Thursday, January 26, 2012

LA GRANJA DE HEMINGWAY Y MIRÓ



No hace mucho tiempo que visité Tarragona. Tratando de cumplir un sueño postergado llegué hasta Cornudella y luego a Mont-roig. En Cornudella me embriagaron con sus vinos y tentaron mi gula con sus gigantescas avellanas. En Mont-roig mi paso fue apresurado aunque debía  inevitablemente asociarlo con Joan Miró. Sin darme cuenta estas dos ciudades tenían un vínculo sanguíneo directo con el artista catalán y, además, una historia que terminaría plasmada en un cuadro que ligaría la vida de Hemingway y Miró.


Cuando Miró llegó a París en 1920, era un españolito tímido y de aspecto pueblerino que traía pegado el sol en la piel y las ganas de triunfar. Tenía hábitos muy austeros y los bolsillos tan flacos que aquella expresión suya, años más tarde, no sería una exageración: “Por hambre, yo pinté muchas obras en estado de alucinación.” Era un muchacho tímido acostumbrado a la vida de campo. Hacía pie en la metrópoli con la ilusión de tutearse con los grandes, pero a todos les resultaba difícil sobrevivir en una ciudad donde el arte partía las paredes. Claro está que ese desafío lo angustiaba tanto que a determinado momento pensó en regresar a su país y dedicarse a trabajar la tierra..
Sus padres, quienes ya habían advertido una personalidad cerraba, decidieron en 1910 comprar una casa en las montañas en Mont-roig, en parte para ayudarlo a recuperarse de la depresión que arrastraba. Es allí donde el mundo interior de Miró se enriquece con el terreno natural. Su apasionamiento lo lleva a plasmar sobre una tela ese encuentro con la vida que se acostaba en la serenidad de un silencio abrumador. Esa necesidad de mostrar una porción de tiempo tan suya lo sobresaltaba, porque no podía vencer a la belleza del paisaje. Miró se disgustaba permanentemente pues sostenía una lucha despareja. Lo que él veía no era lo que pintaba, y si bien el código creativo tenía un sustento artístico, su espíritu pedía otra imagen. En algún momento cierta crítica amarilla pretendió golpear al artista con un juicio poco serio. Más de un clarificador tóxico deslizó que el catalán no sabía dibujar y por eso su arte se desplazó hacia una figuración mágica. Es verdad que por el mismo tamiz pasaron Picasso y  Dalí, aunque con sólo detenerse en la obra La Granja, todas las expresiones pierden valor. No es casual que hablemos de Picasso y Dalí, tan cercanos a Miró, como tampoco que reconozcamos a La Granja como una obra de peso. El artista tenía por el lienzo un verdadero afecto. Miró dijo en referencia al cuadro:Desde un gran árbol a un pequeño caracol, quise poner todo cuanto yo amaba en el campo. Creo que es insensato darle más valor a una montaña que a una hormiga (algo que los paisajistas no saben apreciar), por eso no dudaba en pasarme horas y horas para dar vida a la hormiga. Durante los nueve meses que trabajé en La Masía invertía siete u ocho horas diarias. Sufría terriblemente, bárbaramente, como un condenado”


Uno advierte cierta característica ingenua en todo el proceso de la obra y también la preocupación por exaltar la naturaleza y focalizar la fusión  de las pequeñas cosas con lo auténtico y humilde de la vida campesina. El trabajo, La Granja, terminó la fase temprana del pintor, que fue llamada "realismo poético". A mediados de los años veinte, Miró había abandonado las técnicas realistas de La Granja y había creado un estilo surrealista del automatismo y de la abstracción. Sin embargo el paso de una vida mezquina a un mundo cosmopolita le abrió los ojos. Esa resaca catalana se fue asimilando y el joven artista comenzó a beber el champagne francés que lo embriagó totalmente. Fue tal el proceso de cambio que por un tiempo dejó de pintar y solo observaba su obra sin terminar. La Granja la había bocetado en Mont-roig, la continuó en Barcelona  y ya en estado avanzado la  llevó a París. El “pintorcito” como le apodaba Hemingway, no quiso dar pasos en falso. Arregló con el escultor Pau Gargallo  la renta de su estudio de la rue Blo met, cercano al Bar Noir, por el invierno, y cuando el calor  del verano llegaba, sus pasos se volvían a Cataluña. En una primera instancia el artista confió sus cuadros a Joseph Dalmau, quien ya se había atrevido a mostrarlos en 1918, en Barcelona, pero Dalmau no estaba preparado para el desafío de París y a pesar del esfuerzo, fracasa. Miró sin sostén comienza a recorrer lugares y gracias a la ayuda de algunos galeristas logra que sus obras, por primera vez, sean expuestas en la Galerie La Licorne.



