Wednesday, January 30, 2008

LIBROS DE HUMO

Dejo mi cortado por la mitad y me llevo el agua mineral. Es inútil pelear. El amigo fumador dice que el encargado lo autorizó y a mí el mozo me asegura que no tiene posibilidad de decirle al hombre chimenea que se marche afuera.
En medio de todo esto, acabo de comprar la colección de diez minilibros editados por la Biblioteca Nacional, en el apeadero de la Avenida Las Heras y calle Agüero. Son del tamaño de un atado de cigarrillos. El vendedor no es el cómplice librero sino una máquina expendedora que antes lanzaba cajas de cigarrillos de todas las marcas. Con mis libritos me meto en otro café que parece más disciplinado en cuanto al código de fumadores y del revistero levanto el suplemento Radar de Página 12. Cuando todavía no había llegado mi café, me sorprendo con una crónica titulada “¡Vos, fuma!”, que dice: “Hace más de medio año, la compañía británica de diseño Tank, tuvo una idea al menos curiosa: producir una gama de libros clásicos con el packaging de los cigarrillos. Obras abreviadas y relatos de Kafka, Conrad, Tolstoi, Kipling, Stevenson y Hemingway con forma de atados de veinte fueron así distribuidos entre diversas librerías y negocios. La aparición de los libros, que llevan como slogan cuentos que te dejan sin aliento, coincidió con la prohibición de fumar tabaco que rige desde julio pasado en los bares y restoranes británicos. Todo parecía ir sobre rieles hasta que la BAT ( Bristish American Tobacco) se quejó de uno de los atados, precisamente el que incluía Las nieves del Kilimanjaro de Hemingway, se parecía más de lo tolerable al atado de Lucky Strike”. Me pregunto: ¿Puede seguir jodiendo este tipo? Lo digo porque no le tocó a Kafka o Conrad…no, tenía que ser al malhumorado de Hemingway.
El mozo llega con mi pedido, lo deja sobre la mesa y antes de introducir el contenido del sobre de azúcar en la taza, observo que una señora enciende su cigarrillo Lucky Strike y saca de su cartera el estuche violeta del minilibro de la Biblioteca Nacional, titulado Esquema de una explicación de Chaplín de José Carlos Mariátegui.
Me tendré que acostumbrar a que las obras pequeñas sean atados de cigarrillos y que los libros de Hemingway no acepten el humo.

