Tuesday, March 28, 2017

LA FINCA VIGÍA


En 1939, después de cubrir la Guerra Civil Española, Hemingway regresó a Cuba con un deseo: huir de los límites de la ciudad.

René Villarreal vivía en la ciudad rural de San Francisco de Paula, a media hora de La Habana, estaba jugando al béisbol cuando un sedán negro se detuvo y un hombre alto bajó del auto: Era Ernest Hemingway. Los chicos corrieron para ayudarlo y Papa los saludó a todos.

Hemingway había alquilado Finca Vigía por un año y contrató al joven René como el encargado de la casa. "Cuando éramos más jóvenes, no sabíamos cómo decir Hemingway", recuerda René. "Cuando vino su hijo de vacaciones, lo llamaba 'Papa', y así empecé yo también a llamarlo 'Papa'. "A medida que pasaba el tiempo, me llamó su hijo de Cuba", dice René. "Él tenía un gran afecto por mí, y yo también lo amaba, realmente como un padre."





René mantuvo la casa de Hemingway durante 22 años. El lugar es ahora un museo, dirigido por el gobierno cubano. Los visitantes vienen de todas partes del mundo. A pesar de que no está permitido recorrer el interior, ven las habitaciones desde el exterior a través de las ventanas, pero René me dio una mirada al interior. Me mostró los trofeos de caza mayor que cuelgan en las paredes, la mesa donde literatos y celebridades del mundo se reunieron. Me mostró el sofá de gran tamaño -Gary Cooper, un invitado frecuente, era demasiado alto para cualquier cama así que dormía allí-. René me mostró los libros de la APA. Me mostró los cuchillos de caza. Me mostró los zapatos de Papa, todavía en su bastidor. La historia dice, que los compró a propósito de un tamaño demasiado grande para una mayor comodidad. Mostró la silla favorita de Papa, la barra de bebidas al alcance de la mano.












"Se levantaba temprano. Después de hacer sus ejercicios se pesaba ", dice René. "Yo le llevarle el desayuno,tomaba una taza de té, zumo de naranja, dos tostadas y mermelada de limón." Luego escribía durante seis horas seguidas de pie, sin camisa y descalzo, sobre un pequeño trozo de piel kudu. "Era muy protector con sus cosas", recuerda René."A veces le oía decir: 'Estoy trabajando bien, he escrito la cantidad de palabras necesarias."

Pero Hemingway se quejaba a veces de su esposa Mar
ie.  Sin embargo, le gustaba tener gente alrededor y los invitaba a venir. María había construido una torre donde Papa podría escribir. Era una buena idea pero Hemingway no lo utilizó muy a menudo. "Solamente una vez", dice René. "Lo ayudé a llevar la máquina de escribir y sus manuscritos arriba y se instaló allí y creo que no más de 15 o 20 minutos más tarde Papa bajó. No puedo trabajar allí. necesito la casa". Él estaba acostumbrado a trabajar aquí, entre los gatos en el medio ambiente zumbido de la casa ".

Cuando no escribía, Hemingway salía de pesca. Su barco, Pilar, ha sido llevado hasta la finca. Después de un día en el mar, Hemingway y su capitán, Gregorio, se sentaban en su mesa de la esquina en La Terraza, con vista al mar.

"Él sabía de las cosas que hacen los peces, para que pudiera atraparlos", dice Gregorio, quien recuerda un viaje que inspiró un libro. "Cuando fuimos a la mar, encontramos el viejo y el mar. Lo encontramos a la deriva en un pequeño bote con un gran pez atado", recuerda Gregorio. "Y cuando lo fue a escribir, quería darle un nombre. Lo nombré El viejo y el mar".








Gregorio Fuentes no era un hombre de edad en el momento y tampoco lo fue Ernest Hemingway. Pero a los 60, parecía mayor de lo que era.

Posteriormente, Hemingway dejó la isla, con la esperanza de un día volver. Pero a medida que pasaba el tiempo, se hizo evidente que él nunca lo haría. Un día una carta de él llegó a la finca dirigida a René.

Mi querido son cubano:

Papá se ha quedado sin gas. No soy el mismo hombre que solía ser. Los médicos me han dado una dieta rigurosa, sin sal, sin grasa ... no tengo espíritu de la escritura, que me gustaba mucho. Y pase lo que pase, Papá siempre se acuerda de ti, así que tenga cuidado de los gatos y los perros y lo que te pedí para mí.

Así Hemingway
nos dejó y muchos de los visitantes que cada año a través de las ventanas de La Finca dicen ver a Papa terminan asombrados. Así también la leyenda crece en la imaginación de cada uno de sus fanáticos y amantes de la vida aventurera.





CBS 12 de mayo de 1999 11:24

Wednesday, March 15, 2017

EL VIEJO DEL PUENTE






Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.






Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.





-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
-Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.



No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.



Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.





-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Sólo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.



Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo si fuera usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo sólo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.






No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.