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Friday, July 26, 2013

LOS DISPAROS CONTRA HEMINGWAY


Acaba de terminar en La Habana un nuevo coloquio. Lamentablemente, por un problema de salud, no pude asistir. Me hubiera encantado encontrarme con mis amigos y volver a repetir esas hermosas charlas acompañado con un ron , el clásico mojito, o pagar con gusto los siete dólares por un daiquiri en El Floridita; pero a pesar de los inconvenientes, quiero estar presente en ese mundo maravilloso y aventurero, a través de un excelente trabajo del investigador italiano Guido Guerrera, quien me ha enviado su ponencia para que todos los hemingwayanos que consultan esta página puedan acercarse a la mirada de uno de los mejores analistas sobre la vida y obra del norteamericano.


El desarrollo que hace Guerrera sobre la personalidad del “cazador” encerrado en su trampa, es impecable, fruto  de un conocimiento medular. Toda esta comunidad terapéutica que integramos los dementes hemingwayanos, conocemos los placeres y desventuras de un ser humano golpeado y sacudido por una vida perseguida por un arma de fuego. Días pasados, leía al periodista cubano Luis Hernández Serrano y recordaba aquella anécdota de Fidel Castro que  relacionaba el uso de armas en ambos. Según Serrano, Fidel usaba la escopeta preferida del escritor norteamericano en las prácticas de tiro previas al asalto al cuartel Moncada. Reconocía Serrano que un señor llamado Fernando Silvano Nuez Sánchez, le facilitaba a Fidel el armamento sin que Hemingway lo supiese.

Cuenta Hernández Serrano que, en sus andanzas, Fidel Castro coincidió un día, en el club de cazadores El Cerro, con el coronel Blanco Rico, de la policía del dictador Fulgencio Batista. Rico le preguntó para qué estaba haciendo prácticas de tiros, a lo que Fidel respondió: Estamos practicando porque tenemos una cacería de torcazas.


Sin ninguna intención de satanizarlo, el periodista Luís Hernández dice que Fidel, con esa “fina ironía neutralizó a Blanco Rico”. Días después, el oriente de Cuba fue escenario de acciones violentas, perpetradas por Castro y sus acólitos contra los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.

Suele decirse que el hombre de pensamiento se opone al hombre de acción y que para que una sociedad progrese se necesita que ambos concurran en las proporciones adecuadas. Ernest Hemingway fue un hombre de acción que escribía de aquellas cosas que había vivido y no apreciaba mucho a sus colegas reflexivos y comedidos que preferían recrearse en un razonamiento antes que ceder a un impulso. Supongo que Hemingway no era un hombre carente de introspección y que su obra no fue el resultado de una excitación permanente, ni la consecuencia de haber supeditado la gramática a la furia. De hecho, tenía una cabeza portentosa, capaz de las mejores ideas, aunque también es cierto que cuando le fallaba la inspiración, podía emplear la cabeza para abrir la puerta y salir a la calle. Muchos de sus relatos están escritos con frases cortas y áridas, en el estilo fulminante propio de alguien que no concibe apagar la sed sin abrir la cerveza con los dientes. A veces la política necesita de hombres así, contundentes y entusiastas. A veces recapacitar para no equivocarse es el peor error que puede cometer un hombre. Muchas batallas las ganaron los soldados gracias a haber desobedecido una orden del alto mando que parecía demasiado razonable para ser conveniente.

Mi agradecimiento a Guido. Los dejo con un texto enriquecedor que espero disfruten.  

 
HERMINGWAY EL CAZADOR

“Es cierto que ninguna caza se puede comparar a la caza en contra del hombre y quien haya cazado hombres armados por un tiempo bastante largo y con gozo, luego no ha podido más interesarse en otra cosa”. Ernest Hemingway firma con esta tónica un artículo aparecido  en Esquire en abril de 1936, desatando una oleada  de polémicas y ataques. Quien conoce a  Hemingway, quien ha hurgado largamente en su historia de hombre y de escritor, conoce muy bien cómo fuera orientado, por su mismo carácter, a la provocación deliberada y a las expresiones agresivas pronunciadas para generar fuertes reacciones y, finalmente, una intensa atención sobre su persona.

