Thursday, September 17, 2015

NADIE RONRONEA CON DOS PIERNAS ROTAS



 Hemingway tenía un profundo cariño por los gatos. Sin embargo, la relación con ellos no siempre tuvo un final feliz. Desafortunadamente, el escritor debió acabar con uno de ellos de una forma muy dolorosa. Ese ser tan creído de si mismo, tan omnipotente, tan bravucón, ante una situación inesperada, se derrumbó, cayó como una hoja al piso y se echo a llorar. ¿Resulta esto una debilidad o un profundo sentimiento?. Al menos conozco cuatro historias de hombres que no soportaron la mirada de un animal yaciente. Viene a mi memoria Haruki Murakami, quien no puede vivir sin al menos un gato, pero en realidad tiene más de una decena; o Charles Bukowski, que esperaba reencarnar en un gato en su próxima vida. Escribió: « los gatos se quejan pero nunca se preocupan … y pueden dormir 20 horas sin duda ni remordimiento».

 En 1930, el capitán de un barco le regaló un gato a Hemingway. El escritor le puso al felino el nombre de Snowball e inició así un idilio con estos animales. Para 1945, la casa de Hemingway era conocida por albergar a 23 gatos (sí, como si se tratara de una vieja solterona), la mayor parte de los cuales descendía de Snowball. Hoy en día, si vas a visitar su casa museo, te podrás topar con un ciento de descendientes lejanos del gato, la mitad de ellos con la misma peculiaridad de aquella mascota: poseen seis dedos en cada pata.





 Hemingway llamaba tiernamente a sus gatos "fábricas de ronroneos" y "esponjas de amor", sin embargo, y aunque sea difícil de creer, tuvo que sacrificar a uno de ellos de un disparo en la cabeza. Pero no te confundas, no lo hizo por maldad. En 1953, le envió una carta a su amigo Gianfranco Ivanich, justo después de acabar con uno de los felinos, apodado Tío Willie (como consta en el libro Hemingway's cats: an illustrated biography). El episodio, según narra en la carta, fue sumamente traumático para el escritor de Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar.

Querido Gianfranco:

Justo cuando acabé de escribirte y mientras ponía la carta en el sobre, Mary bajó de la Torre y dijo: “algo horrible le ha pasado a Willie”. Salí y encontré a Willie con sus dos patas derechas rotas: una por la cadera y la otra por debajo de la rodilla. Un coche debió de haberle pasado por encima o alguien lo había golpeado con un palo. Había vuelto a casa sobre las patas de un solo lado. Era una fractura múltiple con mucha suciedad en la herida y fragmentos sobresaliendo. Pero él ronroneaba y parecía seguro de que yo podría solucionarlo.

Hice que René trajera un tazón de leche para él, y René lo sostuvo y lo acarició para que Willie estuviera bebiendo leche mientras yo le disparaba en la cabeza. No creo que sufriera. Los nervios habían sido machacados, así que las piernas no habían empezado a dolerle realmente. René quiso dispararle por mí, pero no podía delegar la responsabilidad o dejar una posibilidad de que Willie supiera que alguien iba a matarlo.

He tenido que disparar a gente, pero nunca a nadie que hubiera conocido y querido durante once años. Ni tampoco a nadie que ronroneara con dos piernas rotas.


Aprovecho y después de esta declaración de amor, bien vale releer este cuento que sigue y después la hermosa crónica de Enrique Vila-Matas, escrita en Barcelona, en 1998.





EL GATO BAJO LA LLUVIA


Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
Il piove –expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. 

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
Sí il gatto.
– ¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después–: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

– ¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se fue.
– ¿Y dónde puede haberse ido? –preguntó él, abandonando la lectura.
La mujer se sentó en la cama.
– ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
– ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de un muchacho.
–A mí me gusta como está.
– ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
– ¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
– ¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
– ¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.
 Alguien llamó a la puerta.
Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– il padrone me encargó que trajera esto para la signora.





