Acaba de terminar en La Habana un
nuevo coloquio. Lamentablemente, por un problema de salud, no pude asistir. Me
hubiera encantado encontrarme con mis amigos y volver a repetir esas hermosas
charlas acompañado con un ron , el clásico mojito, o pagar con gusto los siete
dólares por un daiquiri en El Floridita; pero a pesar de los inconvenientes,
quiero estar presente en ese mundo maravilloso y aventurero, a través de un
excelente trabajo del investigador italiano Guido Guerrera, quien me ha enviado
su ponencia para que todos los hemingwayanos que consultan esta página puedan
acercarse a la mirada de uno de los mejores analistas sobre la vida y obra del
norteamericano.
El desarrollo que hace Guerrera sobre la personalidad del
“cazador” encerrado en su trampa, es impecable, fruto de un conocimiento medular. Toda
esta comunidad terapéutica que integramos los dementes hemingwayanos, conocemos
los placeres y desventuras de un ser humano golpeado y sacudido por una vida
perseguida por un arma de fuego. Días pasados, leía al periodista cubano Luis
Hernández Serrano y recordaba aquella anécdota de Fidel Castro que relacionaba el uso de armas en ambos. Según
Serrano, Fidel usaba la escopeta preferida del escritor norteamericano en las
prácticas de tiro previas al asalto al cuartel Moncada.
Reconocía Serrano que un señor llamado Fernando Silvano Nuez Sánchez, le
facilitaba a Fidel el armamento sin que Hemingway lo supiese.
Cuenta Hernández Serrano que,
en sus andanzas, Fidel Castro coincidió un día, en el club de cazadores El
Cerro, con el coronel Blanco Rico, de la policía del dictador Fulgencio
Batista. Rico le preguntó para qué estaba haciendo prácticas de tiros, a lo que
Fidel respondió: Estamos practicando
porque tenemos una cacería de torcazas.
Sin ninguna intención de
satanizarlo, el periodista Luís Hernández dice que Fidel, con esa “fina ironía
neutralizó a Blanco Rico”. Días después, el oriente de Cuba fue escenario de
acciones violentas, perpetradas por Castro y sus acólitos contra los cuarteles
Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
Suele decirse que el hombre de
pensamiento se opone al hombre de acción y que para que una sociedad progrese
se necesita que ambos concurran en las proporciones adecuadas. Ernest Hemingway
fue un hombre de acción que escribía de aquellas cosas que había vivido y no
apreciaba mucho a sus colegas reflexivos y comedidos que preferían recrearse en
un razonamiento antes que ceder a un impulso. Supongo que Hemingway no era un
hombre carente de introspección y que su obra no fue el resultado de una
excitación permanente, ni la consecuencia de haber supeditado la gramática a la
furia. De hecho, tenía una cabeza portentosa, capaz de las mejores ideas,
aunque también es cierto que cuando le fallaba la inspiración, podía emplear la
cabeza para abrir la puerta y salir a la calle. Muchos de sus relatos están
escritos con frases cortas y áridas, en el estilo fulminante propio de alguien
que no concibe apagar la sed sin abrir la cerveza con los dientes. A veces la
política necesita de hombres así, contundentes y entusiastas. A veces
recapacitar para no equivocarse es el peor error que puede cometer un hombre.
Muchas batallas las ganaron los soldados gracias a haber desobedecido una orden
del alto mando que parecía demasiado razonable para ser conveniente.
Mi agradecimiento a Guido. Los dejo
con un texto enriquecedor que espero disfruten.
HERMINGWAY EL CAZADOR
“Es cierto que ninguna caza se puede
comparar a la caza en contra del hombre y quien haya cazado hombres armados por
un tiempo bastante largo y con gozo, luego no ha podido más interesarse en otra
cosa”. Ernest Hemingway firma con esta tónica un artículo aparecido en Esquire
en abril de 1936, desatando una oleada
de polémicas y ataques. Quien conoce a
Hemingway, quien ha hurgado largamente en su historia de hombre y de
escritor, conoce muy bien cómo fuera orientado, por su mismo carácter, a la
provocación deliberada y a las expresiones agresivas pronunciadas para generar
fuertes reacciones y, finalmente, una intensa atención sobre su persona.
