ESA VIEJA COSTUMBRE DE LOS LIBROS
Después de muchos años, me reencuentro con un amigo a quien no veía desde el cierre de una revista literaria donde hacíamos nuestros primeros pasos como cronistas. Él hoy vive en Puerto Rico y tiene una empresa servicios. Nos hallamos a través de ese juego adolescente que propone facebook, para una generación paleolítica como la nuestra, todavía acostumbrada a la carta vía aérea. Está de paso obligado, vino a saludar a su hermana y me propuso, ya que pisaba de nuevo en Buenos Aires, tomar un café en el Tortoni, así recordábamos aquella época donde gastábamos tardes enteras corrigiendo textos que tal vez nunca fueran publicados. Las cosas han cambiado, la mística del café literario es parte del pasado. Con la redes sociales y la literatura de pantalla, pensar en esa vieja costumbre de leer y cambiar opiniones, es como recuperar el disco de pasta, los dibujos psicodélicos o los libros editados por Jorge Alvarez.
Mi amigo es un empresario, habla como tal, se viste como un ejecutivo, luce un bronceado caribeño natural y mantiene una figura envidiable. Cuando me dijo: “vos seguís siendo el mismo”, no sé si debí interpretarlo como elogio o crítica. Es verdad, tenemos diferencias, yo sigo rodeado de libros, crónicas, diarios antiguos, revistas que huelen a pasado y él se maneja con e-book y ordenadores portátiles. Me comenta que su empresa cada día trabaja mejor y yo le digo que no veo la hora de jubilarme para dedicarme a escribir tranquilamente. No me entiende. Sí, lo entiendo. Eso de la pasión por los libros parece un tema superado. Me pregunta: ¿cuántos libros vendés? Sonrío, porque no tengo respuesta. Me invita a Puerto Rico “porque allí se vive diferente”. Le agradezco, no puedo decirle que no quiero vivir diferente. Mira su reloj que parece una estrella estridente y me dice que tiene que “hacer otras cosas”. Nos despedimos, veo que se aleja a un ritmo frenético, apurado, sorteando las mesas, metido en su mundo. No sé si está en pareja, si tiene hijos, si su amante es una pendeja de 20 años, si paga los impuestos, si bebe, si se droga. Todo queda en un adiós inconcluso, en una bye, bye borroso. Yo me quedo sentado, clavado en el sillón de un recuerdo patológico, tratando de asociar el espacio-tiempo y no sentir que la vida transcurre ligeramente. Pienso en esos libros que quedaron en la memoria, en aquellos de la infancia, en los regalé, en los que perdí, en los aún debo releer, en los que todavía me esperan.
Sobre la mesa aún reposa el borrador del post que quiero subir lo antes posible. Es casi un correlato de este momento. No es una coincidencia. Es un sentimiento.
Pasión por los libros
Hemingway y su hermana retiraban hasta cuatro libros de la biblioteca pública para tener entretenimiento nocturno. Quizás entonces se originó su hábito de leer muchos libros al mismo tiempo (y de tener insomnio). Los amigos de su juventud señalaron que Ernest estaba siempre leyendo «cuando no estaba trabajando»: ocho o diez libros cada vez, uno y medio al día, además de revistas y periódicos, a los que estaba suscrito en gran número. Las teorías literarias que concibió Hemingway como consecuencia de esta voraz bibliofilia fueron bizarras... Los libros que a falta de otros nuevos debía releer y le aburrían, constituían una categoría execrable: en ella incluyó nada menos que a Santuario, de Faulkner, porque no había conseguido releerlo en un barco.
...El pánico a quedarse sin qué leer obligó a Hemingway a viajar con una verdadera biblioteca ambulante. Su chófer, Toby Bruce, indicó alguna vez: «Llevamos libros donde quiera que vayamos. Si nos dirigimos al campo llevamos una maleta de buen tamaño llena solo de libros». Por el camino adquiría más volúmenes, hasta que el coche se llenaba por completo. Daba igual que se tratara de viajes de miles de kilómetros o de idas al aeropuerto: siempre adquiría libros, revistas, periódicos. De regreso a casa, Hemingway escribía por la mañana y leía por la tarde y noche. En Finca Vigía (Cuba), donde se trasladó en 1939, después de la siesta volvía a la lectura, cada vez hasta más tarde: solo se detenía si cenaba con amigos.
En 1950 Hemingway señaló a Edmund Wilson: «Scott Fitzgerald pensaba que la medianoche estaba embrujada, pero es la mejor hora del día para leer, desde que he aceptado el insomnio y ya no me preocupan mis pecados». Más allá de esto, Hemingway dejó un reguero de libros en diferentes lugares, la genealogía intelectual de un cazador, paralela a las piezas de animales que abatía con regularidad.
Poco se sabe de los libros de su primera juventud, pero desde que llegó a París en 1919 empezó a acumularlos: «No tenía mucho dinero, así que pedía prestados libros de la biblioteca de alquiler de Sylvia Beach en la Rue del Odeón, un lugar delicioso con volúmenes nuevos en la ventana y fotografías en la pared de escritores famosos, vivos y muertos». En la capital francesa también se aficionó a los libros de segunda mano. En 1928 se asentó en Key West, Florida, con su segunda esposa, Pauline. Allí llevó volúmenes traídos de Europa y adquirió otros muchos en los años siguientes, en especial en la librería de Leonte Valladares, que lo recordaba años después tal como se había presentado a comprar la primera vez, en pantalones cortos y con una cuerda a modo de cinturón.
De alguna crónica nunca publicada.
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