La formula no es nueva. Los
antecedentes sobran. Ponerse en la piel del otro no siempre resulta. Pensar
como uno cree que piensa el otro es demasiado ambicioso. Sin embargo, jugando
al juego de las ficciones, ciertas licencias son posibles cuando uno entiende
que tiene sobrado conocimiento. En mi caso, con este espacio traté de hacer
eso: jugar, el resultado me permitió a través de los años darme cuenta que todo
era posible con buena intención, con sana leche. Por eso cuando llegó a mis
manos, Yo, Hemingway Confesiones desde el otro lado de Antonio Civantos (Camelot/Laertes-febrero 2013) me
quedé atrapado y no tengo más que compartirlo con ustedes queridos
hemingwayanos. Con algo más de 200 páginas este hombre que ante todo es un
periodista de ley, nos recrea a un Hemingway magnífico, maravilloso, casi diría
humano, al que debemos prestar atención por sus confesiones, aunque como dice
el autor. “Después de medio siglo de vivir al otro lado, uno ya tiene demasiada
experiencia para saber que nada sucede como se ha previsto y el resultado no
siempre responde a lo deseado”.
Civantos recorre la vida
Ernest como si fuera la propia. Cada capítulo es una aventura que desborda de
placer. Yo elegí parte del capítulo 9
para mostrar a ese Hemingway. Los dejo
con el texto.
Le juro que estoy más harto de
hablar sobre mi vida, Lo siento, joven, pero ahora me apetece que charlemos
acerca de algún asunto menos privado. Por ejemplo, sobre boxeo, una de mis
pasiones favoritas. ¿Ha oído usted hablar de Joe Louis? Le llamaban “el
bombardero de Detroit”. En el treinta y ocho lo vi pelear en Nueva York
contra Max Schmeling, en el Yankee
Stadium. Me sacó las entradas Max Perkins y estuvimos los dos en la cuarta
fila. Creo que hay alguna fotografía danzando por ahí donde se me ve gesticular
como un poseso. Schmeling le había concedido la revancha a Joe Louis por un
combate que este perdió por K.O en
mil novecientos treinta y seis. Pero en esta pelea del treinta y ocho, ese
cabrón de Louis fulminó al alemán en el primer asalto, además de romperle dos
costillas. En tan solo tres minutos, Joe Louis le dio una soberana paliza. Pero
no se equivoque, el alemán sacudía como una mula. En la primera pelea, el pobre
Louis recibió golpes de todos los colores, doblando las costillas más de una
vez antes de quedar fuera de combate en el duodécimo asalto. Una pelea que tuvo
gran trascendencia en la Alemania de Hitler. Para esos cabrones de nazis,
Schmeling, al vencer a un boxeador negro, demostraba la superioridad de la raza
aria sobre todas las demás, convirtiéndose en el prototipo ideal del alemán.
También presencié la pelea entre Louis y James J. Braddock por el título
mundial. Louis era aspirante y fue derribado en el primer asalto por Braddock,
pero Louis se recuperó y terminó ganando el combate. No sé si sabrá que
Braddock antes había ganado a Max Baer, un judío que después de vapulear a
Schmeling, peleaba con una estrella de David pegada al calzón. Baer tenía una
derecha terrorífica. Excuso decirle que mató a un contrincante, separándole el
cerebro del cráneo.
¿No quiere que le siga
hablando del boxeo?¿No le interesa?¿de qué quiere entonces, que le hable?¡No me
joda! ¿Ahora quiere que volvamos a hablar de Scott ¿ de “el Crack-up”? Pensé que el asunto de
Fitzgerald lo habíamos agotado definitivamente. Bueno, ya sé que no hemos
hablado de “el Crack-up”, pero todo el mundo sabe que los últimos años de la
vida de Scott fueron de lo más calamitoso. Incluso le dije. Si mal no recuerdo,
que dejara de una vez las lamentaciones de vieja maricona y que no se le
ocurriera ponerlas por escrito. Sin embargo, maldito el caso que me hizo y el
muy cabrón trató de lucirse con un material que nunca debió utilizar. Todos
estamos jodidos y llenos de conflictos y no por eso vamos por ahí enseñando
nuestras llagas por si algún buen samaritano disfruta lamiéndolas. No obstante,
la conciencia me recuerde por no haberle ayudado más, por no haberme comportado
como un amigo, igual que él hizo conmigo cuando lo necesité en mi primera época
de escritor. Pero ya hemos hablado de cómo solía actuar en esos trances:
bastaba con que alguien me ayudara para que mi agradecimiento se convirtiera en
rencor, sobre todo si la ayuda prestada era como escritor. Entonces el buen
samaritano se podía dar por jodido. Y Scott fue una de mis principales
víctimas. Me burlé de él, como ya hemos hablado, en París era una fiesta;
también en Las verdes colinas de África
y en Las nieves del Kilimanjaro.¡Una vergüenza! Tengo que
reconocer que llegué a odiar a Scott con todas mis fuerzas. Y no solo a Scott,
sino también a Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Harold Loeb, Boby McAlmon,
Johnny Dos Passos y todo aquel que tratara de hacerme un halo de sombra. Curiosamente, a Ezra Poud no le
llegué a odiar porque estaba loco y a los locos no se los odia, y, sobre todo,
porque su campo era la poesía y no suponía ninguna amenaza para mis intereses.