Y es que, al final de cuenta, Ernest
así se portaba porque escondido en él vivía un espíritu guerrero, rebelde e
intolerante frente a cualquier imposición: el arte de la caza, que bien aprendió
del padre, se había incorporado al soldado como un específico componente
psicológico, hasta volverse parte fundamental de su misma naturaleza. Hemingway
era un cazador de nacimiento, bajo ciertos aspectos un predador, sobre todo
para celebrar una ética que remontaba a una forma fuertemente estética de
concebir la vida. Sin esta especie de celebración del donar y del recibir, de
las lógicas primitivas según las cuales el fuerte gana sobre el débil, del león
que degüella la antílope por su misma naturaleza, no se lograría llegar a
entender la tendencia de Hemingway para hacer de la caza una suerte de religión
íntima.
La caza mayor en África es
invariablemente subrayada por violencia, actos de coraje y de cobardía, por accidentes
y consecuencias fuertemente traumáticas.
Ésta es el África de “Al romper el
alba”, y es la misma tierra que entreteje el escenario de muchos famosos
cuentos: el África de los trofeos y de los safaris contrapunteados por grandes
borracheras, por las lecturas aburridas de Simenon y por las infaltables
disenterías. Hemingway ha contribuido en acrecentar el hechizo de aquel país
exótico y todavía hoy las narraciones de sus batidas de caza siguen
representando casi un ideal romántico,
justamente en nuestro mundo ya acostumbrado a practicar ciertos tipos de
violencia pero a estigmatizar categóricamente otros en fuerza de mutaciones
epocales y nuevas orientaciones sociales.
Hemingway el macho, el de la caza
mayor, orgulloso de su carácter de predador. Siempre listo para derrochar
tiempo y dinero para sus aventuras que tenían que culminar, por una suerte de
intrínseca necesidad, con la muerte de
un animal, no suscita simpatía en la sociedad del políticamente correcto, donde
parece prevalecer lo que es bastante descolorido, sin sabor, sin capacidad de
avivar pasiones. Por el contrario la
exhibición de la pasión molesta bastante, pues ya se entendió que con la
máscara de la hipocresía bien pegada en la cara se pueden hacer un montón de
cosas mucho peores que matar un búfalo, un león y salirse con las suyas.
Hemingway hoy día no hubiera tenido
ningún éxito: en primer lugar se hubiera tenido que enfrentar con una
muchedumbre de ambientalistas radicales, luego muy probablemente habría sido
pegado por enfurecidas feministas y finalmente, en consecuencia de ello, habría sido abandonado también por el último
de los editores. Siempre y cuando, en estos tiempos, hubiera podido encontrar
algún editor decente dispuesto a
publicar sus escritos, en competencia, tal vez sin chances, con personajes menores
y chochos de la televisión, y sin embargo publicadísimos. Pero esta es otra
historia.
El hecho es que Hemingway era un
cazador de vocación y su naturaleza “predatoria” era la visible y solar
prerrogativa de un hombre de “un solo cuño”, como se decía antaño, incapaz de aceptar mediaciones hasta consigo mismo.
Pues Ernest era sobre todo cazador de
sigo mismo, todas las veces que bajaba en las profundidades de su ser,
destruyéndose con la bebida, emborrachándose con compañías cualquieras,
acompañándose con mujeres de toda clase. En este paroxismo se escondían los
gérmenes de la depresión, la misma que explosionaría devastadora antes de
llevarlo a la muerte.
Este aspecto existencial de Hemingway
me lo confiaba en muchas ocasiones Fernanda Pivano:”Ernest nunca parecía feliz
de verdad, y era uno que sin descanso se cazaba a sí mismo. Nunca se dejaba en
paz. Tan sólo lo veía un poco más sereno cuando estaba escribiendo algo que lo
fascinaba o luego de una de sus batidas de caza. Era como si luego de haber
individuado una parte oculta y hostil de sí, sentado ante la máquina para
escribir, llegara finalmente a matarla agarrando el fusil. Creo que Papa matase
para matarse. Y esto lo hemos podido comprobar al final”
En Italia, a Caorle, a Torcello en
compañía de Gianfranco Ivancich y de
Bepi Cipriani o al Lago Tombolo, huésped del barón Franchetti, Hemingway
practicaba una caza tranquilizadora, casi meditativa. Horas y horas transcurridas en paciente
espera, mimetizados dentro de los toneles fluctuantes entre los cañaverales de
la laguna véneta, a la espera de patos u otros pájaros, con tan sólo el
transfundo del chapotear del agua y los
extraños silbidos de los alicientes soplados con la boca.
