HISTORIA DE DOS ORILLAS
El rockero Antonio jamás imaginó que en el asiento de su Harley Davidson apoyara el trasero Daniela. Tampoco despertó del sueño cuando sus amigos motoqueros la coronaron a la dama como “princesa urbana”. A este personaje escapado de la portada de un estuche de disco de 33 revoluciones por minuto, acostumbrado al sexo oral en rutas y siempre dejado por mujeres fáciles, la joyita de 37 años que se le pegó, era la piedra más preciosa conquistada por un pirata en el mar de las Antillas.
Por suerte-me dije- salté a tiempo a Montevideo, con la excusa de visitar a mi viejo amigo Natalio. Pensar que mientras ellos andaban por la Avenida del Libertador rumbo al Planetario yo caminaba por el Bulevar Artigas. Mientras los amantes se azucaraban en el Jardín Japonés yo trotaba por Carrasco. Mientras los enamorados bebían su cerveza yo terminaba mi agua mineral Salus. Cuando el rockero Antonio todavía le acariciaba los pechos a su esclava yo almorzaba en “El viejo y el mar” sobre la Avenida Costanera. Cuando ellos se fumaban un cañito yo le aguantaba a un medio y medio en el Mercado del Puerto. Y al atardecer, después del orgasmo en la cama de un miserable hotel de Balvanera, ya dando muestras de vencidos, los acaramelados no tuvieron mejor idea que meterse en el hipódromo para esperar el Premio Luisina Halo y jugarse la vida por Brasileño. Ya entonces mi vuelta se cerraba en la 18 de julio, en una mesa de La Pasiva, leyendo “La casa de papel” de Carlos María Domínguez, mientras esperaba que Natalio me diga si va a ser posible visitar a Mario Benedetti en su departamento o si de lo contrario nuestra cena estará asegurada en el Hotel Sheraton donde me seduce un salmón al vapor con legumbres. En la espera, se me presenta la imagen de una especie de alemana atractiva que junto con mi idiotez turística se confunde con Agnes von Kurowsky y no sé que pensar, porque Daniela no es la enfermera y yo no soy el paciente, pero como en esa historia también guardo sus cartas y algunos documentos personales que me hacen creer en que lo vivido siempre tiene un final inesperado.
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