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Monday, July 22, 2024

UNA NAVIDAD EN PARÍS



La crónica autoreferencial donde Hemingway nos presenta una  París "bella y solitaria en Navidad". El relato donde dos jóvenes pasan la festividad fuera de su territorio y la melancolía los invade. Todo parece una fotografía de Ernest y Hadley, en una ciudad cargada de nieve y recuerdos.
José María Gatti

UNA NAVIDAD EN PARÍS

(Del Toronto Star Weekly, 24 de diciembre de 1923)



En París nieva: la lumbre despierta su fulgor rojizo en los grandes braseros puestos en la parte exterior de la puerta de los cafés; en las mesas hay hombres sentados que llevan levantado el cuello de sus abrigos y sostienen un vaso de bebida en la mano, mientras los vendedores de periódicos vocean las ediciones vespertinas.

Los verdes autobuses pasan haciendo ruido como si fueran tanques de guerra avanzando entre la nieve, que cae en finos copos al anochecer. Las altas fachadas de los edificios parecen engalanadas de blanco. La nevada ofrece una visión más atractiva en la ciudad que en otro sitio. Maravilla estar en un puente sobre el Sena y contemplar, a través de la blanca y suave cortina, el grisáceo edificio del Louvre y más allá del río, enlazado por numerosos puentes y jalonado por los grises edificios del viejo París, Notre Dame, agazapada bajo el crepúsculo.

París es una ciudad bella y solitaria en Navidad.

El joven y su acompañante van desde el penumbroso Quai a la Rue Bonaparte para dirigirse a la iluminada Rue Jacob, donde, en el segundo piso de un edificio, se halla un pequeño restorán, el “verdadero restorán de la Tercera República”, con dos salitas, cuatro mesas pequeñas y un gato, donde se sirve un típico plato navideño.

-         Echo de menos el arándano - responde él.

Y se ponen a comer. El pavo ha sido trinchado según una peculiar fórmula geométrica cuyo resultado es un buen trozo de hueso, mucha ternilla y muy poca carne.

     - ¿Recuerdas el pavo que se come en casa? - pregunta ella.

     - Es mejor no hablar de ello  - contesta el joven.

Y les meten mano a las papas, fritas con mucho aceite.

     - ¿Qué estarán haciendo en casa? - dice la muchacha.

    - Anda a saber - contesta el acompañante- ¿Crees que algún día podemos regresar a ella.

     - No sé. ¿Y tú crees que alguna vez tengamos éxito como artistas?

 Entra el dueño con el postre y una botella de vino tinto pequeña y dice en francés.

-         Se me ha olvidado servirles el vino.

La joven empieza a llorar.

-         No sabía que París fuese así. Se me figuraba alegre, bonito y lleno de luz.

El joven la rodeó con el brazo, lo cual está permitido en los restoranes parisienses, y respondió:

-         No tiene importancia, cariño. Llevamos tres días aquí.  París es distinto. Un poco de paciencia.




Comieron el postre; ninguno de los dos se quejó de que estaba un poco quemado. Pagaron la cuenta, bajaron y salieron del establecimiento. Continuaba nevando y la pareja se encaminó por las calles del viejo París que habían conocido el merodeo de los lobos y las cacerías humanas, y sus altos edificios lo habían presenciado y se ofrecían ahora severos e inmóviles en este día señalado.

Los dos jóvenes padecían de nostalgia: era la primera navidad que pasaban fuera de sus hogares. Se desconoce lo que significa esta festividad mientras no se pasa fuera del lugar de residencia.

Ernest Miller Hemingway.

Selección y traducción Mariano Barragán

Friday, July 05, 2024

UNA FIESTA NAVIDEÑA EN EL NORTE DE ITALIA

 

Una nota de color que Hemingway sintetiza con claridad periodística, marcando los detalles de una costumbre canadiense en Milán.

Lejos de brigadas, bombas y fusiles, Ernest transita su crónica con la mirada del viajero que se sorprende por la ingenuidad de los hechos.

Un relato distendido y alegre, en medio de la festividad navideña.