Habían sido
días muy felices en aquel noviembre de 1948, cuando Ernest acompañado por la
esposa Mary descubrió por primera vez la Locanda Cipriani, un lugar de largos
placeres convívales alegrados por abundantes bebidas de vino Valpolicella.
Cazaba los
patos a Torcello pero también en la finca San Gaetano de la laguna de Caorle,
donde luego de apenas un mes conocería la muy joven Adriana Ivancich, destinada
a volverse la musa inspiradora de la novela ‘Al
otro lado del río y entre los árboles’.
Un amor
para el Véneto que venía desde mucho atrás, desde cuando en la primavera del
’18 empezó a recoger heridos en una Fiat adaptada como ambulancia, dando
vueltas entre los valles del Pasubio, hasta que pocos meses después una granada
casi lo mataría. Amor que justo durante aquellas hazañas en búsqueda de patos,
germanos reales o de chorlitos se volvía cada día más intenso:”soy un viejo
fanático del Véneto y aquí dejaré mi corazón”. Así escribía en aquella
época Ernest
Hemingway en una carta a Bernard Berenson, en donde expresaba todo su
afecto hacia aquella tierra.
Aquel
intersticio de Italia, que se quedó indeleble en su memoria por los
extraordinarios paisajes y unos inolvidables amigos, se vuelve fuente de inspiración
para su narracion:”En cada barco, en un punto o en otro había una bolsa con un
par de germanos hembras vivas, o una hembra y un macho, y en cada barco había
un perro que se agitaba, temblando de inquietud por el chillar de alas de los
patos que pasaban volando en la obscuridad. Cuatro barcos remontaban el canal
principal hacia la grande laguna en el norte”. (‘Al
otro lado del río y entre los árboles’)
Notable la
experta pincelada literaria en fuerza de la cual en la novela “véneta”
Franchetti se torna Alvarito “…El barón estaba erguido cerca del fuego en medio
del salón. Sonrió con su sonrisa tímida y dijo con su voz baja: “Lo siento que
la caza no haya tenido mayor éxito.” (Ob. cit.)
Un papel
fundamental lo asume también el barquero que en realidad es Fiorindo Silotto,
hábil con los remos como en la caza, que juntos con el hijo del noble veneciano
Alberto Franchetti recordó en el transcurso de una entrevista las proezas de
Ernest con la típica ironía del cazador, muchas veces dispuesto a exagerar sus
propias virtudes así como los defectos de los otros. “A veces pretendía
quedarse hasta cuando anochecía, encerrado en su tonel en el lago Tombolo. De
nada valía llamarlo mientras resonaba el cuerno de la alarma, era terco y no
aguantaba regresar a casa con las manos vacías. Una vez ocurrió que no
capturara nada ni nada y, dándose cuenta que lo estábamos tomando por el pelo,
empezó a disparar en el aire con su Berardinelli, así para desahogar la rabia.
Por suerte que no estaba mi padre, al que no le hubieran gustado ciertos
excesos”
La finca de
San Gaetano se mantuvo como aquella de antaño, un paraíso enmarcado en una
naturaleza todavía casi incontaminada y llena de atractivos paisajísticos, una
verdadera oasis de tranquilidad y de placeres sencillos para el escritor
estadounidense, siempre ávido de contactos casi primordiales con el ambiente en
su crudeza y al cual sentía pertenecer visceralmente.
En aquella
campiña a escasos kilómetros del mar había llegado con un limousine largo doce
metros, “el carro con las alas”, a
raíz de los estabilizadores laterales de perfecto estilo americano, estrenando
un casco de piloto y grandes botas canadienses. Pronto lo habían querido todos
los habitantes de la zona, fascinados por su fama y por su proverbial
generosidad.
