Sunday, August 28, 2011

ESE SIDNEY TORERO QUE CONOCIÓ A ERNEST MATADOR.


No se trata de buscar personajes que rodearon la vida de Ernest. Uno va hurgando en los laberintos de la memoria y se encuentra con hombres y mujeres que parecen extraídos de sus novelas. Todo tiene relación con todo. Sería una torpeza de mi parte tratar de armar el rompecabezas porque la historia de Hemingway es dislocada, frenética y sin recetas magistrales. Lo rico del argumento no deja de sorprendernos. Ahora me animo a tocar de cerca ese vicio enfermizo por los toros que caracterizó los mejores y peores momentos del norteamericano. De paso aprovecho y digo que su nieto John, cada día está más comprometido con la patología que ha heredado de su abuelo y parece sentirme asumido plamplonense acudiendo a las corridas como a una carrera de Fómula 1. Claro, en paralelo aparecen las mismas críticas de siempre sobre esa lucha despareja entre el animal y el hombre, entre la muerte y la vida, entre lo cultural y lo primitivo. Bien, el análisis lo dejo para otro momento, es largo y tedioso, nos puede llevar horas tratarlo en profundidad. Aunque me permito dejar flotando un breve comentario de John, hijo de Ernest y padre de Margaux: “No entiendo ciertos enojos europeos que quieren hacer desaparecer las corridas de toros. Se trata del teatro de la vida y de la muerte. Es la posibilidad de que, aún habiendo muerte, un hombre pueda realizar cosas bellas”.



Vayamos a Sydney Franklin, más conocido como “El Yanqui” o “El torero de Brooklyn”, en el mundillo de las cornadas; un actor de primera línea sin película de archivo que se entromete de lleno en el terreno fangoso donde Hemingway caminaba descalzo, sin calzado protector, sin esos mocasines gigantes.

En verdad estamos hablando de Sydney Frumpkin, nacido en Park Slope, Brooklyn, en 1903. Hijo de padres judíos ortodoxos rusos quienes severamente educaron a este joven, cuyas inclinaciones lo alejaban de los rituales del comercio y lo acercaron a las artes visuales. El padre de 9 hijos, un policía carnicero quien había abusado sexualmente de por lo menos 3 de ellos, no entendía como Sydney se divertía con las revistas de cine y las fotografías de artistas famosos. El muchacho en cuanto pudo, incursionó en el mundo de la actuación y tomó el apellido Franklin, en homenaje a Benjamín Franklin, como su nombre artístico y al parecer con el fin de eludir la atención de su padre. La familia Frumpkin, a su vez, admitió haber disminuido con el tiempo la "p" de su apellido y se convierten en Frumkin.

A los dieciocho años y ya cansado de los abusos y golpes de su padre, Sydney huye de su entorno familiar y se marcha a México. Primero decide ser cartelista diseñando publicidades y marquesinas para espectáculos. No tiene mucho trabajo. Una tarde concurre a una corrida de toros y allí descubre ese mundo de muerte y peligro. Conoce al apodado “Califa de León” Rodolfo Gaona, un torero de bastaste renombre con quien comienza una vida de aventuras y se transforma a su lado en torero profesional. Un año después ya pisaba las arenas y su apellido comenzaba a ser conocido. Se presenta por primera vez en El Toreo de la ciudad de México, el 27 de julio de 1924. Después de su paso por México, debuta el 9 de junio de 1929 en Sevilla y, a partir de 1930, hace sus apariciones en las plazas de Portugal, Colombia y Panamá.

Hemingway y Franklin se conocieron en agosto de 1929 y enseguida congeniaron. En ese momento Ernest estaba consustanciado con el espectáculo taurino.Es decir que esta relación nació por sí sola. No cabía duda sobre los gustos y placeres de ambos: el alcohol, el peligro, el boxeo, la pesca, las comidas, los toros, las armas. Llega a tal la admiración de Ernest que lo retrata en un pasaje de Muerte en la tarde:

"Franklin es valiente con un valor frío, sereno e inteligente, pero en lugar de ser torpe e ignorante como muchos que se creen más hábiles, los manipuladores elegantes en lucha contra la capa, Franklin es valiente. Su repertorio con el capote es enorme, pero no intenta un repertorio variado para escapar de la ejecución de la verónica como la base de su trabajo y su capa verónicas son clásicos, muy emotivo, muy bien programado y ejecutado. Él es un gran torero, muy inteligente y los toreros le tienen gran respeto”.

