Sunday, January 30, 2011

MARTHA ERES UNA MALDITA


Acaso sea Martha la mujer que mejor conoció a Hemingway. Acaso sea la única que lo entendió. Uno muchas veces lee y relee anécdotas, datos, referencias, torpes crónicas y se queda siempre con la sensación de saber quien fue Martha Gellhorn.
La crónica que sigue es una de las mejores que leí. La entrego con el placer de que todos tengamos la misma experiencia.


Martha Gellhorn: La reportera de batalla



Ninguna de las guerras que estallaron en sus ochenta y nueve años de existencia le fueron ajenas. Conflictos pequeños o masivos, cortos o prolongados, originados por la disputa de un pedazo de tierra o por el control del poder, entre nacionales o contra la invasión extranjera; no había una sola tragedia humana que le fuera ajena. Por eso se hizo periodista.


No nació reportera ni se lo había propuesto. De hecho, el escritor inglés Nicholas Shakespeare, quien fue su amigo en los últimos años de su vida, recordó en un revelador apunte biográfico que publicó en 1998 en la revista “Granta” (ella falleció el 15 de febrero de ese año) que antes de que apareciera un artículo con su nombre y apellido fue protagonista de un escándalo en París cuando la prensa informó que vivía abiertamente un romance impropio con Bertrand de Juvenel, quien era el hijastro y amante de la escritora Colette. Eran principios de los 30, Paris era una fiesta, y ella, rubia y enérgica, tenía algo más de veinte años y había llegado por primera vez a Europa con 75 dólares en la cartera, en busca de un tema para su novela. Porque ella deseaba ser escritora y nunca periodista. Su época y sus impulsos la convirtieron en reportera, una de las más grandes de todos los tiempos.


Nació en Missouri, Estados Unidos, en 1908, y su padre fue un migrante prusiano que amaba viajar como un condenado; su madre, Edna Fischel, fue una indómita mujer que participó activamente en un movimiento que luchó por el derecho de la mujer al voto. Libertad y rebeldía heredó de ambos esta mujer que sólo soñaba con dedicarse totalmente a la literatura y nunca al periodismo, cuando en 1936, en un bar de Key West, Florida, conoció al escritor cuyo nombre comenzaba a resonar debido a libros como “Fiesta”, “Adiós a las armas” y “Las verdes colinas de África”. Ernest Hemingway la deslumbró diciéndole que en España había estallado una guerra civil y que él iría como “corresponsal antiguerra”, como cronista de los guerreros del lado que según él representaban la justicia y la libertad: Los republicanos. A ella le fascinó la definición “corresponsal antiguerra” y aceptó al año siguiente viajar con él a Madrid, y vivieron juntos en el mismo hotel. Por si acaso se había conseguido un papel que decía que colaboraba en la revista “Collier’s”, pero la verdad es que le aterraba la idea de ser testigo de tanta violencia, sobre todo entre connacionales. Así empezaba cuando una bomba estalló en el hotel y tuvo que salir a ver lo que sucedía.


Sin nombrar a Hemingway, en la introducción de su libro de crónicas El rostro de la guerra recordó ese momento revelador que la marcaría para siempre: “Unas semanas después de haber llegado a Madrid, un amigo periodista me sugirió que escribiera. Al fin y al cabo, yo era escritora, ¿no? Pero, ¿Cómo podría escribir sobre la guerra, qué sabía yo de ella, y para quién iba a hacerlo? En primer lugar, ¿Cómo empezó todo? ¿Tenía que ocurrir algo colosal y definitivo para poder escribir un artículo? Mi amigo periodista sugirió que escribiera sobre Madrid. A quién podría interesarle, pregunté yo; lo que allí sucedía no era más que la vida cotidiana. El me hizo ver que aquella no era la vida cotidiana de todo el mundo. Era la guerra”. También recordó el envío de una primera crónica a la revista “Collier’s”, describiendo los horrores del conflicto y las matanzas de la población civil. Ella creyó que jamás la publicarían, pero se equivocó. La contrataron de inmediato.


Ese fue el principio de una portentosa carrera de sesenta años que la condujo a los escenarios de conflicto más diversos; y así como pudo observar la sofisticación progresiva de los armamentos, la modernización de las estrategias bélicas y la aparición de diversas formas de confrontación de famélicos pueblos contra grandes potencias, también mantuvo durante toda su vida una vigorosa campaña antibélica. La más notable de las corresponsales de guerra del mundo era una consumada pacifista que nunca declinó su permanente denuncia contra quienes inventaban batallas para engrosar sus cuentas bancarias. La más devastadora epidemia de la que todavía no se desprende la humanidad, decía ella, no era ni la corrupción ni la droga sino la venta de armas. Y lo decía con la certeza de quien había sido testigo de los peores enfrentamientos, como una periodista a quien le importaba más el sufrimiento de la gente que los cubileteos diplomáticos para alargar las guerras o la eficacia de las tácticas bélicas con tecnología de punta. Ella prefería escribir sobre la lucha por la vida, y no sobre las victorias de la muerte.


