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Wednesday, April 27, 2011

ME MORIRÉ EN PARÍS


París está lleno de primavera en las calles. No es el París con aguacero de César Vallejo ni el de las lágrimas de Julio Cortázar. No es el París de cielo plomizo, de llovizna tenue, de viento delincuente. Es el París que me toca vivir con las ganas de llegar hasta La Closerie de Las Lilas, en una tarde del sol inigualable, y buscar entre las mesas a ese Hemingway que se ha pedido entre en los libros.


Es el París de la librería Shakespeare and Company, repleta de textos que emanan olor a papel envejecido, donde un perro me persigue y los visitantes no saben si esperar a Joyce, a Pound, o mirar a un costado para recibir el saludo de Man Ray. Es el París mío, único e irrepetible que anhelé tener al alcance de la mano, el París que me recibe con Hugo Pratt y yo lo adivino sentado con el Corto Maltés.


Es el París de una mañana apurada en el café Margot mientras unos latinos reconocen mi canto porteño y me preguntan por Argentina. Quiero pensar que también es el mismo París del Hotel Ritz, del Museo D’Orsay, de la Biblioteca Nacional y sus cuatro torres que son libros abiertos gigantes, el de la Casa Argentina, el de esas norteamericanas coloradas y lechosas que discuten sobre los lugares donde pueden comer por siete euros, el París de Ada y Patrick quienes me dedicaron la tarde de domingo para hablar de inmigrantes corruptos y contarme que una semana atrás había estado Miguel Ángel Estrella cantando Luna Tucumana. Es el París de los músicos callejos que me paro a escuchar y dejarle dos euros, el París de Montmartre, del Barrio Latino, la Ópera Garnier. Acaso hay otro París, el de la noche, el del peligro en la madrugada, el de la Basílica del Sacré-Coeur, el de Ile de la Cité.


Necesariamente yo soy otro y el mismo, el que quiere seguir pensando en ese Hemingway de la Generación Perdida, pero mi historia ha cambiado como mi reloj biológico. Tal vez El París era una fiesta no sea el París vaut bien une messe y tenga como Enrique IV que decirle adiós a mis principios o seguir pensando como reniega Enrique Vila-Matas que París no se acaba nunca.

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