LA VIDA SEGÚN HEMINGWAY

 Estoy viendo la fotografía de los desolados exteriores de una casa en Ketchum, Idaho. La última residencia de Hemingway. Y me parece evidente que era una casa para matarse. Se diría que la atravesaba el viento de la nada y que había sido construida con la misma tristeza que al final de sus días sentía el escritor, ante su gran fracaso: el intento de convertirse en su propio mito. La veo como una casa para matarse y muy extraña, ya que, paradójicamente, parece hecha con el estilo de la mejor prosa de su propietario. Esa prosa tersa y directa que enseñaba a asumir la vida en su totalidad para poder escribir sobre ella, la prosa extraordinaria de sus libros de relatos.

 A esa casa regresó Hemingway por última vez a principios de 1961. Venía de un sanatorio y se había convertido en un hombre de cabello blanco, pálido, de miembros enflaquecidos. Cuatro años antes en París, a García Márquez ya le había chocado, el único día de toda su vida en que lo vio, ese aire frágil y de abuelo prematuro que tenía el escritor, el máximo símbolo en este siglo del hombre de acción: "Había cumplido 59 años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas".

 Ese escritor en estado terminal, cuyos héroes habían sido siempre duros, resistentes y muy elegantes en el sufrimiento, viajó del sanatorio a su casa de Ketchum a principios de 1961. Para animarlo, le recordaron que tenía que contribuir con una frase a un volumen que iba a ser entregado al recientemente investido presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero un día entero de trabajo no lo condujo a nada, sólo fue capaz de escribir: "Ya no me sale, nunca más". Hacía tiempo que lo sospechaba y ahora lo confirmaba. Estaba acabado. Más acabado incluso que Scott Fitzgerald cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, el barman del Ritz de París preguntó quién era ese monsieur Fitzgerald por el que todo el mundo le preguntaba.

 La historia de ese hombre acabado -que había sido atractivo, vital, soldado y guerrillero, boxeador, cazador y pescador, gran bebedor- había comenzado 63 años antes en Oak Park, Illinois. Su padre, el doctor Clarence Edmonds Hemingway, le había enseñado a pescar, a manejar herramientas y armas, a cocinar carne de venado, mapache, ardilla, paloma silvestre, peces de lago. Pero le había enseñado también que nunca se debía matar por el placer de matar, una regla que su hijo olvidó cuando fue hombre. Hemingway se pasó la vida matando animales. El negativo de sus gloriosas fotografías de cazador de leones en Kenia es una patética y ridícula imagen en la que lo vemos con un rifle... matando patos en Venecia.

 Para Vargas Llosa, cuando Hemingway iba a los toros, recorría las trincheras republicanas de España, mataba elefantes o caía ebrio, no era alguien entregado a la aventura o al placer, sino un hombre que satisfacía los caprichos de esa insaciable solitaria: el bicho de su vocación literaria. "Porque para él", escribe Vargas Llosa, "como para cualquier otro escritor, lo primero no era vivir, sino escribir". El propio Hemingway pareció confirmarlo cuando dijo: "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin".

 Borges, en cambio, tenía otra teoría sobre Hemingway. Sostuvo que las experiencias del novelista, como corresponsal de guerra en el Cercano Oriente y en España y como cazador de leones en África, se reflejaban en su obra, pero que eso no significaba que las aventuras las hubiera buscado movido por fines literarios, sino porque le interesaban íntimamente. Borges dijo esto y añadió: "En 1954, la Academia de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Literatura por su exaltación de las virtudes más heroicas del hombre. Acosado por la incapacidad de seguir escribiendo y por la locura, se dio muerte al salir del sanatorio, en 1961. Le dolía haber dedicado su vida a aventuras físicas y no al sólo y puro ejercicio de la inteligencia".