Y es que, al final de cuenta, Ernest así se portaba porque escondido en él vivía un espíritu guerrero, rebelde e intolerante frente a cualquier imposición: el arte de la caza, que bien aprendió del padre, se había incorporado al soldado como un específico componente psicológico, hasta volverse parte fundamental de su misma naturaleza. Hemingway era un cazador de nacimiento, bajo ciertos aspectos un predador, sobre todo para celebrar una ética que remontaba a una forma fuertemente estética de concebir la vida. Sin esta especie de celebración del donar y del recibir, de las lógicas primitivas según las cuales el fuerte gana sobre el débil, del león que degüella la antílope por su misma naturaleza, no se lograría llegar a entender la tendencia de Hemingway para hacer de la caza una suerte de religión íntima.

La caza mayor en África es invariablemente subrayada por violencia, actos de coraje y de cobardía, por accidentes y consecuencias fuertemente traumáticas.







Ésta es el África de “Al romper el alba”, y es la misma tierra que entreteje el escenario de muchos famosos cuentos: el África de los trofeos y de los safaris contrapunteados por grandes borracheras, por las lecturas aburridas de Simenon y por las infaltables disenterías. Hemingway ha contribuido en acrecentar el hechizo de aquel país exótico y todavía hoy las narraciones de sus batidas de caza siguen representando casi un ideal  romántico, justamente en nuestro mundo ya acostumbrado a practicar ciertos tipos de violencia pero a estigmatizar categóricamente otros en fuerza de mutaciones epocales y nuevas orientaciones sociales. 

Hemingway el macho, el de la caza mayor, orgulloso de su carácter de predador. Siempre listo para derrochar tiempo y dinero para sus aventuras que tenían que culminar, por una suerte de intrínseca necesidad, con  la muerte de un animal, no suscita simpatía en la sociedad del políticamente correcto, donde parece prevalecer lo que es bastante descolorido, sin sabor, sin capacidad de avivar pasiones. Por el  contrario la exhibición de la pasión molesta bastante, pues ya se entendió que con la máscara de la hipocresía bien pegada en la cara se pueden hacer un montón de cosas mucho peores que matar un búfalo, un león y salirse con las suyas.

Hemingway hoy día no hubiera tenido ningún éxito: en primer lugar se hubiera tenido que enfrentar con una muchedumbre de ambientalistas radicales, luego muy probablemente habría sido pegado por enfurecidas feministas y finalmente, en consecuencia de ello,  habría sido abandonado también por el último de los editores. Siempre y cuando, en estos tiempos, hubiera podido encontrar algún editor decente  dispuesto a publicar sus escritos, en competencia, tal vez sin chances, con personajes menores y chochos de la televisión, y sin embargo publicadísimos. Pero esta es otra historia.

El hecho es que Hemingway era un cazador de vocación y su naturaleza “predatoria” era la visible y solar prerrogativa de un hombre de “un solo cuño”, como se decía  antaño, incapaz de aceptar mediaciones  hasta consigo mismo.

Pues Ernest era sobre todo cazador de sigo mismo, todas las veces que bajaba en las profundidades de su ser, destruyéndose con la bebida, emborrachándose con compañías cualquieras, acompañándose con mujeres de toda clase. En este paroxismo se escondían los gérmenes de la depresión, la misma que explosionaría devastadora antes de llevarlo a la muerte.


Este aspecto existencial de Hemingway me lo confiaba en muchas ocasiones Fernanda Pivano:”Ernest nunca parecía feliz de verdad, y era uno que sin descanso se cazaba a sí mismo. Nunca se dejaba en paz. Tan sólo lo veía un poco más sereno cuando estaba escribiendo algo que lo fascinaba o luego de una de sus batidas de caza. Era como si luego de haber individuado una parte oculta y hostil de sí, sentado ante la máquina para escribir, llegara finalmente a matarla agarrando el fusil. Creo que Papa matase para matarse. Y esto lo hemos podido comprobar al final”

En Italia, a Caorle, a Torcello en compañía de  Gianfranco Ivancich y de Bepi Cipriani o al Lago Tombolo, huésped del barón Franchetti, Hemingway practicaba una caza tranquilizadora, casi meditativa.  Horas y horas transcurridas en paciente espera, mimetizados dentro de los toneles fluctuantes entre los cañaverales de la laguna véneta, a la espera de patos u otros pájaros, con tan sólo el transfundo  del chapotear del agua y los extraños silbidos de los alicientes soplados con la boca.