Sunday, January 27, 2008

EL VECINO STEINHART

Cuando escucho el apellido me quedo helado. El hombre alto, de unos setenta años, canoso, ojos azules, vestido con un traje de Zegna y finamente perfumado, repite: “Steinhart”.¿Será el mismo?, me digo. Estoy convencido que no sabe que yo sé que si es pariente del famoso Steinhart, no puedo decirle que su antecesor fue un hijo de puta. Tampoco es ningún pecado ser familiar de un cagador, él debe tenerlo bien en claro. Tal vez sea nieto o sobrino de Frank Steinhart o quizás, todo forme parte de una coincidencia. Con él está un tal Company que se presenta como “Esteban” y es el encargado de los tragos exóticos en Bo Bo, el restorán gourmet del hotel boutique de la calle Guatemala 4882. Son la 19.30 y el lugar comienza a llenarse de esos amigos del after office. Todos estamos esperando a Pierette quien aviso que llegaría unos minutos más tarde. Me siento incómodo en este ambiente. No soy amigo de los lugares de relajación vespertina. Steinhart vive en Punta del Este y se dedica al negocio inmobiliario. Con Pierette van a inaugurar en Buenos Aires un hotel exclusivo para extranjeros. Mi presencia en este lugar no tiene relación alguna con el proyecto, todo vino al caso porque Pierette me insistió en que “conociera a su socio, un hombre que estuvo en Cuba y sabe mucho sobre Hemingway”. Por supuesto desconocía que se trataba de Steinhart. El legendario Steinhart era el vecino de Hemingway en Finca Vigía. El padre de Frank había sido el propietario de la Havana Railway Co., la compañía de tranvías instalada en La Habana a principio de 1900. Todo indicaba que el alemán transportista era un excelente negociador con los mafiosos estadounidenses pero, más allá de la aventura fenicia, la relación de “Hem” con Frank no era de lo mejor. Es que Ernest le gustaba jugar con la pirotecnia y siempre encontraba un motivo para alegrarse haciendo tronar algunos petardos. Papa volvía loco al alemán con cohetes y bombas de mal olor que arruinaban las fiestas del empresario y el germano tratando de poner límite al norteamericano le soltaba los perros y siempre se le escapaba algún disparo de pistola. Mary logró acercar a las partes, pero todo fue un suspiro. Incluso en su libro, la Welsh hace aparecer a los Steinhart como buenos y atentos vecinos.
Ahora yo estoy con Teodor Steinhart y lo escucho hablar sobre Hemingway de una manera admirable. Parece un enamorado de sus aventuras y picardías y me recuerda haber estado en Cuba después de la Revolución cuando la mansión de la Steinhart ya no era la residencia de lujo y sí en cambio se había transformado en la escuela secundaria Fernando Chenard Piña, en homenaje al fotógrafo revolucionario muerto en el cuartel Moncada el 26 de julio de 1953.Teodor no parece darle importancia a sus antepasados y cuando le nombro a Frank me responde: “un nazi fanfarrón”.
Saludo a Pierette y me despido de Steinhart. Teodor levanta su copa de cerveza y con su mejor sonrisa me deja tranquilo que no tiene ningún pelo de tonto. Son las 21 y este lugar parece estar repleto de gente que no me interesa.

Tuesday, January 22, 2008


MEMORIAS DEL PATA PATA

De pronto, sin aviso y como para causar más sorpresa aún, Manolo desde Barcelona me bautiza con un llamado telefónico inesperado. “Tío, no podía dejar de decirte que ayer en el Palau de la Música, la despedí a la Miriam Makeba bailando el Pata Pata”. Como siempre éste flor de cornudo, vino a despellejarme con un recuerdo prehistórico. ¿Miriam Makeba todavía vive?, le respondí. “Pedazo de pelotudo, ojalá a los 75 años tu puedan moverte como esta negra”, me abofeteó. “Setenta y cinco años y todavía arriba de un escenario”. “Vete a cagar” me dijo y colgó. Espero que no se haya ofendido pero uno pierde la noción del tiempo y la distancia. Yo nunca fui bailarín, tampoco un fanático de la música, debo reconocer que a pasar de ello me supe mezclar entre esos jóvenes que saltaban al ritmo de alguna melodía y con esta africana quien no movió sus caderas. Ahora bien, ya pasaron unos cuántos años de aquellas épocas de furor y el Pata Pata parece tan lejano como la primera novia o el cigarrillo pitado a escondidas. Esto suena contradictorio en un tipo que vive escribiendo sobre un escritor borracho llamado Hemingway. Hasta parece extraño que tratando de dejar aclarado que en otras épocas las cosas eran distintas, ciertamente repletas de fantasías y felicidades, la mínima revisión de una mujer despidiéndose dignamente de su público no le emocionara a pleno. Es que las emociones cambian y las razones mandan, decía una tía y si bien el Pata Pata seguirá deslubrándolo a Manolo, a mí en cambio me volverá un poco más demente los cuentos de Nick Adams y las aventuras de pesca de ese norteamericano mujeriego.