A James Joyce tampoco lo odié porque jamás me ayudó a nada que yo recuerde.
Incluso le tuve cierta simpatía porque fui yo, como le dije, quien le ayudó a
colar de extranjis el Ulises en
América. Y Hemingway, al tipo que ayudaba, fuera quien fuese, siempre terminaba
profesándole cierta consideración y simpatía. Pero, como digo, mi
agradecimiento, tarde o temprano, solía convertirse en odio. No lo podía
remediar. El impulso era superior a mis fuerzas. Y Scott fue de por vida una de
mis principales víctimas. Por el contrario, él me siguió escribiendo unas
cartas muy cariñosas y yo le contestaba con otras llenas de sarcasmos y una
retahíla de consejos tan malintencionados como condescendientes y sin venir a
cuento. En realidad, yo estaba celoso porque él había conseguido publicar una
novela maravillosa, Suave es la noche,
alcoholizado y todo como estaba. O sea, llega el muy hijo de perra y se desata,
como para joderme, con una novela genial, una novela que no pude juzgar como se
merecía porque sentí casi como una afrenta personal, es decir, como una
verdadera patada en los cojones. Solo al cabo de dos años, le confesé a Perkins
que la novela me había gustado y él se lo dijo a Scott y, al parecer, le
emocionó hasta las lágrimas que yo dijera una cosa así. Pero lo que no pude
soportar fue que, mientras Scott Fitzgerald demostraba lo genial que era, yo
seguía ahogándome en un pozo negro sin
imaginación y de una pobreza alarmante. Al mismo tiempo, mantenía un combate a
quince asaltos con los críticos por Las
verdes colinas de África. Hasta que Edmund Wilson, quien siempre me había
defendido, salió con aquello de que volviera ala ficción y lo peor de todo es
que, probablemente, esos cabrones tuvieran razón en todo lo que escribían sobre
mí y sobre mi obra.
…Sin embargo, Papa Hemingway
era el escritor más influyente de América y sabían que su voz se escuchaba en
todo el país y lo necesitaban a toda costa para la propaganda política y todo
lo que al margen llevara implicado. De manera que cuando estalló la guerra de
España no les bastó con que les enseñara a pescar merlines ni peces voladores
ni, mucho menos, tiburones, ya que al no obtener la respuesta que ellos necesitaban
de mí, me enviaron al Séptimo de Caballería en forma de mujer.¡Y qué mujer!
Sabían de sobra cuál era mi punto débil y que mi relación con Pauline no pasaba
por un buen momento y estaban al tanto, además, de mis líos falderos con Jane
Mason y otras mujeres, así que dieron por hecho que sucumbiría a los encantos
de Martha Gellhorn, como así fue. Usted, ya sabe, joven, que la vanidad es muy
difícil de advertir y, en consecuencia, de vencer. Y esa mujer supo tocar la
tecla adecuada para que yo bailara a su ritmo desde el primer momento.
Unos años después, me enteré
de que la muy zorra sobornó con cien dólares a un camarero del Sloopy Joe´s
para que nos presentara. Algunos han dicho por ahí que yo me levanté y fui a
saludarla personalmente. ¡Mentira! Cruzaré mis guantes con quien se atreva a
decir lo contrario. De todas formas, reconozco que me quedé estupefacto cuando
la vi por primera vez. Era una mujer esplendorosa, una de esas tías que n o
pasan desapercibidas en cualquier época que vivan y son tan difíciles de
enamorar y no digamos hacerles transgredir cierto código de conducta. Por lo
menos en mi época. No es tan solo que ella fuera alta, rubia, guapa, tuviera
los ojos azules y se moviera con la soltura de unos andares deliciosamente
aristocráticos sino que además era inteligente, culta y nada menos que
corresponsal de guerra. Imagínese de qué manera se infló mi ego cuando supe que
quería conocerme por mí mismo y no para conseguir una entrevista periodística.
Deseaba hablar conmigo de lo divino y de lo humano y, según me dijo, quería
también que yo le aconsejara acerca de su carrera y otros aspectos de su vida.
¡Con lo que esa labor entusiasma a cualquier escritor! Nos entendimos tan bien
desde el primer momento que estuvimos hablando todo lo que quedaba de tarde y
parte de la noche. Hablamos tanto que a mí se me olvidó que en mi caso tenía
una cena con invitados para celebrar la Navidad, y que Pauline se había
esmerado en los preparativos y los adornos y todos esos detalles que hacen las
delicias de las amas de casa. Quiero decir que desde el primer momento supe que
me iba a enamorar de Martha. Y así fue…
FESTIVAL AZABACHE EN BLANCO Y NEGRO
LO POLICIAL EN HEMINGWAY charla sobre el cuento "Los Asesinos".
15 de mayo a las 17 horas en el Café Corso -Roca 1272- Mar del Plata / Argentina.
5 comments:
¡Qué maravilla de fragmento!
Gracias por compartirlo, sigo atento al blog, a leer cada resquicio de Hemingway que se encuentre oculto entre líneas, libros e internet.
Gracias.
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