Habían sido días muy felices en aquel noviembre de 1948, cuando Ernest acompañado por la esposa Mary descubrió por primera vez la Locanda Cipriani, un lugar de largos placeres convívales alegrados por abundantes bebidas de vino Valpolicella.

Cazaba los patos a Torcello pero también en la finca San Gaetano de la laguna de Caorle, donde luego de apenas un mes conocería la muy joven Adriana Ivancich, destinada a volverse la musa inspiradora de la novela ‘Al otro lado del río y entre los árboles’.

Un amor para el Véneto que venía desde mucho atrás, desde cuando en la primavera del ’18 empezó a recoger heridos en una Fiat adaptada como ambulancia, dando vueltas entre los valles del Pasubio, hasta que pocos meses después una granada casi lo mataría. Amor que justo durante aquellas hazañas en búsqueda de patos, germanos reales o de chorlitos se volvía cada día más intenso:”soy un viejo fanático del Véneto y aquí dejaré mi corazón”. Así escribía en aquella época  Ernest Hemingway  en una carta a  Bernard Berenson, en donde expresaba todo su afecto hacia aquella tierra.

Aquel intersticio de Italia, que se quedó indeleble en su memoria por los extraordinarios paisajes y unos inolvidables amigos, se vuelve fuente de inspiración para su narracion:”En cada barco, en un punto o en otro había una bolsa con un par de germanos hembras vivas, o una hembra y un macho, y en cada barco había un perro que se agitaba, temblando de inquietud por el chillar de alas de los patos que pasaban volando en la obscuridad. Cuatro barcos remontaban el canal principal hacia la grande laguna en el norte”. (‘Al otro lado del río y entre los árboles’)

Notable la experta pincelada literaria en fuerza de la cual en la novela “véneta” Franchetti se torna Alvarito “…El barón estaba erguido cerca del fuego en medio del salón. Sonrió con su sonrisa tímida y dijo con su voz baja: “Lo siento que la caza no haya tenido mayor éxito.” (Ob. cit.)

Un papel fundamental lo asume también el barquero que en realidad es Fiorindo Silotto, hábil con los remos como en la caza, que juntos con el hijo del noble veneciano Alberto Franchetti recordó en el transcurso de una entrevista las proezas de Ernest con la típica ironía del cazador, muchas veces dispuesto a exagerar sus propias virtudes así como los defectos de los otros. “A veces pretendía quedarse hasta cuando anochecía, encerrado en su tonel en el lago Tombolo. De nada valía llamarlo mientras resonaba el cuerno de la alarma, era terco y no aguantaba regresar a casa con las manos vacías. Una vez ocurrió que no capturara nada ni nada y, dándose cuenta que lo estábamos tomando por el pelo, empezó a disparar en el aire con su Berardinelli, así para desahogar la rabia. Por suerte que no estaba mi padre, al que no le hubieran gustado ciertos excesos”

La finca de San Gaetano se mantuvo como aquella de antaño, un paraíso enmarcado en una naturaleza todavía casi incontaminada y llena de atractivos paisajísticos, una verdadera oasis de tranquilidad y de placeres sencillos para el escritor estadounidense, siempre ávido de contactos casi primordiales con el ambiente en su crudeza y al cual sentía pertenecer visceralmente.







En aquella campiña a escasos kilómetros del mar había llegado con un limousine largo doce metros, “el carro con las alas”, a raíz de los estabilizadores laterales de perfecto estilo americano, estrenando un casco de piloto y grandes botas canadienses. Pronto lo habían querido todos los habitantes de la zona, fascinados por su fama y por su proverbial generosidad.

