Friday, March 28, 2008


DOS PALABRAS CON VARGAS LLOSA

Pude hablar sólo cinco minutos, el tiempo necesario para recordarle a Mario Vargas Llosa que en Cabo Blanco lo evocan con afecto. Apresuradamente le digo que sería interesante rendirle un homenaje a Ernest Hemingway y que él debería disertar sobre su encuentro con el norteamericano cuando todavía era un escritor desconocido. Me pregunta qué tanto se de esa experiencia. Le comento que en Piura todo resulta diferente, todo es color. “Es verdad, pero también cambió”, afirma mientras lo apuran para que concluya el diálogo ¿Recuerda la botella de pisco que le regaló a Hemingway?, le disparo para retenerlo “¡Sí, claro que sí!”, sostiene. Hay desorden. Los periodistas empujaban con el libreto en la mano. Vargas Llosa y Borges. Vargas Llosa y el decreto de la dictadura militar firmado por Albano Harguindeguy donde se prohibía la circulación de la novela La ciudad y los perros. Vargas Llosa y Castro. Vargas Llosa y Chávez. Podría hablarle del Club de Pescadores, de los merlines de Glassell, de la paleta del ventilador del Fishing Club. Nada. Se lo llevan en andas para Rosario donde lo espera un seminario internacional. Insisto ¿Qué me dice de Hugo Neyra, el director de la Biblioteca Nacional de Perú quien calificó a Alfredo Brice Echenique de alcohólico y plagiario y que su fantasma era usted porque le tiene envidia intelectual? Vargas Llosa me dice todo con su mirada. No quiere meterse en líos y prefiere dejarse llevar por el apuro de sus seguidores. Termino ¿Bien sabe usted que Brice Echenique es admirador de Hemingway? “¡Hombre, yo también!”.
Me quedo con las ganas de seguir hablando. Imposible. A determinado momento ciertas figuras únicamente cruzan dos palabras con otras personas. Sin embargo, todavía puedo agregar algo más sobre Vargas Llosa. No a través de su voz, sí por su palabra. Recorto un párrafo de su nota Wittegenstein en Mármora, publicada por diario El País del 9 de enero de 2003 y la comparto con ustedes:

EL Fishing Club de Cabo Blanco, en el extremo norte del Perú, que Hemingway hizo famoso en los años cincuenta cuando venía a estas costas a pescar merlines gigantes, es ahora un local en ruinas, descuajeringado y saqueado, pero Mercedes y Pablo Córdoba, que le servían los tragos, están todavía aquí, medio siglo más viejos y llenos de recuerdos y fotos que se tomaron con aquel insaciable aventurero y escribidor.
Hemingway no reconocería el mar de Cabo Blanco, ahora saturado de plataformas de pozos petroleros, aunque las olas sigan siendo tan blancas y ruidosas, el agua tan azul y las arenas tan doradas. Tampoco reconocería Máncora, unos kilómetros más al norte, que era entonces una minúscula aldea de pescadores, y es ahora un balneario de muchas playas, decenas de decenas de bungalows, hoteles, residencias, albergues, bares, pensiones, restaurantes, donde, en estas fiestas de fin de año, comparecen por millares los jóvenes de las clases medias y altas del Perú. Algunos han venido en avión, vía Tumbes o Piura, otros en camionetas y automóviles, y muchos en los ómnibus que enlazan los mil y pico de kilómetros que nos separan de Lima en una larga noche de viaje a través del desierto.

Vuelvo a mi realidad. Daniela y Tessie ¡por Dios! juntas como siamesas. El rockero Antonio enamorado de la rubia porque ella es amante del grupo Fairport Convention. René preguntándome si el salario de los uruguayos es rentable. Pierette tratando de olvidarse de su socio alemán y yo rememorando la Feria Tristán Narvaja de Montevideo, donde los libros usados se tutean con los pájaros en las jaulas y los zapallitos saludan a los CD falsificados.

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