Pero no todo fue cordial en el vínculo. Ya conocemos a Ernest. Del buen trato al destrato había un paso. En algún momento dijo que “este maricón no encontró mejor camino que hacerse penetrar por un toro”. Esto venía a cuento por un lamentable episodio ocurrido el 16 de marzo de 1930, en Madrid, en medio de una corrida. Esa tarde el torero sufrió la arremetida de un toro bravío. De manera horrible la bestia le partió la base del coxis, penetró su cavidad abdominal a través del recto, le destrozó el músculo del esfínter y destruyó su intestino grueso. Franklin debió someterse a múltiples operaciones para salvar su vida.


La homosexualidad de Sydney le disgustaba a Martha Gellhorn. La cercanía de su marido con el torero le parecía una relación perversa e injustificada. La cuestión llegó a mayores cuando Martha y Ernest se casaron. A partir de ese momento el enemigo gay cayó en desgracia. Las discusiones en la pareja no tenían fin y, en definitiva, todas las molestias de Martha se caían en un juego de torpezas que Hemingway sostenía con desenfado. La estrecha relación, a pesar de todo, se prolongó por bastante tiempo. Durante la Guerra Civil Española estuvieron juntos y compartieron borracheras y angustias. Con una gran diferencia, Hemingway se había comprometido con la causa revolucionaria, Franklin, en cambio, no fue tan leal. Su proximidad a las clases aristocráticas y adineradas de España que lo adulaban durante las corridas de toros y su reconocida simpatía por Franco, lo ponían en otra vereda. Martha sostenía que esta postura era porque el Generalísimo no perdonaba a los homosexuales y Sydney, como sabía de su homofobia, cuidaba su pellejo siendo un fiel admirador.

Franklin no se despegaba de Hemingway. Había una suerte de simbiosis que llegaba a poner en duda cualquier pronóstico. Hasta John Dos Passos se metió en los enredos y salió, obviamente, disparado como una bala de la escopeta del novelista. Se mezcla en toda esta marea los amigos cubanos, porque Franklin también pisó la isla y ofreció conferencias sobre la tauromaquia, hizo presentaciones en la radio y la concreta realidad es que una capa de faena del Sidney reposa en uno de los muebles de Finca Vigía, junto al escritorio del escritor.



Ya en la década del 50 la lealtad se quiebra. Franklin aparece en algunas películas en los Estados Unidos y México, hace alarde de sus logros como expositor en la televisión, invita a artistas como James Dean quien resultó ser un admirador de la tauromaquia, escribe una polémica autobiografía en donde hace referencia a que con "Ernest dormíamos en la misma cama", y lleva adelante una escuela de toreo en Sevilla y una cafetería de mala muerte. Pero ya había iniciado el camino de regreso. Bastante angustiado incurre en un delito menor: la violación de una matrícula del automotor. Esto lo lleva a la cárcel durante nueve meses. Desahuciado reside en México hasta que decide regresar a Estados Unidos. Allí pasa sus últimos siete años de vida en un asilo de Greenwich Village, en Manhattan, donde fallece el 26 de abril de 1976.

Ernest nunca dejó de ser Hemingway por su amistad con Sidney. Franklin, en cambio, fue solamente “El torero de Brooklyn”, un título lleno de sangre y arena.





















Saturday, August 06, 2011

ESA VIEJA COSTUMBRE DE LOS LIBROS

 


Después de muchos años, me reencuentro con un amigo a quien no veía desde el cierre de una revista literaria donde hacíamos nuestros primeros pasos como cronistas. Él hoy vive en Puerto Rico y tiene una empresa servicios. Nos hallamos a través de ese juego adolescente que propone facebook, para una generación paleolítica como la nuestra, todavía acostumbrada a la carta vía aérea. Está de paso obligado, vino a saludar a su hermana y me propuso, ya que pisaba de nuevo en Buenos Aires, tomar un café en el Tortoni, así recordábamos aquella época donde gastábamos tardes enteras corrigiendo textos que tal vez nunca fueran publicados. Las cosas han cambiado, la mística del café literario es parte del pasado. Con la redes sociales y la literatura de pantalla, pensar en esa vieja costumbre de leer y cambiar opiniones, es como recuperar el disco de pasta, los dibujos psicodélicos o los libros editados por Jorge Alvarez.
 