Y hay quien relata todavía que él y Mary dormían en cuartos separados con la excusa de las camas demasiado pequeñas. En efecto  Hemingway amaba sobre todo inebriarse de experiencias  duras, levantándose de madrugada, de largas borracheras y exageradas comidas con los amigos de caza, luego de horas y horas de prolongados acechanzas. “Siempre más madrugador que los otros, lo veíamos  entrar en el tonel con una botellita de ginebra y un libro – cuenta el hijo del barón Franchetti, resaltando el lado ‘tierno’ del escritor – muchas veces tampoco usaba el fusil, que permanecía apoyado sin que se disparara un solo golpe. Si le sucedía de disparar a un pajarito se conmovía y una vez lo ví llorando”

Pero en aquel mismo periodo otro tipo de caza fascinaba a  Ernest: hacer suya una presa bella y joven, como la baronesita de San Michele al Tagliamento Adriana Ivancich.

Este aspecto de la caza, de naturaleza casi simbólica, concierne casi constantemente la relación de Papa con las mujeres, que en muchos casos llegaban a satisfacer esta naturaleza suya, vanidosa, de coleccionista de trofeos.

Y no es un caso que la mayoría de las operaciones seductoras de Hemingway ha sido mucho más frecuentemente de naturaleza más platónica que concreta: ello pone de manifiesto y demuestra como en la base de su placer por la caza hubiera una íntima satisfacción que deslindaba con una más profunda insatisfacción, más allá de los éxitos efectivos.

En la mayor parte de sus escritos en los cuales en alguna medida el conquistador asume un papel importante y ritual, lo que más se destaca es como el protagonista ‘que gana’ evidencie desde el comienzo de tener las características del carácter para hacerlo: como si lo hubiera escrito en su código genético por una suerte de predestinación fatal. Por ello Ernest cuando se encuentra delante de una mujer que estimula su natural sed de conquista advierte prepotente  la necesidad de enfrentarse sin mediaciones consigo mismo: pues en el poseer aunque inmaterialmente aquella mujer, vuelve a ser dueño de aquella parte de sí exigente y nunca satisfecha, asomada sobre un vacío que nunca se puede llenar.

Pues, finalmente, ¿qué importa el momento conclusivo y tal vez más banal con relación a todo el desarrollo táctico destinado a culminar en la victoria final?

Lo esencial es ‘poseer’, un aspecto fundamental que marca la diferencia entre ‘tener y no tener’. Él dispara sus cartuchos, la gacela se dobla. ¿Qué más se puede desear?

La caza ha tenido éxito y ahora como un tónico milagroso transmite integra toda la energía que sirve para escribir otra historia.

Por amor Hemingway, como escribe Nanda Pivano, se deja enredar en un exceso de escrúpulos: “…Un día el hombre de laguna (Fiorino Selotto) relató al escritor más famoso del mundo su historia, la historia que lo había vuelto tan reservado y huraño. La historia se refería a su mujer, que durante la guerra había sufrido la ancestral ofensa de los militares a las mujeres. Esta historia Hemingway la había relatada en ‘Al otro lado del río y entre los árboles’, y como la había vista publicada (en 1950) se arrepintió, me había escrito que no podía permitir la salida del libro en Italia pues no podía ofender el barquero: y había bloqueado el libro por años. ¿Habrá sido verdad? Yo le creía a todo lo que decía y entonces le creí también en este caso. Pero mientras tanto se difundía la voz que el libro lo había bloqueado por complacer la mamá de la dulce, bella, desafortunada Adriana Ivancich…”.

