En la vida
de un vino, nueve años no es nada. Nueve años después de aquella experiencia
literaria que me tuvo como finalista, donde participaron más de 300 obras de
todo el mundo. No era solo un concurso. Me entusiasmaba la idea de conocer la bodega donde Hemingway
había vivido buenos momentos y
documentar un poco más sobre la histórica visita. Eso fue en setiembre de 1956.
Pasaron 65 años. Me hubiera encantado tener el privilegio de visitar los
calados centenarios de la bodega “Conde de los Andes”, en Ollauri. El
justificativo era un relato que participara del concurso y disfrutar las
fotografías expuestas de la muestra “Tinta, Sangre y Vino”. Bien, manos a la
obra. Así nació La leyenda del vino,
un cuento corto que hoy vuelvo a reproducir en este espacio. Durante varios
días de la cuarentena estuve tentado en descorchar la botella de vino de la
bodega Paternina y beber ese licor riojano. Me dije: ¡Hasta cuándo esperar…¡
Así fue, en un arrebato tomé la decisión y llené la copa.
Brindo por
el recuerdo, las emociones, la vida, y les dejó el cuento para que lo sueñen conmigo.¡Salud!.
LA LEYENDA DEL VINO
“El vino de Rioja, y en concreto el de Paternina, era el que
más le gustaba del mundo” Valerie Danby-Smith
Todos lo sabían. Todos callaban. Todos fueros cómplices. La
orden debía cumplirse sin ninguna protesta. René Villarreal estaba convencido
de que Papa, una tarde calurosa lo sorprendería con la botella de vino en la
mano y le ordenaría descorcharla para que ese huracán de sabor mágico lo
desmayara
Mary Welsh, por
indicación del médico José Luis Herrera Sotolongo, había limitado el consumo de
alcohol en Finca Vigía. El compañero español que Ernest conoció en Paracuellos
de Jarama, no se cansaba de insistir: “Hemingway podía vivir 90 años a pesar de
su colección de heridas en el cuerpo”. Sin embargo, a Mary no le resultaba
fácil sostener su tarea. Ernest siempre se las ingeniaba para quebrar el pacto
de disminuir la cuota etílica diaria y se embravecía cuando la voz tenue de su
esposa le negaba la bebida.
José Herrera, el “Pichilo”, quien cuidaba el jardín y
preparaba celosamente los gallos de riña para el domingo, siempre tenía a mano
una petaca que Ernest le había regalado. Cuando Papa hacía su recorrido y
miraba los gallos, el “Pichilo” lo invitaba a calentar la garganta. Todo, claro
está, quedaba en secreto, en una suerte de pacto, en un código de caballeros.
El primer intento de descorchar la botella de vino de la
bodega Paternina fue cuando Hemingway recibió la triste noticia sobre la muerte
de Adrienne Monier, el 18 de junio de 1955. Ernest permaneció sentado en el
sillón de la sala, en total silencio, y después de una hora de reflexión lo
llamó a René Villarreal. Minutos más tarde, su fiel asistente regresaba con la
botella de vino de La Rioja. En el camino se interpuso Mary, quien desbarató la
intentona, mientras resonaba el insulto en todo el ámbito silente de la casa:
“¡Zorra, se acaba de suicidar Adrienne y yo quiero brindar por ella!”.
La segunda embestida
sobrevino después de haber pasado por “El Floridita”. Hemingway había bebido
demasiado junto a Spencer Tracy y un grupo de amigos. El actor, vestido de
elegante traje oscuro, ya cansado, se disculpó ante la rubia que lucía en su
cuello el collar de perlas de dos vueltas y se fue al hotel. El novelista, con
su guayabera blanca manchada del Bloody Mary que su esposa volcó sobre la
barra, sólo quería llegar a Finca Vigía para terminar la noche matando al vino
sagrado. Parecía escrito que el norteamericano no podía encontrar el momento
propicio para darse el placer de degustar el caldo español en su boca. Quince
meses después, Papa salía con la suya y regresaba a España. A esa tierra donde
se mezclaban afectos y desencuentros, donde había nacido un amor imposible que
nunca terminaba de concretarse. Papa siempre decía que amaba España y de ello no
cabía duda. Desde 1923 se alimentaba con esa pasión. Todo era un ida y vuelta.
Ernest trotaría de forma interrumpida hasta 1931. Hecho un
remolino, volvería durante el transcurso de la Guerra Civil, ganando prestigio
como corresponsal bélico. Había entonces muchos sentimientos cruzados. Tío
Ernesto tenía amigos en los dos bandos pero apoyó febrilmente a la República
convencido de que el triunfo de los fascistas sería un peligro para toda
Europa. Hemingway regresaría a su tierra adoptiva en 1953 y luego, casi como
una obligación, retornaría en 1954, 1956, 1959 y 1960.
Papa arribará a la península aquel setiembre de 1955 y
conocerá a Antonio Ordóñez luciendo su aureola de Premio Nobel. Primero hará
una parada en Logroño, justificando su presencia en las Fiestas de la Vendimia
y luego se entusiasmará con el triunfo de su adorado diestro. Pero lo suyo era
la comunión con el vino. En esa aventura que Mary Welsh la vivía como tragedia,
el torero y el escritor cortaron la cinta de la felicidad sumergidos en los calados
centenarios de la Bodega Fernando Paternina. Allí cataron los vinos envejecidos
y volaron junto a los duendes que acompañaban la ceremonia. Fueron momentos
fuertes, intensos, de mutua confiabilidad, donde el tiempo parecía un espacio
vacío.
Las horas vividas quedaron marcadas como tatuaje en la piel.
Hemingway sólo debía cumplir con un viejo anhelo: encontrarse con Ted Allan, el
escritor judío canadiense con quien había compartido los angustiantes días de
la Guerra Civil. No se reunieron. De todos modos, Papa comprometió a su amigo
para que visitara su residencia en Cuba y allí domaran la botella de vino
riojano que Ava Gardner le había regalado. Pero esto tampoco sucedió.
El último intento de vencer a la derrota fue en octubre de
1959, a su regreso de España. Hemingway había hecho una parada en Nueva York,
antes de regresar a Finca Vigía, donde esperaba la llegada de Antonio Ordóñez y
su mujer Carmen. Todos juntos viajarían hasta Ketchum, para visitar la casa que
sería el lugar del triste final del escritor.
A principios de enero de 1960, Mary y Ernest volverían a la
vida tranquila de Finca Vigía. No sería por mucho tiempo. Todo indicaba que se
iniciaba un período tormentoso. Antes de partir de la residencia donde Papa
retuvo el baúl de sus sueños, habló un largo rato con su amigo más cercano, con
su último confidente.
Nunca Hemingway pensó en el adiós definitivo. Siempre creyó
que regresaría. Su corazón continuaría latiendo en La Habana mientras los
vientos alisios siguiesen acariciándole el rostro.
Después de aquella reunión cumbre, la botella de vino
Paternina quedó en manos de René Villarreal. Por años la guardó celosamente.
Hoy la custodia en cofre de oro Raúl Villarreal, el hijo del mayordomo de
Ernest Hemingway.
El tiempo tiene la última palabra.
José María Gatti
* René Villarreal y Raúl Villarreal están hoy en el universo de los sueños, junto a Ernest Hemingway. La botella de vino espera. Así es el destino.
1 comment:
En realidad, Hemingway y Antonio Ordóñez se conocieron en Pamplona en julio de 1953.
Post a Comment