachable. De hecho, antes que escritor fue obrero rural y nunca negó el origen humilde, su raíz de hombre de campo. Este preámbulo viene a cuento, porque mi amigo en un viaje que realiza a Cuba tiene oportunidad de conocer a Hemingway.


 En ese encuentro donde participaban poetas cubanos y argentinos, le entrega a Ernest una serie de libros. Mi amigo, allí se entera que el norteamericano era simpatizante de la riña de gallos. Inmediatamente recuerda un cuento de Franco y le promete al novelista que se lo enviará a su regreso. Así lo hace. Hemingway, dos meses después, le responde que leyó ese cuento con gran placer y que lo considera uno de los mejores relatos sobre la pelea de gallos. Me parece oportuno que ustedes conozcan al menos, el fragmento principal de esa obra y saquen sus propias conclusiones. Yo expongo la mía: un escritor del norte argentino, olvidado por el aparato profesional de editores comprometidos con la lectura de libros propios de salas de espera de consultorios, se encuentra a través de un cuento, con uno de los mejores escritores del siglo XX gracias a un tema polémico como es la riña de gallos. Dos historias distintas, dos ambientes sociales diferentes, dos realidades opuestas. Un hombre de Chicago leyendo a un paisano catamarqueño. Dos gallos de riña, la vida y la muerte, la aventura en el medio, el desquite, la diana de victoria y el olor a sangre que no cesa, que atraviesa el tiempo, que se coagula en la letra impresa. Con ustedes la pelea.


DESQUITE (Cuentos orejanos)


Enlazado de medio cuerpo por un pañuelo que cruzaba bajo las alas, colgaba el gallo en vilo del gancho de la balanza de mano.


-Seis, ocho...Les llevamos apenas una oncita -masculló el viejo Eladio.-Bueno, bueno, calcen ligerito y vamos -gritó Don Paulo.


Y en las púas, despuntadas como guampas torunas, les calzaron las espuelas de acero. Cantó uno y sobre el pucho le retrucó el otro: cantos encogidos de rabia, como restallados.


Capadas de crestas, las cabezas denudas como un talón, rojas como un tajo. Lampiños de cogote, de ancas y de muslos, mostraban la carne en que ardía la sangre de pelea como ají de monte. En cuanto al estado, ya se veía el alcance del toreo y la dieta, y la maña de los cuidadores.


Con ese odio que prende más ligero que la pólvora, tiritaban de coraje, golosos del entrevero a punta. Se salían de la vaina.


Uno, el Giro, era medio viejazo, y viejazo del todo, pero su fama tampoco era nueva. Al Torcazo, un tuerto de avería, su dueño lo había costeado de no sé qué pago.


En un decir Jesús, un muchacho había rociado y barrido el redondel. El viejo Eladio echó su gallo. ¡Qué mozo para el baile! Cloqueando despacito, alzando un poco las patas por el ajuste del puón, el Torcazo caminaba tranquilo, canchero viejo. El costurón de un tajo le sesgaba el cogote. Por ratos quería alzar alguna pizca del suelo, o tirarse la atadura de una espuela.


Don Paulo se arrimó con su gallo y el viejo levantó el suyo.


- Caramba- chanceó aquél, mirando al Torcazo -como si medio le brillara la cabeza.


-Es la grasa del zorro, señor -se rió el otro aludiendo a la vieja trampa.


Soltaron. Los gallos guardaron distancia, aguaitándose medio al sesgo con ojos de chispa, los cogotes encogidos, tiritando las cabezas, en sube y baja, como si vinieran buscándose de años sin poder toparse.


La riña estaba en un pelo. Bárbaros de más puntas que un tala, era cuestión que se entregaran un poco, no más. Por ahí se agarraron de firme, y contestando al otro, el Torcazo tiró dos veces en la misma picada, aunque su tiro de crédito era de costado.






Se le vió un rasponcito, una nadita, cerca del oído....


-¡Diez pesos al Giro!- desafió el comisario -¿Quince pesos al Giro, señores? ¿Quén paga?


Nadie movió la boca.


Se cruzaron de nuevo, y al Giro le coloreó un tamaño tajo encima de la nuca.


-¡Pago los quince, don!- anotició de golpe el viejo Eladio.


El desafiante medio tartamudeó al principio, pero después retrucó con ganas: ¡Pagados!


-Velay, ¿Quiere llevarme cinco pesos más?- se le arrimó otro comedido.


- No ha de ser, amigo: déjeme espiar un poco...


Qué diablos, al Giro le sangraba ahora el pico. Hereje el tuerto, señor. ¡Vaya la falta que le hacía el ojo ausente! Le llovió la plata como habas.


- ¡Diez pesos al Torcazo!


- ¡Cinco aquí!


- ¡Diez a ocho al tuerto!


- Está lindo pa´parar, caballeros; nada se ha visto hasta no ver todo -filosofó un viejo de ponchito hilachento, sabiendo que una riña es como taba al aire.


Todos estaban con la boca seca. Nadie pitaba. Los gallos se acorralaron a muerte.


Dos o tres topes más y alguno medio cloqueó ¿Cuál? No se supo bien al principio. El Giro acababa de perder el pico, y el otro, golpeado en el ojo bueno, estaba ciego....


El asombro de la rueda ruideó como el viento.


- Silencio...


Cosa de diablo…


A alguno le borbollaba la garganta. ¿El Torcazo? Sacudió la cabeza con un cloqueo.


- Oh...degollao...¡Lo está ahogando la sangre !


En eso, sintiendo cerca el acezo del otro, se despabiló de golpe y, tambaleando a lo borracho, cintareó el último bote. Después se acostó despacito sobre sus patas y aflojó la cabeza, muerto. El vencedor, desfondado de heridas y casi ciego, miserable, espantoso, soberbio, lanzó su diana de victoria.

Fragmento del cuento de Luis Leopoldo Franco 1898/1968. El autor, en 1965, publicó en Argentina un libro sobre la Revolución Cubana titulado Espartaco en Cuba, dedicado a Ernesto "CHE" Guevara.

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