Hemingway conoció a Miró en París, durante el invierno de 1921. Ambos lloraban las mismas penurias pero en el mundo del fracaso la solidaridad aparece sin excusas. Ernest fue testigo que Joan sentía por La Granja un amor especial. Durante nueve meses el lienzo esperó que el artista finalmente decidiera darlo por terminado. Miró se rehusaba a liberarlo. Diría muchos años después: “Un cuadro no se acaba nunca”. Tal era su obsesión que cuando lo acabó no quiso exponerlo ni vendarlo. Tan solo un  grupo de amigos, entre los que se encontraba Hemingway, pudieron verlo. Esta paranoia fue recibida por el novelista como una virtud. Ese español hermético había golpeado a un Ernest sentimental. Al periodista le quedaba en claro que el trabajo de hormiga era el camino. Tal fue la química entre ambos que después de la tarea diaria se juntaban en el gimnasio local y cruzaban los puños. Para Miró el boxeo era una suerte de terapia relajante, para Hemingway una demostración de su capacidad física.


La vida parisina cada día se tornaba más dura y ante la cruda realidad Miró asumió que debería vender en lote su obra. Hemingway enterado de esta decisión lo acerca a Evan Shipman, un personaje que tenía una vida excitante. El poeta y escritor por aquellos años vivía en París y se convirtió en uno amigo muy cercano al entorno de Hemingway. En los años 30 luchó en la Guerra Civil Española y durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el batallón de tanques, vivió en la casa del novelista en Key West y fue tutor de Bumby,  a quien enseñó el inglés en Francia. Evan no era un marchand pero consignó ese lote de pinturas. Con los años Papa dijo: “Fue el único negocio bien hecho por Evan Shipman en toda su vida”.


Tiempo después, en uno de los tantos encuentros en  La Closerie des Lilas, Shipman le confiesa a Hemingway que quiere desprenderse de las obras de Miró y que sería muy bueno que La Granja se la quedara él. Ernest sorprendido le comenta del esfuerzo que había significado para Miró ese lienzo. “Es su vida”, le sentencia. Sin embargo para Shipman el cuadro era nada más que un bastidor pintado por un amigo. Entonces es que se produce este diálogo:

 -Ese cuadro valdrá mucho más Evan. No tienes idea de lo que estás perdiendo.

- Eso no importa. Si se trata de dinero, que sean los dados los que decidan.

- ¿Me estás insinuando que tiremos los dados y el ganador se queda con la obra?

- Sí, eso digo.

- No tengo derecho a jugar por ese cuadro. La oportunidad es tuya.

-Dejemos que los dados decidan el dinero. Si pierdo podrás comprarlo.


Lanzaron los dados y Hemingway resultó ganador. Fue así como el novelista se llevó La Granja. Ernest no podía ocultar su alegría y la felicidad de encontrarse con una obra que había visto crecer. La Masía (1921-1922), era un ingenuo inventario trascendental y casi religioso de la granja de la familia Miró realizado por un Joan muy influido por los frescos románicos del Museo de Arte de Cataluña.



A día siguiente Hemingway y Shipman fueron a la galería y acordaron el precio con el galerista: 5.000 francos pagaderos en 5 cuotas. La obra, obviamente, recién sería retirada un vez finalizado el pago de la última cuota. Todo se cumplió hasta la cuarta entrega, pero al llegar la quinta, Hemingway no contaba con el dinero.  Como todos los actos en la vida del novelista siempre las cosas transitaron por el límite. Con la ayuda de John Dos Passos y Evan Shipman comienzan a recorrer bares, cafés, burdeles y librerías, pidiendo dinero prestado. Colaboraron, entre otros: Francis Scott Fitzgerald, Cole Porter, Gertrude Stein y dos jóvenes pintores catalanes: Salvador Dalí y Pablo Picasso.