Y hay quien
relata todavía que él y Mary dormían en cuartos separados con la excusa de las
camas demasiado pequeñas. En efecto
Hemingway amaba sobre todo inebriarse de experiencias duras, levantándose de madrugada, de largas
borracheras y exageradas comidas con los amigos de caza, luego de horas y horas
de prolongados acechanzas. “Siempre más madrugador que los otros, lo
veíamos entrar en el tonel con una
botellita de ginebra y un libro – cuenta el hijo del barón Franchetti,
resaltando el lado ‘tierno’ del escritor – muchas veces tampoco usaba el fusil,
que permanecía apoyado sin que se disparara un solo golpe. Si le sucedía de
disparar a un pajarito se conmovía y una vez lo ví llorando”
Pero en aquel
mismo periodo otro tipo de caza fascinaba a
Ernest: hacer suya una presa bella y joven, como la baronesita de San Michele
al Tagliamento Adriana Ivancich.
Este aspecto de la caza, de
naturaleza casi simbólica, concierne casi constantemente la relación de Papa
con las mujeres, que en muchos casos llegaban a satisfacer esta naturaleza
suya, vanidosa, de coleccionista de trofeos.
Y no es un caso que la mayoría de las
operaciones seductoras de Hemingway ha sido mucho más frecuentemente de
naturaleza más platónica que concreta: ello pone de manifiesto y demuestra como
en la base de su placer por la caza hubiera una íntima satisfacción que
deslindaba con una más profunda insatisfacción, más allá de los éxitos
efectivos.
En la mayor parte de sus escritos en
los cuales en alguna medida el conquistador asume un papel importante y ritual,
lo que más se destaca es como el protagonista ‘que gana’ evidencie desde el
comienzo de tener las características del carácter para hacerlo: como si lo
hubiera escrito en su código genético por una suerte de predestinación fatal.
Por ello Ernest cuando se encuentra delante de una mujer que estimula su
natural sed de conquista advierte prepotente
la necesidad de enfrentarse sin mediaciones consigo mismo: pues en el
poseer aunque inmaterialmente aquella mujer, vuelve a ser dueño de aquella
parte de sí exigente y nunca satisfecha, asomada sobre un vacío que nunca se
puede llenar.
Pues, finalmente, ¿qué importa el
momento conclusivo y tal vez más banal con relación a todo el desarrollo
táctico destinado a culminar en la victoria final?
Lo esencial es ‘poseer’, un aspecto
fundamental que marca la diferencia entre ‘tener y no tener’. Él dispara sus cartuchos,
la gacela se dobla. ¿Qué más se puede desear?
La caza ha tenido éxito y ahora como
un tónico milagroso transmite integra toda la energía que sirve para escribir
otra historia.
Por amor Hemingway, como escribe
Nanda Pivano, se deja enredar en un exceso de escrúpulos: “…Un día el hombre de
laguna (Fiorino Selotto) relató al escritor más famoso del mundo su historia,
la historia que lo había vuelto tan reservado y huraño. La historia se refería
a su mujer, que durante la guerra había sufrido la ancestral ofensa de los militares
a las mujeres. Esta historia Hemingway la había relatada en ‘Al otro lado
del río y entre los árboles’, y
como la había vista publicada (en 1950) se arrepintió, me había escrito que no
podía permitir la salida del libro en Italia pues no podía ofender el barquero:
y había bloqueado el libro por años. ¿Habrá sido verdad? Yo le creía a todo lo
que decía y entonces le creí también en este caso. Pero mientras tanto se
difundía la voz que el libro lo había bloqueado por complacer la mamá de la
dulce, bella, desafortunada Adriana Ivancich…”.
Las mujeres, con las cuales Hemingway
tenía muchas veces una relación misógina y conflictual y que en la mayoría de
los casos consideraba como trofeos de caza para exhibirlos, permiten introducir
con facilidad el argumento relacionado con la caza grande, que parece proponer modelos similares, llegando a
transformar en cruento un mismo ritual de posesión. El pretexto es sugerido por
el dicho evangélico: quien de espada hiere, de espada muere. Una muerte, en
fin, que es castigo y aprendizaje de vida: “El Bwana de la caza había matado un
león, y yo y el Bwana de la caza habíamos matado una leonesa, juntos con sus
jóvenes. Una leonesa que había producido muchos daños.” (‘Al romper el alba’).