Friday, January 18, 2008


BOBBY FISCHER Y ERNEST HEMINGWAY

Lo conocí a Bobby Fischer en el restorán Pipo, comiendo los famosos vermichelis al tuco y pesto. Había estado jugando una partida en el Teatro San Martín y, cansado de las presiones y los periodistas, decidió escaparse por la entrada de la calle Sarmiento para parecer un ser humano y no un genio. No era un tipo de sonrisa fácil, parecía melancólico, ausente, depresivo. Sabía que era él pero no quise molestarlo. Estaba acompañado por Antonio Carrizo y un ajedrecista que no recuerdo. No levantó la mirada del plato. Repitió el menú, no bebió alcohol y sí consumió dos coca-cola. Con el tiempo supe que odiaba a su madre, que no concretó pareja estable porque sentía cierto rechazo a las mujeres. Le reprochaba a su progenitora el meterle un tablero de ajedrez en la cabeza. Estoy seguro que no era feliz. No podía serlo porque nunca se acomodó al sistema de vida norteamericano. Leía mucho, se apasionaba con los escritos de Hemingway y sentía admiración por él porque era de Chicago, porque nunca fue un académico, porque detestaba a los políticos, porque el poder terminaría destruyéndolo, porque debió vivir más tiempo fuera de su país que en la propia tierra, porque los servicios de inteligencia lo perseguían, porque el gran abuelo Bush lo tenía señalado como incorregible.
Verlo a Bobby Fischer en sus últimos años era un espejo de Ernest Hemingway. Como en el caso del novelista, a Bobby lo asesinó el imperio. Destruído, maltratado por los barbitúricos, arruinado económicamente, aislado, alejado de todo, más cerca del infierno que del paraíso, Fischer a los 64 años, volteó el rey sobre la cuadrícula y detuvo el reloj.
A veces los grandes son demasiado sabios y a tiempo logran mirar al cielo desde una porción de tierra que ya no puede ser cultivada.

Tuesday, January 08, 2008


CINCO ESPAÑOLES EN UNA LIBRERIA

De pronto se cruzan las letras, sinónimos, sustantivos, títulos. No es un día oportuno para estar sentado leyendo en una librería. Sin embargo, alrededor de las cuatro mesas son varios los consumidores de libros que se duermen entre las páginas. Afuera el calor no perdona y adentro un hermoso clima invita a tomar un café o el agua mineral de rigor. Me acomodo, todavía no logré abrir el libro de Manguel y ya las voces en alto de un grupo me distrae. Son cinco españoles. Parecen conocer de literatura o al menos ser lectores adictos. “Ya me tienen las pelotas infladas con ese Bolaño, es que no dais cuenta que lo pintan al tío como un genio, pero si hay mejores…qué va”, dice un grandote de anteojos oscuros. “A mi no me digas porque tu sabes que yo soy de las que me matan los policiales: Simenon, Bester, Sayers, Bardin… Leblanc… hombre, Eco…”, apunta una colorada de pelo revuelto. “Ustedes se escapan, estamos hablando de escritores, ¡que joder!: Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan Rulfo, de qué otra cosa podemos hablar cuando decimos li-te-ra-tu-ra”, puntea un flaco narigón que luce un habano apagado en su mano derecha. La mas recatada es una señora de cuidada cirugía y abultado pecho que tiene aspecto de docente jubilada: “Y de la poesía…que, Machado…Hernández, Alberti, Lorca. El último no participa de la conversación, sigue leyendo a Wilbur Smith y “La ruta de los vengadores”.
Decido volver a lo mío. Trato de ser un escucha ausente. El libro de Manguel, “Nuevo elogio de la locura”, lo dejo sobre la mesa. Estos hispanos lograron modificar mis hábitos. Entonces se me cruza por la mente la guantaramera que me hizo escuchar hace unos días el inquieto Tomi Del Ball, antes de marcharse a Barcelona:

El premio Nobel pescó
Porque es un tigre escribiendo;
Cuando escribe estamos viendo
Los momentos que el vio.

Ante su estampa tembló
La pantera de Zambeze
Su libro decir parece
Que el viejo fue Hemingway
Pero que el mar es de Hatuey
¡Porque él se lo merece!

Le gusta sentir bravío
El viento sobre El Pilar
Y de noche conversar
Con la selva y con el río.