Con el cuadro bajo el brazo los tres norteamericanos subieron a un taxi y llegaron al departamento de Hemingway. “Fue un momento muy especial para los tres, estábamos felices. No lo cambiaría por ningún cuadro del mundo”, dijo el escritor. Años después expresaría: “Lo que hizo Miró en ese lienzo es todo lo que se puede sentir de España cuando se está allí y todo lo que se siente si se está ausente y no se puede ver. Nadie más ha sido capaz de pintar dos cosas tan opuestas en un mismo cuadro”.


La Granja siempre acompañó a Hemingway. A todo lugar donde viajaba el escritor la obra estaba presente. Pasó, por Chicago, Key West, La Habana. Hemingway ante la solicitud del Museo de Arte Moderno de Nueva York la concedió a préstamo entre 1959 y 1964. La muerte del escritor no determinó la finalización del pacto, Mary Welsh, en una actitud sincera, la cedió en 1987 a  la Galería Nacional de Arte donde hoy puede apreciarse. Como afirmaba su propio autor: “Cada una de las formas, cada color, deriva de un trozo de realidad”. Hemingway así también lo entendió.


Desde 1956 hasta su muerte, en 1983, Miró vivió en Palma de Mallorca en una especie de exilio interior mientras crecía el reconocimiento internacional de su figura. Allí cumplió el sueño de trabajar en un gran taller que el arquitecto Josep Lluis Sert construyó para él, en 1956. En 1975 abrió sus puertas en Barcelona la Fundación Joan Miró, que por expresa voluntad del artista, se convirtió en un centro de activa promoción del arte contemporáneo. Pese al universal prestigio de su obra, Miró no cejó nunca en la intensidad de su búsqueda y de nuevos territorios artísticos; sus diseños teatrales para el montaje de Mori el Merma, del grupo La Claca, o su última obra, la gran escultura monumental de fibrocemento y cerámica Mujer y pájaro, instalada en un parque de su ciudad natal, son el fiel testimonio de uno de los mayores artistas del siglo XX.

PREMIO 20 BLOGS 2011- VI EDICIÓN -
LA PIPA DE HEMINGWAY, EN EL RECIENTE CERTAMEN ANUAL ORGANIZADO POR EL DIARIO 20MINUTOS.ES DE ESPAÑA, HA SIDO SELECCIONADA ENTRE LAS 100 MEJORES BITÁCORAS, EN LA CATEGORÍA CULTURA Y TENDENCIAS.

Wednesday, January 04, 2012



ADRIENNE MONNIER SE ESTÁ APAGANDO


El 18 de junio de 1955 no fue su mejor día. Eran las 3 de la tarde cuando Mary Welsh le dijo a Ernest que Adrienne Monnier se había suicidado. Hemingway se sentó en la poltrona del living y se quedó paralizado, con la mirada perdida y ausente. Acababa una historia que había comenzado ocho meses atrás. Adrienne padecía  el síndrome de Ménière, un mal que le taladraba con un pitido rústico el centro de su cabeza y que ninguna droga lograba mitigar ese dolor insoportable. “Pongo fin a mis días al no poder soportar más los ruidos que me martirizan desde hace ocho meses” escribía Adrienne Monnier antes de su suicidio.

Hemingway nunca se sobrepuso a esta decisión. Es más, dio la orden que no se hablara más del tema. Pero…¿quién era Adrienne Monnier para el ya escritor consagrado? Estamos hablando de una mujer única que acometió la aventura de fundar una librería, en un tiempo en el que la palabra librera estaba vinculada más a las viudas o a las herederas de los libreros.


La llamó La Maison des Amis des Livres, un nombre ya mítico para el gremio librero. El establecimiento lo abrió en la Rue de l´Odeón, justo en el Barrio Latino de París. La Maison des Amis des Livres se convirtió en lugar de encuentro de escritores cuyas obras pasaron a la universalidad de la literatura: Paul Valèry, Samuel Beckett o Ernest Hemingway, por ejemplo, frecuentaron el local. Esta locura literaria nació en 1915, en medio de la bohemia y vanidades, en un París que comenzaba a arder como una hoguera.



En 1917 Monnier organizó su primer encuentro poético sobre la obra de Paul Valèry. Era una tarde de invierno y en La Maison des Amis des Livres se darían cita Léon-Paul Fargue, André Gide y un André Bretón, precursor del surrealismo, aún en uniforme militar. La guerra no había terminado y la lectura de poemas comenzó bajo la tenue luz de unos candelabros. 