Las mujeres, con las cuales Hemingway tenía muchas veces una relación misógina y conflictual y que en la mayoría de los casos consideraba como trofeos de caza para exhibirlos, permiten introducir con facilidad el argumento relacionado con la caza grande, que parece  proponer modelos similares, llegando a transformar en cruento un mismo ritual de posesión. El pretexto es sugerido por el dicho evangélico: quien de espada hiere, de espada muere. Una muerte, en fin, que es castigo y aprendizaje de vida: “El Bwana de la caza había matado un león, y yo y el Bwana de la caza habíamos matado una leonesa, juntos con sus jóvenes. Una leonesa que había producido muchos daños.” (‘Al romper el alba’). Sin embargo en otros casos, como acontece en ‘La breve vida feliz de Francis Macomber’, pero también en el mismo ‘Al romper el alba’, el privilegio de tomar la iniciativa y de presionar el gatillo y disparar a la presa se reserva a aquellas mujeres que demuestran una ‘virilidad’ y una frialdad de decisión sorpresiva.

“Encontramos la manada de impalas que normalmente estaba cerca del punto en que la carretera cruzaba el río y Mary mató un macho que tenía un solo cuerno. El animal era muy gordo y en buen estado…Mary había disparado muy bien, dando en el blanco en el hombro, exactamente donde había apuntado”

En realidad no nos dejamos engañar. Mary es la prolongación del pensamiento predatorio y de las estrategias de caza de Ernest, así como la esposa de Francis Macomber lo es de la guía blanca Wilson.

Las mujeres cazadoras existen en el universo de  Hemingway como signo ulterior del poder del hombre que fragua y plasma el alma femenina a su antojo. Mujeres que espontáneamente establecen alianzas con el más fuerte, que pronto se vuelve también el más atractivo y fascinante.

Y en todo caso Hemingway, que adora siempre medirse con adversarios de valor, les prefiere de carácter estas sus presas, como cuando fija la atención sobre un león que a su vez ha sido terrible cazador y por largo tiempo ha sembrado el terror en la sabana.


 

En ‘Al romper el alba’ Miss Mary ocupa un lugar de honor, una protagonista con muchas y extraordinarias calidades: pero en realidad es probable que Hemingway tan sólo intente obtener el perdón por el embarazoso episodio ligado a una presa especial de nombre Debba.

Mary se va a Nairobi de compras en Navidad y Papa desahoga su amor para la muchachita de la tribu Mokamba, que hasta quiere casarse. La leyenda parece avalar esta circunstancia nunca probada, también si el mismo Ernest relata como la había conquistada compartiendo sus costumbres de vida y ‘comprándola’ con unas cuantas bolsas de harina y varios números de la revista ‘Life’. Que se dice le gustaran mucho a la joven Masai.

Cuenta Fernanda Pivano con relación a ello:”Hemingway tomaba demasiado, se le había apagado la pasión para la caza y sobre todo contemplaba el paisaje y los animales, creando unos problemas para el fotógrafo de ‘Look’. Ello trasparece entre las líneas del libro, en algunas descripciones líricas y en la exaltación de la belleza de las fieras; pero la tónica general refleja el fanfarronear que pertenecía a su imagen pública, siempre más alejada de su real fragilidad. “Como muchas veces les ocurre a los grandes personajes  Hemingway se había quedado aplastado por su misma fama, y así tenía que asumir de una forma casi automática un papel que ya no le pertenecía: algo así como más tarde habría hecho Bukowski, obligado a poner en el vaso jugo de cereza en vez de vino para engañar los jóvenes visitantes que buscaban al anciano borracho Chinaski.

Cazar de toda manera era para Hemingway un camino para conocer y conocerse, para entrar en el corazón cruento de las cosas, de la misma esencia de la vida, sin descuentos para nadie, menos aún para consigo mismo. Iba a caza de submarinos, de leones, de peces, de pájaros del aire y de los acuáticos, era cazador de mujeres y predador de hombres, simplemente quería ser el mejor, siempre. 

Y por este género de excesos era una leyenda también en Cuba, donde parece que el mismo Fidel fuera orgulloso de disparar con un fusil de dos cañones calibre 22 que había pertenecido a Papa.

¿Quién era Ernest Hemingway sino un guerrero, frágil como todos los combatientes obligados a enfrentarse con el peligro de vivir para no morir tempranamente…?

Hemingway nunca había dejado de perseguirse, de olfatearse, de desanidarse. Y al final se había encontrado: en la aurora de aquel dos de julio por fin había disparato a su última, huidiza, inaprensible presa.
 
 

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