Mi amigo es un empresario, habla como tal, se viste como un ejecutivo, luce un bronceado caribeño natural y mantiene una figura envidiable. Cuando me dijo: “vos seguís siendo el mismo”, no sé si debí interpretarlo como elogio o crítica. Es verdad, tenemos diferencias, yo sigo rodeado de libros, crónicas, diarios antiguos, revistas que huelen a pasado y él se maneja con e-book y ordenadores portátiles. Me comenta que su empresa cada día trabaja mejor y yo le digo que no veo la hora de jubilarme para dedicarme a escribir tranquilamente. No me entiende. Sí, lo entiendo. Eso de la pasión por los libros parece un tema superado. Me pregunta: ¿cuántos libros vendés? Sonrío, porque no tengo respuesta. Me invita a Puerto Rico “porque allí se vive diferente”. Le agradezco, no puedo decirle que no quiero vivir diferente. Mira su reloj que parece una estrella estridente y me dice que tiene que “hacer otras cosas”. Nos despedimos, veo que se aleja a un ritmo frenético, apurado, sorteando las mesas, metido en su mundo. No sé si está en pareja, si tiene hijos, si su amante es una pendeja de 20 años, si paga los impuestos, si bebe, si se droga. Todo queda en un adiós inconcluso, en una bye, bye borroso. Yo me quedo sentado, clavado en el sillón de un recuerdo patológico, tratando de asociar el espacio-tiempo y no sentir que la vida transcurre ligeramente. Pienso en esos libros que quedaron en la memoria, en aquellos de la infancia, en los regalé, en los que perdí, en los aún debo releer, en los que todavía me esperan.

Sobre la mesa aún reposa el borrador del post que quiero subir lo antes posible. Es casi un correlato de este momento. No es una coincidencia. Es un sentimiento.

 


Pasión por los libros

Hemingway y su hermana retiraban hasta cuatro libros de la biblioteca pública para tener entretenimiento nocturno. Quizás entonces se originó su hábito de leer muchos libros al mismo tiempo (y de tener insomnio). Los amigos de su juventud señalaron que Ernest estaba siempre leyendo «cuando no estaba trabajando»: ocho o diez libros cada vez, uno y medio al día, además de revistas y periódicos, a los que estaba suscrito en gran número. Las teorías literarias que concibió Hemingway como consecuencia de esta voraz bibliofilia fueron bizarras... Los libros que a falta de otros nuevos debía releer y le aburrían, constituían una categoría execrable: en ella incluyó nada menos que a Santuario, de Faulkner, porque no había conseguido releerlo en un barco.


...El pánico a quedarse sin qué leer obligó a Hemingway a viajar con una verdadera biblioteca ambulante. Su chófer, Toby Bruce, indicó alguna vez: «Llevamos libros donde quiera que vayamos. Si nos dirigimos al campo llevamos una maleta de buen tamaño llena solo de libros». Por el camino adquiría más volúmenes, hasta que el coche se llenaba por completo. Daba igual que se tratara de viajes de miles de kilómetros o de idas al aeropuerto: siempre adquiría libros, revistas, periódicos. De regreso a casa, Hemingway escribía por la mañana y leía por la tarde y noche. En Finca Vigía (Cuba), donde se trasladó en 1939, después de la siesta volvía a la lectura, cada vez hasta más tarde: solo se detenía si cenaba con amigos.

En 1950 Hemingway señaló a Edmund Wilson: «Scott Fitzgerald pensaba que la medianoche estaba embrujada, pero es la mejor hora del día para leer, desde que he aceptado el insomnio y ya no me preocupan mis pecados». Más allá de esto, Hemingway dejó un reguero de libros en diferentes lugares, la genealogía intelectual de un cazador, paralela a las piezas de animales que abatía con regularidad.



Poco se sabe de los libros de su primera juventud, pero desde que llegó a París en 1919 empezó a acumularlos: «No tenía mucho dinero, así que pedía prestados libros de la biblioteca de alquiler de Sylvia Beach en la Rue del Odeón, un lugar delicioso con volúmenes nuevos en la ventana y fotografías en la pared de escritores famosos, vivos y muertos». En la capital francesa también se aficionó a los libros de segunda mano. En 1928 se asentó en Key West, Florida, con su segunda esposa, Pauline. Allí llevó volúmenes traídos de Europa y adquirió otros muchos en los años siguientes, en especial en la librería de Leonte Valladares, que lo recordaba años después tal como se había presentado a comprar la primera vez, en pantalones cortos y con una cuerda a modo de cinturón.

De alguna crónica nunca publicada.