Sin embargo en otros casos, como acontece en ‘La breve vida feliz de Francis
Macomber’, pero también en el mismo ‘Al romper el alba’, el privilegio de tomar
la iniciativa y de presionar el gatillo y disparar a la presa se reserva a
aquellas mujeres que demuestran una ‘virilidad’ y una frialdad de decisión
sorpresiva.
“Encontramos la manada de impalas que
normalmente estaba cerca del punto en que la carretera cruzaba el río y Mary
mató un macho que tenía un solo cuerno. El animal era muy gordo y en buen
estado…Mary había disparado muy bien, dando en el blanco en el hombro,
exactamente donde había apuntado”
En realidad no nos dejamos engañar.
Mary es la prolongación del pensamiento predatorio y de las estrategias de caza
de Ernest, así como la esposa de Francis Macomber lo es de la guía blanca
Wilson.
Las mujeres cazadoras existen en el
universo de Hemingway como signo
ulterior del poder del hombre que fragua y plasma el alma femenina a su antojo.
Mujeres que espontáneamente establecen alianzas con el más fuerte, que pronto
se vuelve también el más atractivo y fascinante.
Y en todo
caso Hemingway, que adora siempre medirse con adversarios de valor, les
prefiere de carácter estas sus presas, como cuando fija la atención sobre un
león que a su vez ha sido terrible cazador y por largo tiempo ha sembrado el
terror en la sabana.
En ‘Al romper el alba’ Miss Mary ocupa un lugar de honor,
una protagonista con muchas y extraordinarias calidades: pero en realidad es
probable que Hemingway tan sólo intente obtener el perdón por el embarazoso episodio
ligado a una presa especial de nombre Debba.
Mary se va a
Nairobi de compras en Navidad y Papa desahoga su amor para la muchachita de la
tribu Mokamba, que hasta quiere casarse. La leyenda parece avalar esta
circunstancia nunca probada, también si el mismo Ernest relata como la había
conquistada compartiendo sus costumbres de vida y ‘comprándola’ con unas
cuantas bolsas de harina y varios números de la revista ‘Life’. Que se dice le
gustaran mucho a la joven Masai.
Cuenta
Fernanda Pivano con relación a ello:”Hemingway tomaba demasiado, se le había apagado la pasión para la caza y
sobre todo contemplaba el paisaje y los animales, creando unos problemas para
el fotógrafo de ‘Look’. Ello trasparece entre las líneas del libro, en algunas
descripciones líricas y en la exaltación de la belleza de las fieras; pero la
tónica general refleja el fanfarronear que pertenecía a su imagen pública,
siempre más alejada de su real fragilidad. “Como muchas veces les ocurre a los
grandes personajes Hemingway se había quedado
aplastado por su misma fama, y así tenía que asumir de una forma casi
automática un papel que ya no le pertenecía: algo así como más tarde habría
hecho Bukowski, obligado a poner en el vaso jugo de cereza en vez de vino para
engañar los jóvenes visitantes que buscaban al anciano borracho Chinaski.
Cazar de toda manera era para Hemingway un
camino para conocer y conocerse, para entrar en el corazón cruento de las
cosas, de la misma esencia de la vida, sin descuentos para nadie, menos aún
para consigo mismo. Iba a caza de submarinos, de leones, de peces, de pájaros
del aire y de los acuáticos, era cazador de mujeres y predador de hombres,
simplemente quería ser el mejor, siempre.
Y por este
género de excesos era una leyenda también en Cuba, donde parece que el mismo
Fidel fuera orgulloso de disparar con un fusil de dos cañones calibre 22 que
había pertenecido a Papa.
¿Quién era
Ernest Hemingway sino un guerrero, frágil como todos los combatientes obligados
a enfrentarse con el peligro de vivir para no morir tempranamente…?
Hemingway
nunca había dejado de perseguirse, de olfatearse, de desanidarse. Y al final se
había encontrado: en la aurora de aquel dos de julio por fin había disparato a
su última, huidiza, inaprensible presa.
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