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Wednesday, November 02, 2011

HEMINGWAY Y EL DESAMOR



Hace unos cuantos años vengo trabajando un tema apasionante sobre la vida de Hemingway. Estoy convencido que el desamor ha sido el factor determinante de su triste final. Por más que doy vueltas, siempre llego a esa penosa conclusión. Sería frágil mi teoría si todo lo centrara en el vínculo de tono superficial y en las damas que pasaron por su vida. Llegué a preguntarme a qué mujer verdaderamente amó Ernest y cual de todas ellas reconoció verdaderamente su pasión por él. En este terreno se entrecruza el fantasma sublimado de la admiración y entonces amor y envidia se confunden en un beso apasionado. Pero no se trata solo de mujeres, lecho ardiente y orgasmos. Hablo del amor en su totalidad y no puedo quitarme de la cabeza el abandono que es la trampa del desamor. Mientras escribo pienso en ese niño no querido, en ese niño al que se le negaba el sexo, en ese niño al que se lo sometía mostrándole la muerte.




No me quedo con la lectura de una educación victoriana. No soy complaciente con aquello de “en esas épocas todo era así”. Es verdad, se callaba al extremo del cinismo, se obligaba a cerrar la boca y a no replicar nada. Después llegaría una adolescencia tortuosa, una iniciación sexual frustrante, una desvalorización enfermiza que solo podía repararse con la fuga, con la huída. Para salvarse o para morir. De hecho Hemingway se escapa para saber realmente si lo quieren. Para mendigar el afecto, para recibir un estímulo, para sentir el calor de una caricia. Y en medio de esa tragedia una relación imposible, una barrera inexplicable que divide a dos almas en medio de la guerra.




Entonces ese frágil Ernest decide hacerse fuerte fingiendo, mostrándose duro, apareciendo prepotente, fanfarroneando con el sexo, el tamaño del miembro viril, la bisexualidad reprimida, el insulto homofóbico. Crea un personaje y con él convive hasta donde puede. En el camino deja almas destrozadas. Como buen paranoico no reconoce culpas. Sus enemigos son los ignorantes. Nada ni nadie lo detiene. Pisa cabezas, pisa cadáveres, todo vale porque los códigos son frágiles.




Todo esto aparece en su literatura. Nada llama a engaño. Los que seguimos leyendo las páginas oxidadas de sus libros sabemos que ese Ernest es un ser dolido, intranquilo, melancólico. A Hemingway lo perseguía la indiferencia por eso era indiferente. Lo destruía el desamor por eso el desmérito. Se ha dicho y escrito tanto sobre el bravucón de Ernest sin acaso pensarlo desde otra dimensión. Cuando Hemingway cae vencido después de su paso por la Clínica Mayo, recién estamos en presencia de ese ser frágil y desprotegido que no puede gobernar sus funciones básicas. A su manera pide ayuda pero los que debieron colaborar lo abandonaron. Entonces el héroe se quita la careta y limpia el maquillaje.



Trata de ser Santiago, llora por volver a París, sufre en medio de la plaza de Pamplona, se estruja en un rincón de Finca Vigía, deja sin timón a su Pilar, termina con su caminata en Venecia y se cae como una fruta madura en la tierra yerma. Fue en Idaho, cuando los árboles doraban sus hojas y el amor era la peor palabra escrita. Todo fue silencio. Un sonido seco y monstruoso quebraba la peor madrugada del hombre descorazonado.




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