José María Gatti

 


 

UNA FIESTA NAVIDEÑA EN EL NORTE DE ITALIA

Del Toronto Star Weekly, 22 de diciembre de 1923

  

  La extensa, moderna, antigua y parduzca ciudad norteña de Milán, estaba como encogida por el frío de diciembre.

  En las puertas de las carnicerías había colgados faisanes, conejos, ciervos y zorras.

  Helados de frío, los grupos de soldados vagaban por las calles para disfrutar del permiso navideño. En el interior de los cafés la concurrencia tomaba ponches de ron calientes.

  Oficiales de todas las regiones y graduaciones -y diferente grado de embriaguez- acudían al café Cova, que está frente del teatro La Scala, añorando poder pasar la Navidad con sus familias.

  Un joven teniente de Arditi me contó cómo celebran la Navidad en los Abruzos; un lugar donde “se cazan osos, y los hombres son hombres y las mujeres,  mujeres”.

  Chink se asombra con la noticia  de que en Vía Manzoni hay una tienda donde distinguidas jóvenes milanesas venden muérdago, con el objeto de recaudar fondos para la beneficencia.




  Después de formar una patrulla de exploración, lo más rápidamente posible, excluyendo a los italianos, los borrachos y todos los oficiales con una graduación superior a la de mayor, salimos del café Cova y nos dirigimos a la tienda en cuestión. A través de la vidriera se puede ver nítidamente a las distinguidas jóvenes milanesas; en la parte superior de la puerta hay colgado un enorme ramo de muérdago. Entramos y empezamos a comprar desaforadamente. Salimos con un gran cargamento de muérdago que repartimos entre mendigos, guardias, politicastros, cocheros y criadas que pasan por la calle.

  Vamos nuevamente por el muérdago a la tienda. Es el gran día de la beneficencia. Salimos con otro cargamento y ofrecemos ramitos a los periodistas, camareros, barrenderos y conductores de tranvías con quienes nos cruzamos por la calle.




  Volvemos al negocio; esta vez nuestra presencia despierta la curiosidad de las distinguidas jóvenes milanesas, pedimos insistentemente que nos vendan los voluminosos ramos que están colgados en la puerta; pagamos bastante dinero por él y decidimos ofrecerlo a un caballero, de aspecto rudo, que se pasea con chistera y bastón por la Vía Manzoni.

  El caballero lo rehúsa: insistimos en que lo acepte. No quiere aceptarlo, porque supone demasiado honor para él; le explicamos que es una costumbre canadiense  ofrecer muérdago en una fiesta tan especial, y que nos honrará si lo acepta. Vacila.

  Llamamos un coche para el caballero; todo esto es observado a través de la vidriera de la tienda por las muchachas;  lo ayudamos a acomodarse en el asiento del vehículo, y ponemos el voluminoso ramo a su lado. El carruaje parte, y el viajero se despide con palabras de agradecimiento y confusión en el rostro.




  Mucha gente ha contemplado la escena. Esta vez, las distinguidas jóvenes milanesas, en el interior de la tienda, están intrigadas.

  Entramos en ella y en voz baja le explicamos que en Canadá es costumbre ofrecer ramos de muérdago. Tras esto, nos hacen pasar a la trastienda y nos presentan a las  chaperonas, dos estimables damas: la condesa de “Tal”, alta y campechana y la princesa de “Más Cual”, muy delgada, angulosa y aristocrática. Nos retiramos. Nos comunican en voz baja que las dos damas saldrán a tomar  té dentro de media hora.

  Salimos con otro cargamento de muérdago y se lo ofrecimos ceremoniosamente al jefe de los camareros del restorán Gran d’Italia; le emociona esta costumbre canadiense y responde agradecido por el ofrecimiento.

  Volvimos al establecimiento y reafirmamos esta sagrada costumbre canadiense. Las dos chaperonas regresan de tomar el té; nos lo advierten con un silbido desde la calle.

  De esta manera, el verdadero uso del muérdago fue introducido en el norte de Italia.

Ernest Miller Hemingway

Selección y traducción Mariano Barragán




 Edición en idioma polaco de El muertito de Hemingway. La publicación en español agotó tres ediciones.