QUE DIOS NOS AMPARE
A medida que uno conoce la vida de Hemingway, se va dando cuenta que no sabe nada sobre él. Digo esto porque al bucear datos creíbles, éste cronista se encuentra con algunas referencias que actúan como una flecha apuntando a la manzana, dejando que ciertas presunciones, lo acompañen en el camino de la reconstrucción de una existencia llena de sorpresas. Tal vez por ignorancia, desconocía que en Oak Park hay más iglesias protestantes que edificios públicos. Sí sabía que el niño Hemingway se crió, por orden de su abuelo, en una iglesia congregacional. El rigor educativo exigía que Ernest iniciara su jornada con la lectura de la Biblia y un libro devocacional que se señalaba día a día. Antes del desayuno lo hacían poner de rodillas sobre una alfombra y su abuelo rezaba levantando la voz al cielo, hablando con Dios como si se tratara de un amigo. Cuando el pequeño cometía alguna travesura, el castigo era arrodillarse y leer la Biblia. En esto todos los mayores estaban de acuerdo: el culpable pagaba con el rezo. Pero aquí viene un detalle significativo. La madre de Ernest no era tan puritana aunque sí exigente. Recordemos todo el rollo que tenía Hemingway respecto de ella. Hay algo de perverso en la formación de Ernest Miller. Esta mujer rigurosa quería una “nena” y sin ningún escrúpulo se encargó de vestir al niño de mujer. Gracia, quien cargaba con el peso de una frustrada carrera como cantante lírica, sublimó su trauma con la enseñanza; hasta llegó a construir un conservatorio. Allí lo llevaba a Ernest para formarle el espíritu. Claro, tarea nada fácil, porque el párvulo no era un Mozart. Sin embargo, en ese conservatorio Ernest descubrió algo extraño: su madre acariciaba con demasiado amor a una alumna, a otra la despedía con desmedido afecto. Con el tiempo se dio cuenta que todo aquello era una realidad. Su tutora tenía actitudes lésbicas.
Hoy este cuento es una pavada, pero por entonces, en el marco de una educación victoriana, la “enfermedad” de su madre fue terrible para el pequeño. Parecería que sexo y religión eran un cóctel avinagrado que, ante tanto freno, el ya madurito Ernesto asumió como historia negra y, sin mucho prurito, el muchacho comenzó a desligarse de la iglesia y procedió a dar rienda suelta a su virilidad.
Cuando Hemingway es herido en aquella aventura de la Primera Guerra Mundial, en Italia, nuevamente la cruz y los genitales se juntan. En su convalecencia, el periodista y soldado voluntario recibe la visita de un cura que intenta bautizarlo. Allí también conoce al amor de película que termina como culebrón venezolano. En el verano de 1920 es Katty, la hermana de su amigo, quien le hace pisar una iglesia católica. Katty Smith nueve años más tarde se casaría con John Dos Passos y en 1949 moriría fatalmente. En un accidente automovilístico Dos Passos se estrella contra un camión, Katty sale despedida por el parabrisas y John pierde un ojo.
Es en noviembre de 1920 cuando a Hemingway le presentan a Hadley Richarson con quien, el 3 de setiembre de 1921, se casa en Michigan, en la capilla metodista de Horton Bay.
Con Pauline nuevamente Ernest vuelve a entrar en una iglesia. Es ella quien lo invita a la confesión, pero la realidad indica que Hemingway no quiere acceder a la oración.
Otro tuteo religioso es con el nombre de su mítica embarcación. La nave que lo acompañaría en todas sus travesuras fue bautizada como Pilar, en homenaje a la Basílica Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza. Queda claro que la religión atraviesa su vida y obra. En Fiesta, el protagonista ingresa a la Catedral de Pamplona para rezar. Aunque es en El viejo y el mar donde, a través de Santiago, Hemingway se desahoga.
Tampoco se puede dejar de lado un gesto significativo: Hemingway dona la medalla que lo consagrara Premio Nobel, a la Virgen de Caridad del Cobre, popularmente llamada “Cachita”.
Así pues, una de las luchas internas más intensas para Hemingway ha sido la espiritualidad. Tal vez la más dolorosa, la cercana a la muerte, la que no pudo evitar ¿Y el sexo?...hombre…de eso no se habla.
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