Aquí era verano. 14 de enero de 2006. Buenos Aires estaba vacía. Había decidido hacer una caminata antes que el sol me pegara un garrotazo en la cabeza. Me vestí de turista y salí. Como siempre la humedad me saludaba con delicada cortesía. Diecisiete minutos a paso firme. Las gotas de sudor de mi calva buscaban el camino del cuello. Seguí. Veinte minutos y el auxilio de un banco de cemento a la sombra. Tenía sed. Me repoché que no hubiera traído el agua mineral fresca que dormía en la heladera. Me metí en un café. Aire acondicionado a pleno. Mesa al lado de la ventana. Matutinos en espera y el plasma clavado en la CNN. Periodista venezolana, o mejicana, tal vez guatemalteca. Seria, conmovida: "Un incendio destruyó el Museo Hemingway y el bar The Compleat Angler, aquí en Birminí - no agregó que era una isla en Bahamas -. Las llamas obligaron a los invitados de la fiesta - tampoco dijo qué fiesta - a ganar la calle en medio del pánico. Todavía no podemos hablar de las víctimas, pero seguramente estamos en presencia de una tragedia porque, además de las pérdidas humanas, se termina un lugar donde Hemingway solía beber en los años treinta". Hago memoria mientras el mozo me sirve el agua. En el 29, Hemingway lanzó Adiós a las armas. La Paramount Pictures le paga 24.ooo dólares por los derechos cinematográficos y el dramaturgo Laurence Stalling adquiere los derechos para la adaptación teatral. ¡Claro, en el 30 se estrena! Estalla la bolsa de Wall Street y Ernest se exilia en Key West. Al poco tiempo aparece Jane Mason. Rubia, espigada, alcohólica, depresiva, suicida. Una mosca en la leche para Pauline, la segunda esposa de Hemingway. Pero eso será otra historia. Me levanto. Otra vez la calle. Todavía tengo que transitar veinte minutos y todo me parece que fuera un incendio como el de la isla Birminí.
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