Dos genios. Dos gladiadores. Dos perfectos imperfectos. Dos únicos e irrepetibles. Con corona o sin ella. Con la estrella en la frente y estrellados. De lo humano a la leyenda. Del insulto al elogio. De las voces al grito sagrado. De la multitud a la soledad.
La muerte los envolvió a las seis décadas de
vida. Los dos eligieron marcharse, cada uno a su manera. El nombre les pesaba
demasiado. La historia ya los había guardado en la caja de cristal, tan frágil
y sensible. Tenían vicios comunes y enfermedades paralelas: el alcohol, la
droga, los sedantes, las mujeres, los celos, las peleas, los líderes políticos,
Cuba, Italia, España, los autos, el deporte, las prostitutas, los pobres, los
enfermos, la crítica al poder, la censura al Imperio, el miedo a la derrota, el
desafío a la muerte.
No estoy delirando, no es una comparación fácil
la mía. Más de un intelectual con aro de oro sobre su cabeza me va a criticar.
No es posible decir tanta estupidez. Hemingway es demasiado grande al lado de
ese muñequito que pateaba una pelota. Ernest era un tipo sencillo, renegaba de
los “amigos del poder” y de aquellos que se le acercaban porque buscaban un rédito. Compartía las charlas con
pescadores, sus “amigos” no eran los escritores. Amaba a Joe DiMaggio, un
jugador de béisbol, el más grande de la historia. Puedo seguir, pero no hace
falta, cuando el apellido de uno es una voz que recorre todo el mundo, cuando
en una camiseta aparece su imagen, una frase, una reflexión, esa persona deja
de ser humana y se transforma en héroe, en mito, en leyenda.
Los dos fueron enfermos bipolares, lo digo sin miedo, una enfermedad atribuida a los genios. Del llanto a la risa, de la alegría a la depresión. Me queda una sola duda. En su final, ¿hubo abandono de persona? Hemingway estaba muerto cuando, obligado por el sistema autoritario del gobierno estadounidense, debió dejar su casa de Finca Vigía. Se mató en Idaho, porque ya no era Hemingway, sino un hombre acabado, demolido, maltratado y viviendo un mundo sin soles, sin lunas ni estrellas. Mary Welsh estaba cansada, agotada, no podía dominarlo, no sabía si un golpe la dejaría desmayada en el piso. Lo dejó en libertad y así el hombre cerró su destino.
Maradona había dicho que ya “no quería ser más
Maradona”. Se fue despidiendo a su manera. Quería estar con sus padres. Ya las
mujeres no eran una fruta madura. A sus amigos de gloria no los dejaban
compartir una cerveza. El llamado “entorno” era más peligroso que toda la
cocaína que había consumido. Se dejó morir. Se vistió de gitano y empezó a
caminar para llegar a Fiorito, a la casa de la infancia.
Hay una diferencia: a Maradona lo lloró
todo el mundo y sus fanáticos lo acompañaron hasta el cementerio, a Hemingway,
lo despidieron muy pocas personas.
La vida continúa. Las emociones no se detienen.
En cada uno de nosotros algo cambió. Eso pasa cuando los magos dejan de ser
magos y los genios empiezan a perdurar toda la vida.
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