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Friday, January 18, 2008


BOBBY FISCHER Y ERNEST HEMINGWAY

Lo conocí a Bobby Fischer en el restorán Pipo, comiendo los famosos vermichelis al tuco y pesto. Había estado jugando una partida en el Teatro San Martín y, cansado de las presiones y los periodistas, decidió escaparse por la entrada de la calle Sarmiento para parecer un ser humano y no un genio. No era un tipo de sonrisa fácil, parecía melancólico, ausente, depresivo. Sabía que era él pero no quise molestarlo. Estaba acompañado por Antonio Carrizo y un ajedrecista que no recuerdo. No levantó la mirada del plato. Repitió el menú, no bebió alcohol y sí consumió dos coca-cola. Con el tiempo supe que odiaba a su madre, que no concretó pareja estable porque sentía cierto rechazo a las mujeres. Le reprochaba a su progenitora el meterle un tablero de ajedrez en la cabeza. Estoy seguro que no era feliz. No podía serlo porque nunca se acomodó al sistema de vida norteamericano. Leía mucho, se apasionaba con los escritos de Hemingway y sentía admiración por él porque era de Chicago, porque nunca fue un académico, porque detestaba a los políticos, porque el poder terminaría destruyéndolo, porque debió vivir más tiempo fuera de su país que en la propia tierra, porque los servicios de inteligencia lo perseguían, porque el gran abuelo Bush lo tenía señalado como incorregible.
Verlo a Bobby Fischer en sus últimos años era un espejo de Ernest Hemingway. Como en el caso del novelista, a Bobby lo asesinó el imperio. Destruído, maltratado por los barbitúricos, arruinado económicamente, aislado, alejado de todo, más cerca del infierno que del paraíso, Fischer a los 64 años, volteó el rey sobre la cuadrícula y detuvo el reloj.
A veces los grandes son demasiado sabios y a tiempo logran mirar al cielo desde una porción de tierra que ya no puede ser cultivada.

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