Aquellos encuentros literarios no fueron la única marca de la casa de La Maison des Amis des Livres en los años posteriores de entreguerras. Monnier también se percató de que los tiempos habían cambiado. Después de la primera contienda mundial, los libros eran caros y la gente no los compraba como antaño. Asimismo, los libreros tenían que competir con los gabinetes literarios (centros con préstamo de libros), con la radio y con los semanarios de literatura. 

“No teníamos mucho dinero, detalle que nos obligó a especializarnos en la literatura “de la época”. Apenas abrimos con 3.000 volúmenes, mientras que algunos gabinetes de lectura se anunciaban con hasta 100.000 libros”, escribió Monnier. 

Además de esta cuidada selección de títulos y autores nuevos, la librera también apostó por una venta híbrida. Así, La Maison des Amis des Livres desplegaba en su entrada un tenderete de libros de segunda mano y de saldo.
Asimismo, Monnier fue contra la doctrina dominante de que el préstamo mataba la compra. Los gabinetes literarios prestaban libros a cambio de una cuota y ella quiso emular el sistema. Su librería decidió crear un abono de lectura para prestar novelas y poemarios. Sus clientes se llevaban un ejemplar, lo leían y, luego, si les gustaba, lo adquirían.
“Resulta casi inconcebible comprar una obra sin conocerla. (…) Toda persona de cierta cultura experimenta la necesidad de tener una biblioteca particular compuesta por libros que le gustan”, explicaba Monnier en sus escritos.
“Después de la guerra se editó demasiado. La especulación es la causa de todos los males. ¿Es el uso del préstamo lo que ha mermado las compras? La gente como nosotras no tiene razón para afrontar con pesimismo el futuro del libro: la élite no ha disminuido, más bien al contrario”, profetizaba Monnier en Rue de l´Odeón.  
Otra de las iniciativas de Monnier fue lo que ahora se llama estrategia vertical. Aquella librera primeriza maduró y creó varias editoriales para traducir libros extranjeros. Por ejemplo, ella fue quien introdujo la obra de Hemingway a los lectores franceses o quien logró que Samuel Beckett tradujera Finnegans Wake, de Jaime Joyce.



Sylvia Beach recuerda en sus memorias que: “Jamás había oído aquel nombre, ni el barrio de Odeón me era familiar, pero algo irresistible dentro de mí me atrajo hacia el lugar donde iban a sucederme cosas tan importantes. Crucé el Sena y pronto me hallé en la calle l´Odeón. Al final de la misma había un teatro que podía recordar a la casas Coloniales de Princeton y, hacia media calle en el lado izquierdo se veía una pequeña librería de color gris con las palabras “A. Monnier” encima de la puerta. Contemplé los atractivos libros del escaparate y, escudriñando hacia el interior de la tienda, ví todas las paredes cubiertas de estantes llenos de volúmenes recubiertos de ese brillante papel celofán con que están forrados los libros franceses mientras esperan, generalmente durante largo tiempo, que los lleven al encuadernador. Aquí y allá había también interesantes retratos de escritores”.    

Adrienne Monnier era una mujer robusta, rubia y blanca como una mujer escandinava, de mejillas sonrosadas y pelo lacio peinado hacia atrás desde la frente. Sus ojos eran muy llamativos, de un azul gris indefinido, ligeramente saltones, recordándome a los de William Blake, y su aspecto era el de una persona llena de vida”.
Adrienne y Sylvia mantuvieron una amistad erótica bajo el velo de discreción que caracterizaba la época. Se sabe que Adrienne había tenido relaciones anteriores y vivía con Suzanne Bonierre cuando conoció a Sylvia Beach y esta, también había amado secretamente a otra mujer.



Adrienne Monnier dirigió la revista Le naviere d’argent, en la que publicó a todos los escritores que admiraba. Fue una revista que, por ejemplo, editó el primer texto literario de Antoine Saint-Exupéry.

Hemingway con la muerte de Adrienne sintió que aquella vida de soñador se había terminado. Tanto a Monnier como a Beach le debe el enorme favor de haberse tuteado con la “creme” de París.

Aquel 18 de junio de 1955, la luz de sus ojos comenzaban a nublarse y una suerte de fantasía oculta abría el camino a la muerte. La realidad estaba muy cerca, más cerca que el final de su novela.