Le gusta este suelo mío
Y nuestro mar antillano
Le gusta estrechar la mano
De los humildes de aquí
Y le gusta el daiquirí
Sano, sabroso y cubano.

La broma de Howard Hawks a Hemingway, cuando con el libro en mano de “Tener y no tener”, le dijo: “Podría hacer una buena película de tu peor novela, por ejemplo de Tener o no tener”. Esa confesión de Juan Marsé sobre Las Nieves del Kilimanjaro, el libro que lo atormenta desde pequeño. Y sin razón, como el vuelo de una paloma, se me revela la inquietud de Ricardo Koon sobre la suerte de Kid Mario, aquel Mario Sánchez Cruz que “Papa” supo utilizar sus servicios como masajista oficial después que se enteró que había cruzado guantes con Gene Tunney. Y más aún me aletea el cerebro, cuando recuerdo que la Mary le pidió a Fidel Castro que lo mandara a Estados Unidos para que continuara masajeándole el cóxis.
Todo como una ráfaga de aire ausente, mezclado con el sonido del aire acondicionado, y mientras los cinco españoles con las bolsas de ropa recién comprada se levantan de su mesa y dejan dos euros de propina. Algo poco común en una Buenos Aires que ya se está quedando sin librerías.

Tuesday, January 01, 2008

GOL OLÍMPICO

Muchos de ustedes me pidieron que el cuento de Juan Villoro debía estar en este espacio.Yo también coincido.Los dejo con la magia del escritor.

"Yo soy Fontanarrosa"

¿Tolstoi, Joyce y Kafka, compañeros de Roberto Fontanarrosa en un equipo de fútbol? La imaginación del mexicano Juan Villoro crea ese encuentro insólito en este cuento brillante, compilado en el libro La hinchada te saluda jubilosa (Ross), que anticipamos. El humor y la ironía del relato son un homenaje al creador de Inodoro Pereyra.

Sábado 22 de diciembre de 2007 Publicado en la Edición impresa
AdnCULTURA-diario LA NACIÓN-ARGENTINA