En eso se diferenciaba de Hemingway, a quien le fascinaba jugarse la vida y adoraba los conflictos armados, pero sobre todo ser protagonista de los mismos. Sus crónicas de la guerra civil en España son relatos en los que el centro de la atención suele ser él, mientras que ella, quien también había visto lo mismo que él, prefería que los combatientes y la gente relatasen las penurias de los días de fuego. Sin embargo, a pesar de ser conscientes de que tarde o temprano sus discrepancias terminarían por erosionar y terminar con su relación, después que ella viajó a Finlandia para presenciar la invasión nazi a ese pacífico país, se trasladaron juntos a China para relatar la guerra de liberación dirigida por Chiang Kai-Chek contra la invasión japonesa. Y después de casarse el 21 de noviembre de 1940, estuvieron en los diversos frentes aliados en Europa que combatían al enemigo común alemán. Cuando el 25 de agosto de 1944 Hemingway celebraba la liberación de París en el Hotel Ritz, el matrimonio había naufragado y cada uno estaba por su lado como escritores y periodistas. Es más, entonces el novelista se había enamorado de otra persona con la que se casaría por cuarta vez, Mary Welsh.


La tercera mujer del autor de “Por quién doblan las campanas” – a quien le dedicó el libro – jamás hablo públicamente de la vida que compartió con él, sencillamente porque creía que no era importante. En Notingh Ever Happens to the Brave, que biógrafo Carl Rollyson escribió sobre ella, el autor reconoce que la reportera jamás acepto una entrevista con él, porque consideraba que todo lo que se quería saber de su existencia estaban en sus artículos. “Detesto las biografías por que solo se interesan en tus amantes y tus excentricidades”, le dijo ella a Rollyson: “se decidió mantener los detalles de mi vida intima en la oscuridad”. No obstante, el autor llego a la conclusión de que Hemingway fue el más grande error de su vida, llego a comentarle a Nicholas Shakespeare algunos aspectos reveladores de los años que compartió con Hemingway. “Me propuso matrimonio con tanta vehemencia que si no aceptaba me asesinaba en al acto”. Relato la reportera de guerra. “Era una inevitable atracción de opuestos. Cuando había decidido matarlo, de pronto aparecería con una enorme e irresistible sonrisa. Al enterarse mi madre de que me había casado con él, me dijo: “cómo pudiste hacerlo, Martha. Tú eres feliz. No podrán vivir juntos”. Tuvo razón. Mi madre fue a la única persona de mi familia a quien él quiso, hasta que un día Ernest le envió el manuscrito original de “El viejo y el mar” y ella se devolvió dulcemente diciéndole: “Gracias, pero ya tengo el libro”. El nunca más le dirigió la palabra. Era un egoísta y borracho. Jamás se atrevía a contestar el teléfono. Cuando escribía no existía el mundo para él. Era chocante para las mujeres, pero no era muy atractivo en la intimidad. El sexo para él era una necesidad, como las vitaminas. Al terminar mi novela ‘Liana’ me dijo que ‘estaba bien para una chica’, pero a mi madre le había escrito: ‘Es lo mejor que he leído hasta ahora’. La verdad es que me limitó en mi trabajo. No quería que fuera al frente de combate. Ya no podíamos seguir juntos. Cuando lo deje y le pedí el divorcio, al poco tiempo la noticia apareció en la revista ‘Time’. Yo lo único que quería era recuperar mi apellido y dejar de ser la mujer de Hemingway”.


“¿Qué sintió cuando se entero de que se suicido con un disparo en la boca?”, le pregunto Nicholas Shakespeare.