 Hemingway se dio muerte en esa casa que recordaba su mejor prosa, la de sus tensos cuentos breves. Pero había pasado mucho tiempo desde que los había escrito y el que se mató era otro, alguien que estaba ya muy lejos de su excepcional debut como narrador de cuentos. El que se mató estaba triste y simplemente podrido de talento. No era el vanguardista, cuyo objetivo artístico (junto al de James Joyce) había sido el más original entre todos los de los literatos de vanguardia que se movían por los cafés del Boulevard Saint Michel de París.

 Estoy de acuerdo con César Aira cuando afirma que los vanguardistas aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas y se hizo necesaria la tabla rasa. Pienso que ahora, cuando existe la novela profesional en un estado muy correcto que no puede ser superado y la situación corre peligro de congelarse, lo que necesita la narrativa actual en lengua castellana es empezar de nuevo. Es lo que necesitaba la narrativa mundial cuando Hemingway, al publicar su primer libro, se propuso recuperar el gesto del aficionado a inventar nuevas prácticas que devolvieran al arte de escribir relatos la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes: hacer que la palabra y la estructura comunicaran pensamiento, sentimiento y también sentido físico. Esto, que nos parece fácil de hacer ahora (sobre todo porque nos lo enseñó Hemingway y luego lo han desarrollado, con especial acierto, Salinger y Carver), no era así en un tiempo en que la literatura aún significaba bordar bien en un costurero, con adornos neogóticos de ser posible, mucho espadachín, educación de colegio de elite y otras zarandajas.

 No se puede hablar de la evolución del cuento moderno sin pensar en Hemingway. "Un cuento siempre cuenta dos historias", ha dicho Ricardo Piglia. Para él, el cuento clásico -Poe, Quiroga- narra en primer plano una historia y construye en secreto la otra y el efecto sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. En cambio, en la versión moderna del cuento (Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses y desde luego, Hemingway) se relatan dos historias como si fueran una sola.


 En los cuentos de Hemingway, lo más importante nunca se cuenta y la historia secreta se construye con lo no dicho. Esto es claramente visible en algunos de sus más inolvidables relatos. Pienso en Un gato bajo la lluvia, en Los asesinos (al que tanto debe, por cierto, el cineasta Tarantino), en Mientras los demás duermen, en Un lugar limpio y bien iluminado, en El gran río de los corazones. Como ha señalado García Márquez, lo mejor de los cuentos de Hemingway es la impresión que causan de que algo les quedó faltando. Eso es precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. En El gran río de los corazones, por ejemplo, la historia secreta -los devastadores efectos de la guerra en el pobre Nick Adams- está hasta tal punto cifrada que el relato parece la descripción banal de una excursión de pesca. Es impresionante la maestría que despliega Hemingway en ese relato, ya que logra que se note la ausencia de la historia que falta. Lo mismo pasa con Un gato bajo la lluvia, el mejor de todos sus relatos, donde la soledad de las parejas -como diría Dorothy Parker- es la historia secreta que subyace bajo la descripción trivial de los intentos de una jovencita recién casada por proteger a un gatito desamparado, que bien podría ser el hombre con quien comparte su luna de miel. Uno de los cinco mejores cuentos de la historia de la literatura.

 Sus relatos más festejables fueron escritos en el mejor París de todos los tiempos. Yo no sería escritor de no haber leído París era una fiesta a los 18 años, en ese mismo café de la Place de Saint Michel que él dijo que era estupendo para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable o, en los términos del camarero viejo de uno de sus grandes cuentos, "un lugar limpio y bien iluminado". Hablo de ese café donde nos cuenta que se encontró a esa muchacha bella y diáfana que vio entrar una tarde de vientos helados. La que encontré también yo, en mi primer viaje a París, sentado incrédulo en ese mismo café donde intentaba escribir mi primer cuento, mientras miraba a una muchacha que tomaba té y leía un libro. Ella me había dejado muy impresionado pues, aunque hoy parezca ya mentira, era impensable en la Barcelona de mediados de los años sesenta ver a una chica sola en un café y ya no digamos, leyendo un libro. Pero, sobre todo, lo que más helado me dejó fue que la muchacha del cuento de Hemingway siguiera allí , encantadora, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave, de cutis fresco de lluvia.