-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka. Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían. Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:
-Te va a fundir. Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir.
Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.
Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.
Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de clase que no siempre se aprecia.
Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!
Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón. No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.
Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo. Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.
Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó pénalti.
Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que solo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: "nos vemos en los vestidores" y en las canchas donde no hay vestidores significan: "te voy a partir la madre", sin que haya que precisar el escenario.
En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.
El era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:
-¡Abre la cancha! ¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?
Obviamente no sabía nada. ...l era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria. Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.
Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.
Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.
Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.
El problema, mi problema, es que ese partido podía ser la salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.
La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.
He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en sacrificios humanosser mi salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado. La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.
A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no solo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.
El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.
Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él. Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico. Con el Mecate iría a la Patagonia.
Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen resultó profética. Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.
Minutos después oriné sobre un montón de piedras. El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y figuras de yeso.
Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.
Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos de un policía.
-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado por una piedra.
¿Ya viste?
-¿Qué? -¡
Measte a Juárez!
Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había distinguido?
Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.
Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento solo criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito. Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.
Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D. F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra redonda.
El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.
Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.
-La derecha es discriminatoria -dijo un policía. -Yo no discrimino a nadie -me defendí.
-¡Te measte en Juárez!
-Fue un accidente.
-No hay accidentes, solo hay consecuencias -contestó otro policía.
Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.
No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie".
Vi trabajar a los policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios que tengo sobre las fuerzas armadas. La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.
-Soy escritor.
-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas.
-El fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.
La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras completas en el nacimiento del pelo:
-A ver: ¿quién escribió La vorágine?
Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el uniformado dijo "La vorágine" pensé que, en su condición de iletrado, malpronunciaba un título francés, algo así como La vorange. Como no sé francés, no quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:
-No sé. }
No creyeron que fuera escritor.
El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un partido en cancha grande. No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos. En el trayecto sonó el radio:
-"Houston, tenemos un problema".
Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.
-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.
Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.
-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.
Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.
-Para ponértela, tienes que aprender esto -me dieron una tarjeta.
El ayuntamiento izquierdista había lanzado un peculiar programa de promoción de la lectura entre los policías. Les daba uniformes a condición de que portaran nombres de escritores. Para vestir la camiseta, había que saber quién era el autor que la respaldaba. Después del partido se celebraba una velada literaria.
Leí mi tarjeta:
"Roberto Fontanarrosa fue un humorista que ayudó a pensar en serio. Dibujó la series de Boogie el aceitoso y El renegau. Hincha del Rosario Central, escribió inmortales cuentos de fútbol. Su libro Una lección de vida resume en su título lo que dejó a sus lectores. Cuando murió, las barras pidieron que el estadio de Rosario llevara su nombre. Se reunía a hablar con los amigos en el Café Egipto. Ahí, una taza no deja de echar humo, por si el Negro regresa".
Hace años escribí una nota un poco displicente sobre Una lección de vida. Quería mostrarme como escritor sofisticado y no me pareció correcto elogiar a un caricaturista. Ahora, la camiseta con su nombre podía congraciarme con los policías. Me la puse como una segunda piel.
El policía que había conducido la patrulla resultó ser Chéjov. Justo cuando pensaba que un buen rendimiento en el partido podría salvarme se acercó a decir: -Estás arrestado. Vas a jugar, pero arrestado.
¿Puede alguien sobreponerse a semejante presión? Tenía tantas ganas de hacer las cosas bien que las piernas me temblaban.
He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en sacrificios humanos. Entonces les ofrecí cien, pensando que había un problema de cotización.
-No aceptamos sobornos: esto no es el D. F.
