EL EXTRAÑO MUNDO DEL DIRECTOR DE CINE ITALIANO QUE QUERÍA SUICIDARSE COMO HEMINGWAY
"Il faut (d’abord)durer"
Hace cuatro años conocí a Giuliano Rezzia. Tres meses antes había dejado la cárcel de Regina Coeli de Roma, después de cumplir una condena de 12 años por estafa reiterada. Durante su permanencia en el centro penitenciario se dedicó a leer la obra de Ernest Hemingway y a contactarse con personas que conocieran la vida del escritor. Así fue como nos vinculamos, por correo electrónico.
Rezzia es un mentiroso patológico sumamente inteligente, habla hasta por los codos y nunca escucha a su interlocutor. Mide un metro sesenta y cinco centímetros, lleva una barba descuidada y luce una cabellera canosa desprolija. Viste generalmente de negro y vale darse cuenta de su falta de aseo porque sobre los hombros de su saco siempre persiste una llovizna de caspa. Giuliano tiene un aliento alcohólico tan pesado que si uno encienda una cerilla puede llegar a volar por el aire. Debido a su inconducta higiénica, cualquiera advierte que no se ducha con regularidad. Seguramente este hábito lo carga desde su paso por la vida oscura sufrida en la reclusión carcelaria.
Rezzia dice ser periodista, redactor publicitario, guionista, escritor y cineasta. Se jacta de haber hablado en Italia con Jorge Luis Borges y relacionarse con Alberto Moravia, Italo Calvino y Jean Paul Sartre. Asegura que su mejor amigo, Gianni Vattimo, lo estimuló sinceramente cuando leyó algunas crónicas realizadas en aquellos tristes días de encierro. Giuliano me aseguró que Bernardo Bertolucci, también quedó impactado cuando conoció a través de sus escritos, la historia de su violación cometida por un grupo de internos. Rezzia relata en esos textos desgarradores, que fue sometido reiteradas veces con todo tipo de objetos y recuerda que un sublevado mientras se desarrollaba el aberrante acto, gritaba: “¿Por quién doblan las campanas?”.
Nos encontramos en la cafetería del Centro Cultural MALBA, en Buenos Aires. Él estaba en tránsito hacía Uruguay. Me llenó de elogios. Quedé sorprendido porque no era necesaria tanta estima. En el transcurso de la conversación me dijo que en dos semanas comenzaba a filmar una película sobre Hemingway y que quería incorporarme a su equipo de guionistas. Me mostró contratos, fotos de artistas, lugares donde transcurrirían las escenas principales y una lista de auspiciantes. Entre sus estrellas estaba la argentina Lola Ponce, quien cantaría el tema principal en el film. Me habló de una retribución en euros y de ser su invitado en España, Italia y Francia.
No salía de mi asombro y debo reconocer mi ingenuidad. Giuliano es un psicópata y yo un vanidoso. Combinación perfecta para un final deplorable.
Con la estrategia armada por este embaucador, me fui enredando paulatinamente en su banal proyecto. El programa de actividades que se proponía, revelaba que Rezzia estaba dispuesto a realizar una película que sería la envidia del propio Woody Allen. En el terreno de su locura llegó a solicitar la exhumación de los restos de Hemingway del Cementario de Sun Valley para trasladarlos al de Tarragona. Hasta hizo levantar una lápida con su nombre y recrear un funeral patético. Pero la historia no terminaba allí. Al elenco le dijo que su obra estaba seleccionada para participar en el Festival Internacional de Cannes y que todos estaban escogidos para asistir a la gala. Durante 3 días junto a una investigadora peruana y a un grupo de técnicos, Rezzia nos hizo vivir una aventura adolescente. Sin darnos cuenta estábamos saltando de una ciudad a otra, almorzando en restoranes famosos, hablando con editores de libros y cantando tangos hasta la madrugada. Desperté. Giuliano Rezzia es un farsante, un típico vendedor de sueños, un ladrón audaz y sin escrúpulos que había jugado con las emociones, el tiempo y el dinero de todos nosotros. Giuliano Rezzia es un film mal titulado, una porción de celuloide, un video espantoso, un láser en una mesa de saldos. Cuando la verdad tomó cuerpo ya era demasiado tarde para las lágrimas. Los bolsillos nuestros estaban vacíos y las promesas de reintegro formaban parte del guión inacabado.
El director de cine cayó en una aguda depresión. Fue repentino, inmediato. Hasta diría que Rezzia le robó a Hemingway la bipolaridad. De la euforia a la angustia en un instante. Todo se había derrumbado como la torre de naipes sobre la mesa. Nuevamente el fantasma de la estafa giraba a su alrededor. Sin dinero, solo y desesperado, quiso tomar una decisión heroica: suicidarse. Fracasó. El miedo y la cobardía le borraron la trascendencia. La que sería su última jugada terminó en estupidez. Ni la muerte voluntaria lo acompañó. La mano que apretaba el arma que dispararía el tiro final, se desvió repentinamente. La bala, en lugar de ingresar por su boca, le perforó un ojo. A Giuliano los paramédicos lo encontraron tirado en el piso, boca abajo, en medio de un mar de sangre, cuarenta minutos después que una voz desesperada había llamado a la urgencia médica.