 "Yo ya no veré más que esto", repetía Baroja al final de sus días, cuando alguien le hablaba de cambios. Pero Hemingway, que admiró mucho a Baroja sin que esté muy claro que lo hubiera leído, quiso ir y ver más allá de su mirada, más allá de su aliento breve y genial de cuentista. Pretendía ir al otro lado del río y entre los árboles, más allá de esa feliz inspiración instantánea de la que hablaba Rimbaud: la que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato. Más allá, en fin, de sus geniales miniaturas, adentrándose en el riesgoso terreno de la novela y rebasando así (como, por otra parte, ya hacía en su exagerada vida) sus propios límites: "Me di cuenta de que tenía que escribir una novela. Pero parecía imposible conseguirlo, precisamente cuando, esforzándome con gran dificultad, había aspirado a meter en un solo párrafo el destilado de todo lo que sale en una novela".

 A excepción de El viejo y el mar, el novelista Hemingway no fue bien acogido por la crítica. Se habló de un progresivo deterioro del nivel literario y eso lo amargó. Pero yo estoy con Roberto Bolaño cuando piensa que, incluso en Tener y no tener (que tiene fama de ser su peor novela), hay algo hermoso y artístico, aunque pueda resultar una obra irregular. Lo mismo sucede con Por quién doblan las campanas y, sobre todo, con la más vapuleada de todas: Al otro lado del río y entre los árboles. A pesar de los errores estructurales y los descuidos, anómalos en un técnico tan genial, Hemingway dejó en esa novela tanto de sí mismo que consiguió transmitir la emoción de los temas esenciales de su obra: la inutilidad de la victoria y la elegancia en el sufrimiento.

 Lo importante es que, como todos los grandes escritores, Hemingway se arriesgó buscando rebasar sus propios límites. Y si se equivocó, tenía derecho a ello. Es una manera muy curiosa de avanzar en el arte de la escritura, hacerlo a la manera de un artesano: a trompicones, corrigiéndose de continuo y creciendo con cada error. No hay que olvidar que, como dice Borges, el gran Hemingway, como Kipling, se veía a sí mismo como un escrupuloso artesano. Lo fundamental para él era justificarse ante la muerte con una tarea bien hecha.

 La inutilidad de la victoria iba a conocerla cuando, al concedérsele el Nobel, se lamentó de su incapacidad para ir a Estocolmo, alegando las secuelas de la conmoción cerebral producida por dos aterrizajes violentos y sucesivos en África. De hecho, sufría una degeneración física y nerviosa general. En cuanto a la elegancia en el sufrimiento, no puede decirse que hiciera demasiada gala de ella al final de sus días. Perfumado de alcohol y de la mortal nicotina de su vida, decidió una mañana despertar a todo el mundo con sus disparos de divorciado de la vida y de la literatura. "La semana pasada trató de suicidarse" -dice de un cliente un camarero viejo en Un lugar limpio y bien iluminado. Cuando el camarero joven le pregunta por qué, recibe esta respuesta:

-Estaba desesperado.

 Hemingway había cambiado Cuba por esa casa de Ketchum que era una casa para matarse. Un domingo por la mañana se levantó muy temprano. Mientras su mujer aún dormía, encontró la llave de la habitación donde estaban guardadas las armas, cargó una escopeta de dos caños que había empleado para matar pichones, se puso el doble cañón en la frente y disparó. Paradójicamente, dejó una obra por la que pasean todo tipo de héroes con estoico aguante ante la adversidad. Una obra que -como dijo Anthony Burgess- ha ejercido una influencia que va más allá de la literatura, pues incluso el peor Hemingway nos recuerda que, para comprometerse con la literatura, uno tiene primero que comprometerse con la vida.

Enrique Vila-Matas
Barcelona, abril 1998