Había caído en un andurrial donde la norma era inflexible. Cuento esto para que se comprenda mi angustia en la cancha: esos policías no me iban a perdonar así nomás. Todo les parecía grave. Eran fanáticos juaristas que no se corrompían y esperaban que yo frenara al extremo izquierdo. Me apliqué en la marca, como si me entrenara el dictatorial Lavolpe, pero fui rebasado, metí el pie en un agujero, tropecé con Tolstoi, la pelota me rebotó en la espalda y el enredo se convirtió en un pase para el centro delantero rival: 0-2.
En el segundo tiempo la vista se me nublaba de cansancio pero no me rendí. En algún minuto impreciso recibí un balón elevado, lo maté con el pecho y chuté con efecto. El balón salió como un planeta en miniatura, girando sobre su eje, y fue a dar al rincón donde anidan las arañas. En caso de contar con redes, aquello se hubiera visto como un golazo. El único problema es que esa era mi portería. Hemingway llegó dispuesto a matarme.
-"Los valientes no asesinan" -cité la frase con que Guillermo Prieto salvó la vida de Benito Juárez.
Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me perdonó la vida. Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese necesario y fracturé al extremo izquierdo.
El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja, me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.
Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder lo que quedaba del campeonato.
Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.
Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.
Pasé el resto del partido encadenado a un poste. Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio mesoamericano.
Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.
¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.
Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora había tiempo para llevarme a la delegación.
Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.
Me sentaron entre Kawabata y Okri. En ese momento, ocurrió algo desagradable: Jorge Linares entró al estrado por una puerta lateral.
Los policías aplaudieron su llegada. A continuación, uno por uno se pusieron de pie, dijeron el nombre del escritor que llevaban en la espalda y recitaron su biografía. Cuando me tocó mi turno dije:
-Yo soy Fontanarrosa. Linares me vio con atención. Nos conocíamos de nuestros inicios literarios. Él es de Colima y recibimos juntos la beca Jóvenes Creadores del Occidente.
A pesar de sus ojeras, los dientes manchados de tabaco, el pelo ralo y la frente arrugada por sus fracasos literarios, Jorge era reconocible. Más difícil resultaba que me ubicara a mí, con la camiseta del Inter, en un equipo de policías de Ciudad Moctezuma.
Recité lo que recordaba de la tarjeta. Jorge sabía de memoria las biografías porque él las había escrito. Me vio con incertidumbre, como si tratara de recordar algo.
Lo que quería recordar era lo siguiente: en 1998 nos peleamos por Fontanarrosa. Me acuerdo bien porque fue el año del Mundial de Francia. Jorge era entonces jefe de redacción de una revista que desprecio pero donde a veces publico porque soy plural. Escribí para ellos la reseña de Una lección de vida. Jorge la rechazó con estos argumentos:
-No te atreves a decir que el autor te gusta porque te parece populachero y tú quieres ser el escritor más fino de Zamora. El epígrafe de Adorno no viene al caso: lo pusiste para lucirte.
El comentario me molestó por veraz. Había leído a Fontanarrosa con gusto y mis reparos eran caprichosos (lo acusé de colonialista por escribir "mejicano" en vez de "mexicano"). Sin embargo, en ese momento pensé que Jorge quería bloquear mi carrera, me odiaba por ser un mejor escritor del Occidente y solo se interesaba en Fontanarrosa por estar enfermo del fútbol.
Poco después, Jorge dejó el trabajo de jefe de redacción, se fue como corresponsal al Mundial de Francia y comenzó el sostenido hundimiento que ha sido su trayectoria. No volvió a escribir cuentos. Adquirió la deleznable notoriedad de un cronista de fútbol y apareció en programas deportivos donde parecía intelectual porque nadie lo entendía. Mientras él se sometía al declive de alguien que solo concibe una metáfora si incluye un balón, yo aprovechaba el tiempo de otro modo. No puedo decir que me haya consagrado, pero soy uno de los autores juveniles más leídos de México, especialmente en la escuela del Mecate, y el año pasado recibí la Mazorca de Plata para autores del Occidente. Si ahora Jorge Linares me odia es por envidia.
Después de que recitamos las biografías, él leyó unos textos que hicieron reír mucho a los policías. En la sección de preguntas y respuestas, mis compañeros de equipo revelaron que lo habían leído con admiración, y no solo a él, sino a otros autores que mencionaron al lado de Zidane y Figo. Al terminar la lectura, rodearon a Jorge para pedirle autógrafos, como si fuera Maradona.
Cuando lo dejaron libre, él se acercó a preguntar:
-¿Qué haces aquí? -
Yo soy Fontanarrosa -repetí, como si no pudiera decir nada más.
-Un grande -dijo él.
-Grandísimo -agregué, con tardía sinceridad.
En ese momento el Mecate entró a la sala. Me había buscado por toda Ciudad Moctezuma y al descubrirme gritó mi nombre como un náufrago que ve una gaviota. La expresión de Jorge no cambió:
-¿Qué haces aquí? -insistió.
-Me arrestaron -contesté, y le conté mi historia.
Los policías le tenían respeto a Jorge. Nos dejaron hablar, sin interrumpirnos ni acercarse a nosotros. La situación cobró tal rigidez que ni siquiera el Mecate se aproximó. Fue un momento extraño, como cuando los capitanes de los equipos discuten en la cancha y nadie se les acerca. Una pausa dramática en la que dos rivales resuelven algo urgente. Segundos después volverán a odiarse. En ese instante, concentran las miradas del estadio entero y sus compañeros aguardan como estatuas. ¿Hay mayor tensión que la de los enemigos que acuerdan algo? Ese diálogo no califica como una jugada; al contrario: suspende el partido, ocurre fuera del tiempo, en una lógica paralela, inescrutable, que agrega un elemento extraño, que nadie desea pero contra el que no se puede hacer nada, un pacto oscuro y preocupante, el de los adversarios forzados a coincidir. Así nos vieron los demás, o así quise que nos vieran.
Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate, al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.
¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad. Acepté porque no me quedaba más remedio: -"Una lección de vida" -recité. Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato. Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una historia. Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:
-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.
El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el tema, pero no tiene mi voz.
Juan Villoro