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Sunday, December 12, 2021

LA LEYENDA DEL VINO

 

 



LA LEYENDA DEL VINO

 

“El vino de Rioja, y en concreto el de Paternina, era el que más le gustaba del mundo” Valerie Danby-Smith

 

 

Todos lo sabían. Todos callaban. Todos fueros cómplices. La orden debía cumplirse sin ninguna protesta. René Villarreal estaba convencido de que Papa, una tarde calurosa lo sorprendería con la botella de vino en la mano y le ordenaría descorcharla para que ese huracán de sabor mágico lo desmayara.

 

 Mary Welsh, por indicación del médico José Luis Herrera Sotolongo, había limitado el consumo de alcohol en Finca Vigía. El compañero español que Ernest conoció en Paracuellos de Jarama, no se cansaba de insistir: “Hemingway podía vivir 90 años a pesar de su colección de heridas en el cuerpo”. Sin embargo, a Mary no le resultaba fácil sostener su tarea. Ernest siempre se las ingeniaba para quebrar el pacto de disminuir la cuota etílica diaria y se embravecía cuando la voz tenue de su esposa le negaba la bebida.

 

José Herrera, el “Pichilo”, quien cuidaba el jardín y preparaba celosamente los gallos de riña para el domingo, siempre tenía a mano una petaca que Ernest le había regalado. Cuando Papa hacía su recorrido y miraba los gallos, el “Pichilo” lo invitaba a calentar la garganta. Todo, claro está, quedaba en secreto, en una suerte de pacto, en un código de caballeros.

 

El primer intento de descorchar la botella de vino de la bodega Paternina fue cuando Hemingway recibió la triste noticia sobre la muerte de Adrienne Monier, el 18 de junio de 1955. Ernest permaneció sentado en el sillón de la sala, en total silencio, y después de una hora de reflexión lo llamó a René Villarreal. Minutos más tarde, su fiel asistente regresaba con la botella de vino de La Rioja. En el camino se interpuso Mary, quien desbarató la intentona, mientras resonaba el insulto en todo el ámbito silente de la casa: “¡Zorra, se acaba de suicidar Adrienne y yo quiero brindar por ella!”.

 

 La segunda embestida sobrevino después de haber pasado por “El Floridita”. Hemingway había bebido demasiado junto a Spencer Tracy y un grupo de amigos. El actor, vestido de elegante traje oscuro, ya cansado, se disculpó ante la rubia que lucía en su cuello el collar de perlas de dos vueltas y se fue al hotel. El novelista, con su guayabera blanca manchada del Bloody Mary que su esposa volcó sobre la barra, sólo quería llegar a Finca Vigía para terminar la noche matando al vino sagrado. Parecía escrito que el norteamericano no podía encontrar el momento propicio para darse el placer de degustar el caldo español en su boca. Quince meses después, Papa salía con la suya y regresaba a España. A esa tierra donde se mezclaban afectos y desencuentros, donde había nacido un amor imposible que nunca terminaba de concretarse. Papa siempre decía que amaba España y de ello no cabía duda. Desde 1923 se alimentaba con esa pasión. Todo era un ida y vuelta.

 

Ernest trotaría de forma interrumpida hasta 1931. Hecho un remolino, volvería durante el transcurso de la Guerra Civil, ganando prestigio como corresponsal bélico. Había entonces muchos sentimientos cruzados. Tío Ernesto tenía amigos en los dos bandos pero apoyó febrilmente a la República convencido de que el triunfo de los fascistas sería un peligro para toda Europa. Hemingway regresaría a su tierra adoptiva en 1953 y luego, casi como una obligación, retornaría en 1954, 1956, 1959 y 1960.

 




Papa arribará a la península aquel setiembre de 1955 y conocerá a Antonio Ordóñez luciendo su aureola de Premio Nobel. Primero hará una parada en Logroño, justificando su presencia en las Fiestas de la Vendimia y luego se entusiasmará con el triunfo de su adorado diestro. Pero lo suyo era la comunión con el vino. En esa aventura que Mary Welsh la vivía como tragedia, el torero y el escritor cortaron la cinta de la felicidad sumergidos en los calados centenarios de la Bodega Fernando Paternina. Allí cataron los vinos envejecidos y volaron junto a los duendes que acompañaban la ceremonia. Fueron momentos fuertes, intensos, de mutua confiabilidad, donde el tiempo parecía un espacio vacío.

 

Las horas vividas quedaron marcadas como tatuaje en la piel. Hemingway sólo debía cumplir con un viejo anhelo: encontrarse con Ted Allan, el escritor judío canadiense con quien había compartido los angustiantes días de la Guerra Civil. No se reunieron. De todos modos, Papa comprometió a su amigo para que visitara su residencia en Cuba y allí domaran la botella de vino riojano que Ava Gardner le había regalado. Pero esto tampoco sucedió.

 

El último intento de vencer a la derrota fue en octubre de 1959, a su regreso de España. Hemingway había hecho una parada en Nueva York, antes de regresar a Finca Vigía, donde esperaba la llegada de Antonio Ordóñez y su mujer Carmen. Todos juntos viajarían hasta Ketchum, para visitar la casa que sería el lugar del triste final del escritor.

 

 

A principios de enero de 1960, Mary y Ernest volverían a la vida tranquila de Finca Vigía. No sería por mucho tiempo. Todo indicaba que se iniciaba un período tormentoso. Antes de partir de la residencia donde Papa retuvo el baúl de sus sueños, habló un largo rato con su amigo más cercano, con su último confidente.

 

Nunca Hemingway pensó en el adiós definitivo. Siempre creyó que regresaría. Su corazón continuaría latiendo en La Habana mientras los vientos alisios siguiesen acariciándole el rostro.

 

Después de aquella reunión cumbre, la botella de vino Paternina quedó en manos de René Villarreal. Por años la guardó celosamente. Hoy la custodia en cofre de oro Raúl Villarreal, el hijo del mayordomo de Ernest Hemingway.

 

El tiempo tiene la última palabra.





Ya pasaron unos cuantos años (2011), desde  que este cuento fuera finalista del Concurso de Relatos Cortos Paternina, organizado por la Bodega Paternina sobre El mundo del vino y el universo Hemingway. La bodega de Logroño convocaba, por entonces, a los escritores al certamen Tinta, Sangre y Vino. La leyenda del vino fue uno de los 10 finalistas. El próximo mes de febrero, en una edición limitada, los trabajos volverán a publicarse. Una vez más, Hemingway delira.

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