“Nada”, fue su única respuesta


Ella era así, de carácter bronco y decidido. En Hemingway: The Final Years, el quinto tomo de la monumental biografía escrita por Michael Reynols, reconoce que fue ella la única mujer que mantuvo a raya al novelista norteamericano fanfarrón y desconsiderado: “Toda su vida él forzó a sus esposas a que le pidan el divorcio para no sentirse culpable del rompimiento. Con Martha los roles fueron al revés. Cuando él regreso a la casa, su esposa ya no estaba y supo de ella solo cuando le reclamo el divorcio. Por eso jamás le perdonaría la vergüenza que le hizo pasar”. Así fue como la reportera siguió las incidencias del final de la Segunda Guerra Mundial sin su marido, de quien no supo que se había matado. Ella no había abandonado su carrera; por el contrario, se dedicó de lleno a los más importantes conflictos de la postguerra, como la división de Corea, el levantamiento popular en Java contra los colonistas holandeses y la guerra de independencia israelí frente a las Naciones Árabes en Oriente Medio, sin contar el juicio a los jerarcas nazis en Nüremberg. “Los pueblos no exigen nunca guerra, como prueba el hecho de que ningún pueblo cree haber iniciado una”, escribió a principio de los años sesenta. Entonces había decidido dedicarse solo a sus novelas y dejar el periodismo, pero el más pavoroso de los conflictos en los últimos cincuenta años la devolvió al campo de batalla: Vietnam.




“He escrito ficción porque era lo que deseaba hacer, y me he dedicado al periodismo por curiosidad”, asi justifico su viaje a la península de Indochina. “La curiosidad, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismo sea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad. Alguien tiene que hacernos llegar las noticias, ya que no podemos saber todo por nosotros mismos. Yo no quería saber nada de las nuevas estrategias militares, ni ver otra vez como hombres jóvenes se mataban unos a otros por orden de sus vetustos superiores. Decidí ir a Vietnam porque tenía que saber por mí misma, ya que no lo podía saber por nadie: qué le ocurría a aquel pueblo sin voz de Vietnam”.


En una de sus más memorables crónicas concluyó de la siguiente manera un texto sobre la intervención norteamericana que acabo de modo catastrófico y humillante: “La guerra de Vietnam no es en absoluto un problema exclusivamente americano; es un problema de todos. Y puede ser nuestra última oportunidad para entender que ya no podemos permitirnos ni siquiera las guerras pequeñas. Puede que finalmente hayamos llegado al momento de la verdad y debamos decidir que ha quedado obsoleto, si la guerra o la especie humanan”. No era una fanática que agitaba a las masas con una pluma flamígera. Era una observadora pertinaz, y con la seguridad de haber estado en el terreno de los hechos, se forjaba una opinión. De allí que incluso criticaba a sus colegas: “Son crueles los reportajes sobre la guerra que parecen la descripción de un partido de futbol entre un equipo de héroes y otro de villanos, en el que el marcador reflejase el ‘número de cadáveres’ y el ‘porcentaje de muertos’”. Por su objetividad y vehemencia, su fervor incalculable para las víctimas, sus reportajes fueron incluidos en Reporting Vietnam, la más reciente y famosa colección de artículos de periodistas norteamericanos sobre la guerra que un hambriento y pobre ejercito gano a la más poderosa escuadra militar del mundo.


Estuvo en el Medio Oriente para la guerra de los Seis, en Nicaragua cuando los “contras” financiados por la CIA intentaron derrocar a los sandinistas, en El Salvador en los días de la salvaje represión militar con los auspicios de la Casa Blanca, en la invasión norteamericana de Panamá para derrocar al ex socio incomodo Manuel Antonio Noriega. Tenía más de ochenta años y mantuvo al tope el entusiasmo y la indignación contra la guerra, como cualquier otro muchacho que recién empieza a reportear conflictos. En uno de los últimos prefacios que escribió para su colección El rostro de la guerra, hizo un recuerdo de su existencia: “Después de una vida observando la guerra, considero que ésta es una enfermedad humana endémica, y que los gobiernos son sus portadores”, se explico: Escribí muy deprisa, como tenía que hacerlo; y siempre temía olvidar el sonido, el olor, las palabras, los gestos exactos que eran propios de ese momento y ese lugar. Pero la cualidad de estos artículos es que son de verdad, cuentan lo que vi. Puede que recuerden a otros, como me recuerdan a mí, el rostro de la guerra.


Nicholas Shakespeare – el escritor inglés que vivió en Lima y cuya novela The Dancer Upstairs (El bailarín del piso de arriba) se inspira en la captura de Abimael Guzman -, cuenta que ella odiaba que no le creyeran alguna de las historias que escribía. No soportaba que se dudase de su testimonio y experiencia. “Yo no puedo inventar”, solía expresar: Aunque no podía fumar, viajar, leer o beber, ella estaba al tanto de las noticias. “la conocí cuando estaba investigando el caso de los niños de la calle Brasil”, recordó Shakespeare: “Tenia 87 años y estaba fascinada con su trabajo de periodista como una adolescente”. Antes de morir instruyo a la hija que adoptó, Sandy, que cremara sus restos y arrojaran sus cenizas al Támesis “para continuar viajando”. Ella era Martha Gellhorn. Y bien pudo llamarse Coraje.


Fuente: La República – Ángel Páez

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