EL CIRCO
Siempre que un circo llega a un pueblo se despierta y renace la alegría.Nada más inocente y asombroso observar como la gente se reúne para ver levantar esa tienda gigantesca de color brillante.Y sin proponérselo, el nuevo vecino agita a los parroquianos para vivir una polifonía de fantasías y riesgos, de jolgorio y osadías, de plagios y ocultamientos.
Aquella tarde, en San Francisco de Paula, cuando la caravana de jaulas se desplomó en el descampado, las voces inundaron las casas y el eco cabalgó hasta Finca Vigia. Hemingway le pidió a René Villarreal que averiguara cómo estaban los animales. René regresó con una respuesta indubitable:tristes y flacos.Hemingway ordenó comprar carne y llevarla.Los afortunados leones y tigres tuvieron su panzada.Un día después, el anunciador montado en triciclo, recorrió las calles presentando a Hemingway como el domador de fieras de esa noche.Ernest nunca pisó las virutas del escenario.Mucho menos se prestó al juego audaz del pillo contra el desgraciado. Simplemente actuó con equidad y no dejó que un pálido espectáculo borrara la utopía circense.
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