Reconozco que la noticia nos impactó. El héroe maquillador de historias hasta nos había resultado simpático y seductor. Inmediatamente los participantes de esta locura cinematográfica comenzamos a comunicarnos por mail. A todos nos había herido. No perdonó a nadie. Con su charlatanería y las promesas que nunca cumpliría nos vació la cuenta bancaria. Pero ahora estaba en juego su vida. El dinero sólo sirve para cosas pequeñas. Yo recordé en medio de la tragedia, aquella historia entre Dos Passos y Hemingway, cuando por un accidente automovilístico el autor de Manhattan Transfer perdió un ojo. Ernest al conocer el drama, espetó: “Dos Passos es un bastardo y tuerto portugués con sangre negra en las venas”.
Los convidados a este juego desleal -entre los cuales me incluyo- comenzarmos a pensar si estábamos en presencia de una nueva situación armada, en el estreno de un excelente manejo emocional que Rezzia ponía en pantalla. La victimización suele ser una característica en este tipo de enfermos y los beneficios que a la larga obtienen superan cualquier cálculo especulativo. Giuliano estaba en su peor momento y ni el agua bendita lo redimía. Rezzia, como era de esperar, salvó su frustración con un parche en el ojo. Mi amiga peruana fue sumamente aguda al definirlo: “Rezzia quiere parecerse a John Ford”. Excelente mirada, aplastante conclusión. Giuliano ahora había pasado de la cobardía a la heroicidad sin medalla al mérito.
La última vez que supe de Rezzia fue en Roma, cuando visité la Comunidad de Sant’Egidio. Allí Giuliano estaba internado. El psiquiatra que lo atiende me había citado para certificar algunos datos imprecisos de su paciente. Al doctor Margot le llamaba la atención que Rezzia siempre cantara una canción que decía: Tutti mi chiamano bionda, ma bionda io non soro: porto i capella neri. Le expliqué que ese tema lo corearon Mary Welsh y Ernest Hemingway la noche anterior al suicidio del novelista. Margot también me consultó sobre una tal Adriana y Valerie. Le dije que se trataba de dos mujeres que en la vida de Hemingway tuvieron enorme importancia. También quiso saber algo más sobre eso de derrotado y destruido. Le sugerí que leyera El viejo y el mar.
No pude verlo. El psiquiatra me persuadió. No era oportuno en este momento. Le pregunté si otros lo visitaban y me dijo que dos actores españoles estuvieron la última semana y que una señora austriaca venía regularmente. Hablamos bastante, caminando por el pasillo principal de la Comunidad, el doctor Margot se permitió reflexionar: “Estos pacientes siempre tratan de echarle la culpa de su frustración a los demás, depositan todo afuera de su persona. Es como la bolsa de residuos que usted saca a la calle. Siempre lo niegan o lo subliman. Es la forma práctica de ver su pequeño mundo. La vida es un rompecabezas y uno debe aceptar las cosas como son. Rezzia termina siendo una víctima y su única salida es escaparse. En esa fuga puede estar la muerte que nos enseña que nada nos pertenece, porque las cosas, a pesar de nosotros mismos, seguirán. No hay otra alternativa que aceptar, que reconocer…”
Antes de despedirme del doctor Margot, me acerqué hasta el ventanal desde donde se veía todo el jardín. El parque solitario, rigurosamente cuidado, estaba lleno de bancos blancos vacíos. De repente me sorprendió un sonido irritante y latoso, un chirrido molesto y agudo que imponía respeto. Miré hacia el amplio pasillo y observé a un enfermero quien trasladaba en silla de ruedas a un paciente. A medida que los protagonistas avanzaban la imagen de sus cuerpos resultaba reveladora. Ya cercanos a mí, me enfrenté con la cruda realidad, con la escena que cualquier director desea filmar. Doblado, casi hecho un nudo humano, una suerte de despojo con un parche en el ojo, pasó a mi lado como una ráfaga de viento delincuente. Era el final de un relato de suspenso, el fin de un fracaso. Margot me tomó del brazo. Nuestras miradas se cruzaron. Un interminable silencio nos cortó el aliento.
Caminé pausadamente hasta la salida. En el trayecto una voluntaria se acercó con una alcancía. Me pidió ayuda para estas pobres almas. Colaboré con 50 euros.
Afuera la tarde comenzaba a despedirse como la foto instantánea de una película sin terminar.
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